Tengo a los niños de 10 y 12 años encerrados casi un mes en casita poniendo a prueba su paciencia, imaginación y disciplina. Todo un experimento porque «no están acostumbrados a vivir en cautividad».
Sorprendentemente se les ha hecho llevadero estar «sin calle», pese a que a su edad el más horrible de los castigos que yo recibía era quedarme «sin calle», o sea, sin salir fuera de casa.
Pero recordemos como era nuestra «calle» (al menos la que me tocó a mí) antes de mostrar como es su día «sin calle» …
La calle, entendida como el espacio exterior, tenía en mis años niños similar capacidad seductora de la libertad condicional para los presos. Eran tiempos donde la calle, con sus aceras, zonas sin urbanizar, espacios abiertos y recovecos, se ofrecía como mundo a colonizar.
Si tenías bicicleta, o si te tocaba por compartirla con tus hermanos (porque por entonces, una bicicleta era para toda la vida), eras un explorador que podía asomarse hasta los confines del territorio. Caso contrario te movías en tu barrio, ya que otros barrios estaban prohibidos, bien para mantenernos en territorio familiar o bien para evitar las bandas de los gamberros de otras zonas. No recuerdo ir a ningún polideportivo, ni salón de escape-room, ni ludotecas, parques de bolas o similares. Lo del cine era un premio inaccesible y excepcionalísimo. MacDonalds, Burguer King y similares no existían en nuestro mundo, como tampoco existían grandes superficies comerciales con la diversión que supone deambular toqueteando por las estanterías.
Pero existía «la calle» (lo digo con la ternura del extraterrestre E.T. cuando decía «Mi casa, mi casa», o del Golum de El Señor de los anillos cuando susurraba «Mi tesoro»). Y es que la calle era mi territorio, mi parque de juegos, mi centro de actividades extraescolares, y por maestra tenía la propia experiencia y mis amigos. Era una fiesta solamente estar con tus amigos, hablar de todo, tirar piedras apuntando a cosas naturales, hacer agujeros en la tierra buscando nada o trepando a árboles y muretes. Y como no, juegos de canicas, naipes o correr para esconderse o luchas imaginarias. Si había un balón o contabas con la bicicleta, ya era la repera. Lo cierto es que en casa solo me retenían los tebeos, ya que la televisión era única, en blanco y negro, de un solo canal y bajo la soberanía indiscutible de los padres.
Al tener la suerte de vivir en las afueras, lindando lo urbanizado con prados y árboles, teníamos clases directas de ciencias naturales: cazar renacuajos en charcas, acechar a los pájaros, huir de perros callejeros y apedrear gatos, destruir ortigas a palos, cambiar rutas de los hormigueros o juguetear con las salamandras que tenían la mala suerte de ser descubiertas por niños con vocación de doctor Frankenstein. Había ocasión para la alta tecnología aplicada: tiragomas artesanales, escopetas de palo, vehículos con ruedas desiguales que soportaban una tabla con cuerda, barro modelado, casetas con paredes y techumbre de materiales de deshecho, al borde del desplome. Y algo de geología: construir galerías en la tierra con las manos por herramienta, atesorar piedras como si fuesen valiosos minerales, e incluso probar su grado de dureza arrojándolas contra los cristales de alguna casa abandonada.
Por cierto, eso sí que era una aventura: adentrarse en caserones ruinosos, avivar historias de fantasmas, rebuscar entre cascotes, imaginarse quienes vivirían allí a la vista de puertas rotas, somieres o mobiliario roto… ¡una aventura!.
Pero sobre todo, existía sana camaradería, entre los amigos. La necesidad de ingenio, de llenar el tiempo, de compartir experiencias, tejía una lealtad y solidaridad con tus amigos con gran valor. Podías jugar con ellos un día y pelearte con ellos al siguiente, retomando siempre la compañía en la calle sin rencores.
De hecho recuerdo vivamente a mis doce años cuando estaba enfrascado en trepar una pequeña colina usada como vertedero de botellas, en busca de ese diamante tan valioso para unos niños que era la bolita que tenían las botellas de anís en el tapón para dosificar el licor; disfrutábamos revolviendo entre cristales con un palo, con ojos alerta, entre miles de cristales rotos pisados con unos simples playeros, cuando a uno de mis amigos se le ocurrió afirmar que era el rey de la montaña de cristales enarbolando un cuello de botella rota como espada para afirmar su poder. Le desafié y subí entre cortantes vidrios cuando mi amigo, tal y como anunció (pues el que avisa no es traidor, sino estúpido el avisado), arrojó el cristal con gran puntería hacia mi pierna; la sangre salía a borbotones, y tras tapar la hemorragia con un papel de periódico sucio (nuestros conocimientos de higiene médica eran simples), mi propio agresor me acompañó hasta mi domicilio dejando un reguero de sangre, y donde mi madre alarmada me llevó a la entonces Cruz Roja, donde recibí la mayor de las penitencias: cinco puntos de hilo negro, sin anestesia, mientras berreaba como cerdo en plena matanza.
