Claves para ser feliz

Qué feliz era cuando era infeliz con salud

Leo una frase del viejo orador romano Cicerón: “Si tienes un jardín y una biblioteca, tienes todo lo que necesitas”. Quizá el sabio personaje no conocía todavía la terapia para superar la infelicidad que puede ser – según cada cual- un viaje, un amor, una taza de café, una paisaje hermoso, unas melodías cálidas, la compañía familiar, una mochila de bellos recuerdos, una revelación religiosa, una película cautivadora, etcétera.

Limitándome a las dos condiciones marcadas por Cicerón, confieso que hoy sábado cuento con las dos (jardín y biblioteca). Sin embargo, me gustaría saber qué pensaría Cicerón si tuviese que coger ahora en la frialdad invernal una segadora para cortar parte del crecido césped, antes de podar unos enredados setos y de colocar unas largas telas para evitar la curiosidad ajena por los agujeros. Y en cuanto a los libros, los tengo, pero el problema radica en que tengo un overbooking mental, ya que cuento con la carga de leer infinidad de libros adquiridos en el pasado (bajo la idea de que comprando un libro se absorbe su contenido, como quien matriculándose en un gimnasio piensa que ya consiguió adelgazar y cuerpo escultural); además tengo libros en papel, libros electrónicos, unos de ensayo y otros de novela, y libros regalados por amigos, sin olvidar la prensa que nos pone al día. O sea, que siento lo que decía Schopenhauer, “Cuando se compra un libro, habría que comprar el tiempo para leerlo”.

 Y entonces, cuando parece que cuento con sobredosis de campo y de biblioteca para leer, o sea, la fórmula ciceroniana de la felicidad, descubro que ésta no consiste en tener lo que se desea sino en no tener lo que no se desea. Me explico.

 De forma lenta pero inexorable, y hoy llega a la cumbre, se ha apoderado de mí un dolor de muelas intenso. Una infección que posiblemente declinará tras pasar por el dentista y con analgésicos, pero me distrae, me hace jurar en arameo, me genera mal carácter y me nubla todo lo que podría ser bello. Entonces comprendo que ni el jardín ni los libros, ni un Ferrari que me dejasen, me haría feliz. No. Sencillamente, no tener dolor de muelas. Dan ganas de darme un martillazo en el dedo para distraerme del dolor de muelas.

Por mucho que intento evadirme mentalmente, el dolor siempre reaparece alevosamente; aunque intentase ofrendarlo como sacrificio por la paz del mundo, el dolor no se deja sobornar y persiste. Comprendo la confidencia de Shakespeare de que “el mejor y más sereno de los filósofos pierde los estribos ante un dolor de muelas”, e incluso me percato que Descartes bien podía haber tomado un sencillo atajo para alcanzar su universal aportación: «Tengo dolor de muelas, luego existo».

  Soy consciente de que en el siglo XXI, la conquista de superar esa nimia dolencia mediante una visita al dentista es un trámite sencillo, económico y no doloroso, remedio que nos hace enormemente afortunados sobre la legión de personas que en los veinte siglos anteriores, y por supuesto antes de Cristo, sufrían dolor de muelas, porque si su vida era corta y pendiente del hilo del poder de turno, ese dolor tenía mala solución. Tenemos más suerte que Galileo Galilei, Carlos V, Van Gogh, Lincolhn o cualquier otro personaje célebre que se nos ocurra, que no tenía escapatoria con su talento o poder al dolor de muelas.

Y quien dice dolor de muelas, dice problemas bronquiales o secuelas virales, porque en estos días me siento rodeado por los obuses de bacterias y virus que perturban la vida de familiares y conocidos, con dolores y riesgos que les hacen maldecir con razón el año nuevo.

  Por eso entiendo que, por mucho que nos quejemos de algo, si podemos quejarnos ya somos muy afortunados. Y deberíamos sentirnos dichosos en el siglo XXI por tener solución para lo que no la tenían nuestros predecesores. Deberíamos sentirnos felices con lo que somos y no con lo que tenemos. Felices con sentirnos sanos (o con meros achaques) y no con tener una agenda repleta de compromisos y deleites materiales, ni sentir desasosiego en pos de quimeras. Creo que tenía razón el escritor Fernando Pessoa cuando decía lo felices que seríamos si nos liberásemos de estúpidos retos:

Los sentimientos que más duelen, las emociones que más duelen, son los que son absurdos: el anhelo de cosas imposibles, precisamente porque son imposibles; nostalgia por lo que nunca fue; el deseo de lo que podría haber sido; arrepentimiento por no ser otra persona; insatisfacción con la existencia del mundo».

 Sin embargo, somos reincidentes. Tan pronto se nos pasa el dolor de muelas, “nos venimos arriba” y volvemos a ser ambiciosos, soberbios y culpables de otros pecados capitales. Y nos enfadamos con el mundo porque no está pintado del color que queremos. Quizá es hora de valorar más la serenidad, la paz, y lo que tenemos… antes de que sea tarde. Ya me referí a la necesidad de valorar lo que se tiene cuando se tiene, para no maldecir su ausencia.

2 comentarios

  1. Agradezco al dolor de muelas haber leído, para mí, uno de los mejores «vivo y coleando». Historia, filosofía, poesía e ingenio en un momentin.

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