Tras la crisis se han incrementado extraordinariamente las propuestas que me hacen para participar en webinar, en charlas online o grabarme entrevistas con la idea de difundirlas por youtube o desde webs, urbi et orbe. O te llaman para intervenir a un webinar o para asistir. Se necesitaría una agenda infinita para atenderlos todos, como ponente o como asistente.
Agradezco tales invitaciones, porque realmente es gratificante que valoren lo que puedes decir.
Pese a que cuento con mi espacio personal de internet (blogs activos), que son mi juguete («Es mío, solo mío.. mi tesoro», Gollum) he tomado la decisión, quizá criticable y errada, pero personal y meditada, de no participar en estos ámbitos mediáticos de webinar y análogos. Me explicaré.
En primer lugar, porque intervenir en la red es un acto de exposición pública que está fuera de control. Lo que haces o dices, tiene vida propia, posiblemente te sobrevivirá y no sabes si será desnaturalizado, objeto de publicidad u ofertado en un contexto o por fuentes que finalmente no te agraden. Ya participar en linkedin, twitter u otras redes sociales supone dejar huellas que pueden indicar tu camino hacia los caníbales, pero con menor riesgo que ofrecer tu imagen, voz y tiempo en formato accesible y gratuito, y manipulable, claro.
En segundo lugar, porque lo poco novedoso que pueda decir o aportar, como cualquier persona, es limitado. Hablar mucho y en muchos sitios, sobre lo mismo, con variaciones sobre el mismo tema, resulta cansino para el que expone y tedioso para quien lo vuelve a ver. Difícil reinventarse frecuentemente y ser siempre original. Creo que debe administrarse lo poco que podemos aportar. Poco y bien, mejor que mucho y mal.
En tercer lugar, lo escaso y selecto, se valora mucho más, que lo abundante y universal, a golpe de click.
En cuarto lugar, porque junto al exiguo número de propuestas que proceden de quienes admiras, de quienes te sientes deudor, o de quien es tu amigo (y te sientes entusiasmado con colaborar), vienen numerosas peticiones de desconocidos, grupos o entidades, que te lo solicitan y te indican condiciones con dos líneas formales de agradecimiento, que te hacen sentir una mercancía.
De estas peticiones, que son más de las piensan, incluso de otros países, lo que más me incomoda son tres cosas: los que me tutean y me hablan con una familiaridad próxima a la agresión, cuando no tengo la menor idea de haberles conocido en esta ni en vidas pasadas; los que me elogian para endulzar la píldora y demuestran con sus palabras que no me conocen ni me han leído realmente; y los que incluso me ponen condiciones enojosamente imperativas tras indicarme su condescendencia al invitarme, como si yo hubiese llamado a las puertas de su paraíso.
En quinto lugar, porque son invitaciones cuya aceptación te supone sacrificar energías y tiempo. Requieren tu dedicación, preparación o sometimiento al escrutinio público, y no soportan el test mas elemental del ser humano racional:¿qué gano yo con esto?. No es ser materialista, sino pragmático. ¿Debo regalar mi tiempo e imagen cuando es lo único que puede perderse de forma irreversible?, ¿debo someterme a escrutinio, valoración y crítica, en un mundo donde hay gente maravillosa pero también cretinos y troles de internet?.
Y por último, como confesaba en la ceremonia del café matinal a mi amigo Antonio Arias, lo más valioso de mis intervenciones o charlas (en la hipótesis de que tengan algún fruto aprovechable), no ha sido lo que he podido decir, sino lo que he obtenido en contacto personal, al conocer directamente y en carne y hueso a los organizadores, otros ponentes o percibir la calidez de los asistentes. Soy de la vieja escuela y el contacto humano lo necesito en esos encuentros.
No es lo mismo una charla por internet, enlatada y donde el conferenciante habla hacia un público invisible, que puede o no estar ahí, que puede o no comentar sin tu derecho de réplica, que una charla con presencia física de ponente y asistentes. Estar compartiendo la misma burbuja de espacio, establecer contacto visual y administrar el tiempo compartido por todos los que son y están, es algo irrenunciable.
Junto a ello, el valor añadido de los preliminares y postres, o sea, los contactos previos, los cafés, la improvisación en pasillos, el almuerzo con organizadores o asistentes. Sé que esas charlas presenciales comportaban gravosos viajes y tiempos muertos, pero me han compensado en gratificaciones. Anécdotas, franquezas y sonrisas. De hecho, en esos almuerzos y tertulias, antes o posteriores, a la charla, han brotado momentos entrañables y amistades valiosas, lo que no se obtendría mediante un frío webinar.
Por eso, aunque vaya contra corriente, aunque sea huraño, no pienso prodigarme por la red con charlas y webinar mas allá de los que yo, con plena voluntad y conciencia, elabore personalmente acepte por compromiso afectivo. Pocas y a mi gusto.
Las demás tendrán que esperar. No lo hago para fastidiar a nadie. Ni es soberbia o desdén. Nada de eso. Lo hago para sentirme mejor, y mantener el control de mi tiempo e imagen.
Lo dicho sirve como reflexión en dirección contraria a lo que parece el futuro inmediato porque a veces internet y el mundo online nos exponen a un contacto impúdico, descontrolado y que no hemos buscado. Quizá es hora de recuperar el control. Y valorar el encuentro físico con los demás.
Nada impide el distanciamiento social para evitar contagios y pandemias pero eso no supone sacrificar en el futuro próximo el contacto en torno a un mantel, un café o en un pasillo, cuando se trata de debatir ideas. Algo impagable e irrenunciable. Soy un amish astur en cuanto a webinar. Discúlpenme, y gracias por haber llegado hasta aquí para escuchar mi desahogo.
Quienes tenemos la suerte de seguir descubriéndole a diario sabemos de su personalísimo e insobornable aprecio por el valor de lo auténtico.
Para usted, la proximidad personal, el encuentro de la mirada, el sentir la respiración del que escucha, lo espontáneo, la magia irrepetible de lo original (que, como Júa de San Juan, una vez mostrado es quemado e inutilizado), la complicidad, la empatía o la confianza son imprescindibles para una comunicación de verdad. De hecho, para usted, la auténtica comunicación es la presencial y compartida (sea inmediata -en el mismo lugar-, sea mediata -a través de sus blogs y escritura-) porque: es directa y natural; tiene vida propia; carece intermediarios; y, aunque no exenta de vulnerabilidad y peligros, es la genuinamente humana.
La rápida absorción de nuevas gramáticas de la comunicación virtual (webimar) por gran parte de la sociedad, lejos de haberle hecho cambiar de opinión, se la ha reforzado (véase su artículo de ayer «La cita previa de la Administración: un virus jurídico que se extiende»). El propio cliché (por silenciado que esté) de la webimar, su despersonalización y frialdad, sus peligros y posible manipulación (distancia sin olvido) y su interesada utilización por ilustres desconocidos (que buscan aprovecharse -de su reputación- o hacerle daño -mangoneando o descontextualizando lo que diga-), le ha llevado a convencerse del ¡no, gracias!. Así lo confirma el desenlace (brillante, sutil y complicado en su aparente sencillez) que cierra su discurso en alto y supone un retorno al origen.
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Estoy muy de acuerdo con usted! Me alegra su actitud y coherencia!
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