Recuerdo que eran tiempos de incontenible urgencia en salir de casa y ninguna prisa por regresar, siendo frecuentes las regañinas por llegar tarde y por llegar en condiciones desastradas.
Sé que «esa calle» que viví no era lo ideal; supongo que como los niños espartanos sobreviví milagrosamente de igual modo que podía haberme infectado o sucumbido de algún tropiezo con piedras o caídas, o por estar en el lugar equivocado en momento equivocado.
No quiero imaginar si por entonces se hubiese producido una epidemia que me confinase en casa, pues no tendría la alternativa de los niños de hoy que cuentan con sus artilugios tecnológicos, con libros a tutiplén, con infinidad de juguetes, con Netflix plagado de películas para niños y canales televisivos a la carta… Son presos en celdas de lujo, con todas las comodidades.
Era otra época, y otra infancia, no mejor pero sí totalmente distinta a la de mis hijos, tal y como relaté en mi pequeña autobiografía, Yo también sobreviví a la EGB: memorias escolares de una generación sin cachivaches tecnológicos (Amarante, 2016). Por entonces, yo era mi propio director y jefe de actividades lúdicas. Mis padres trabajaban y era cosa mía decidir cómo divertirme y cómo no aburrirme. En cambio, ahora algunos padres hemos asumido del rol dentro de casa de mantener entretenidos u ocupados a los niños.
Así que en este mes de confinamiento, me siento como esos jovencitos hippies que asumían la educación en el hogar, rechazando las escuelas públicas, aunque no es fácil. Mis dos pequeños tienen tareas marcadas por el colegio pero las despachan rápidamente, y en Semana Santa ninguna tarea escolar. Al menos se me ha ocurrido descargar de internet unos cuadernos de verano y les he fijado esa rutina de hacer ejercicios complementarios, que señala ese ogro que es su padre; también les he impuesto cada día un capítulo de la serie de dibujos “Érase una vez el hombre” en materia de salud. Y como no, obligatorio jugar cada día o una partida de ajedrez, o parchís, o similar de mesa. De paso ha sido buena ocasión para que aprendan a cocinar (y yo he sido enrolado como torpe alumno a las clases). Además por la tarde toca “cine clásico” y he conseguido que vean, conmigo de comentarista, “La gran evasión”, “Crimen Perfecto”, “Congo” o “Los Santos Inocentes”, y de paso, toma ya, “Los Diez Mandamientos” (tres horas y media). Por si fuera poco, cada día toca leer un capítulo de “El Quijote” (versión niños, no se asusten). Y cómo no, a última hora del día toca telefonear a tíos y abuelos para que no se olviden de la familia.
Me siento como el implacable sargento Foley de la película “Oficial y Caballero” (1982), recordad: «Soy el Sargento de Artillería Hartman, vuestro instructor jefe. A partir de ahora únicamente hablareis cuando se os hable; y la primera y la última palabra que saldrá de vuestros sucios picos será señor. ¡¿Me entendéis bien, capullos?!».
Así y todo, en nuestro castillo doméstico pesa el tiempo libre sobre la carga docente, y disfrutan de su tiempo tasado de la tecnología; de hecho, Álex cuenta con una cancha de baloncesto en el dormitorio que demuestra que con voluntad e imaginación todo es posible.
En fin, disculpar el rollo del día a día a modo de desahogo, y aquí queda como testimonio de esta etapa, la poesía que han aprendido los pequeños titulada Esperanza, del poeta cubano Alexis Valdés, y que mereció reconocimiento del mismísimo Papa Francisco.
Además aquí dejo la versión resumida de “El Mercader de Venecia”.
Mucha suerte a los demás padres y madres por esta carga suplementaria de convertirse en el hogar en tutores, entrenadores, maestros, Alcaides y colegas de sus hijos. Ellos no lo notarán ahora, pero cuando tengan nuestra edad recordarán sin duda esta durísima crisis y lo que hicieron sus padres.
Leer esta entrada me ha hecho abrir mi propio baúl de los recuerdos… Yo que tuve la suerte de crecer en un pueblo, siento ahora mismo tanta añoranza…
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Entre muchas otras virtudes, eres también un super papi …
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