Educación

Hacer el bien sin mirar a quién: un valioso clásico

Estaba a la cola de los supermercados Lidelol (nombre supuesto para que nadie pueda identificar el real). La cola avanzaba lentamente mientras yo sujetaba mi cargado carrito tras cuatro clientes. Cuando faltaban dos personas para mi turno, miré hacia atrás y me seguía un hombre con dos paquetes de leche, una barra de pan, una botella de coca-cola de litro y una red con tres cebollas, todo apoyado en la cinta; tenía unos cincuenta años, gafas metálicas y mi astucia natural me sugirió que era pintor (no me ayudó que vistiese un mono de trabajo plagado de manchas blancas de pintura).

-Pase por delante, que lleva usted pocos productos y seguramente tiene prisa.- Le dije-

-No hace falta, gracias, tengo tiempo.

– Aproveche y pase, que los minutos son valiosos cuando nos faltan. – Insistí sonriente, y entonces pasó.

 – Gracias- Y me adelantó, pasando sus productos a su nuevo puesto.

Como todavía tardaba y dada la intimidad que da la proximidad, añadí al verle una cajetilla de tabaco asomar en el bolsillo trasero del mono:

-Piense que le regalado dos minutos de tiempo para compensar los minutos que le puede robar de la vida fumarse un cigarrillo.

-Tiene razón.- Sonrió.

Le cobraron, y acto seguido, mirando sus productos desparramados al final de la cinta, prestos para recogerlos, le dijo a la cajera con ojos tristes:

-¿No tiene una bolsa?

-La tenía que haber cogido, pues las cobramos.- Dijo la cajera con gesto de inspectora de hacienda mirando de reojo la enorme cola, que dificultaba que el cliente fuese atrás, tomase la bolsa y se la cobrase.

El cliente miró los tres paquetes de leche, el pan, la coca-cola y la redecillas con cebollas… se veía pasando de pintor a malabarista.

Rápidamente, tomé una de mis dos bolsas de papel que aguardaban ser cobradas y se la entregué rápidamente a la cajera:

-Cóbremela a mí, que yo se la doy.

-No hace falta, de veras.- Dijo el cliente

-Claro que sí.- Hoy por usted y mañana alguien lo hará por mí.

Rellenó la bolsa con sus cosas y se despidió, caminando con paso suelto y gratamente sorprendido. En cambio, lo que son las cosas, la mirada de los que estaban en la cola detrás de mí no parecía amistosa.

Pero me sentí orgulloso de mi minúscula buena acción. Reconozco que era una simpleza, que no me supuso ningún sacrificio y que tampoco he cambiado la vida de nadie. Aunque puede ver que tras salir del establecimiento, el pintor rascaba el bolsillo, y entregaba una moneda a un indigente que pedía.

¡Qué poco cuesta ser amable!

 Por eso creo que la teoría de “cadena de favores” o variante de «haz bien sin mirar a quien” realmente funciona. Una seña de identidad de mis más íntimos amigos (Carlos Juan, los Antonios o Félix, décadas compartiendo esta «celda» que es nuestro trocito de planeta) es que siempre van con la mano tendida, son educadísimos y les cuesta mucho decir no, sea a conocidos o desconocidos. Lógicamente, sin ser santurrones ni tolerar abusadores, que los hay. Admito que pertenezco a esta escuela de la buena fe y buena disposición, aunque creo que vamos camino de ser una secta peligrosa y en extinción.

 Recuerdo cierto acto solemne en Madrid en que había olvidado la corbata y otro asistente, el vallisoletano Rafa (por cierto, el mejor jurista que he conocido sin haber estudiado derecho), hombre elegante, caballero de los que no hay, rápidamente fue a su habitación del hotel y me ofreció entre varias de sus corbatas que eligiese la que desease -, exhibiéndolas en un precioso estuche, por cierto-. Acepté complacido y muy agradecido, y además Rafa no me dejó que se la devolviese. Con ese precedente y desinterés…¿quién puede negarse en situaciones similares a dar un paso adelante hacia los demás?

 Por eso, insisto muchísimo a mis pequeños de 13 y 15 años, que hagan las cosas pensando que vivimos en comunidad y no pensando en lo qué reciben a cambio de lo poco que hacen. Les digo que hagan las cosas por los demás, por lo que se le manda, por lo que es su responsabilidad, pero sin esperar una propina, medalla, ni usar la muletilla de “me lo debes”. Lo expresó mejor el Dalai Lama: «Nuestro primer propósito en la vida debe ser ayudar a los demás. Y si no puedes ayudarles, por lo menos no les perjudiques».

 En esta línea, me gustarían que interiorizasen lo de “mejor dar que recibir”. Y sobre todo, que sepan lo fácil que es dar muchísimo a los que nos rodean, sin entregar ni sacrificar nada costoso: basta con sonreír para comunicarse creando redes de confianza. La sonrisa es la mejor arma que desarma. Ser amable no debe ser un trabajo, pues debe ser algo tan natural como respirar. No hay atmósfera más contaminada que la compartida con alguien desagradable que no da los “buenos días”, o las “gracias”, o que mantiene gesto inexplicablemente avinagrado, ya sea en un ascensor, en una reunión, en el trabajo o en una transacción comercial.

Eso que me gustaría para mis pequeños, también me gustaría para todos los «grandes», en estos tiempos en que la solidaridad y la educación gozan de mala salud, que nos habituásemos a pequeñas cosas que son la mejor inversión de la vida: recordar el nombre de las personas y no sus cargos, telefonear para no pedir y sencillamente conversar, decir lo bueno que se piensa y pensar tres veces antes de decir lo malo, responder a los correos electrónicos con rapidez, reconocer el valor de lo que hacen los demás, mantener las formas incluso frente a quien no las guarda, apagar los móviles cuando se está en compañía, escuchar más y hablar menos, esforzarse en comprender las razones de los demás, etcétera.

Recuerdo haber leído una anécdota de un anciano clérigo que viajaba en un tren y subió al vagón un joven que sin decir palabra de saludo, empezó a canturrear en voz alta, a tomarse una cerveza y eructar repetidamente, y que al llegar a su estación se levantó y cuando iba a salir del vagón, por supuesto sin decir nada, le llamó el anciano:¡Joven, se deja usted aquí algo! El muchacho se volvió rápidamente con mirada preocupada hacia su asiento y preguntó: ¿el qué? Y le contestó el clérigo: «Una mala impresión, muy mala».

1 comentario

  1. Hay cosas que se aprenden mejor en la calma que en la tormenta. La amabilidad (si no es impostada o se encuentra suplantada por el interés) es una de ellas. Algunos la identifican con urbanidad y cortesía, pero, en mi opinión, se quedan cortos. La pura y auténtica es mucho más sabrosa, variada y completa. Se asimila a una combinación (agitada no mezclada -como el coctel del agente 007-) de obsequiosidad, afabilidad, benevolencia, humanidad y espontaneidad.

    Esta manera de ser y actuar y forma especial de comunicación vivencial -con ajenos y con propios- es signo de dignidad, respeto y limpieza. Por eso se puede pecar de la misma. Tiene similitudes con el amor porque levanta barreras y acerca. Pero, a diferencia de éste, no necesita de su intensidad es más plural y ligera (esa es su grandeza: el valor -inmaterial pero inmenso- de un pequeño gesto) y nada invasiva. Y aunque mantener esta condición dentro del «rebaño» (la sociedad), en tiempos tan fríos y deshumanizados como los nuestros (gobernados por el yo del egoísmo; las prisas sinsentido; la competitividad insana; y el dios consumista de la nada), pudiera parecer muestra temeraria de debilidad, fragilidad o hasta de tontura es justo todo lo contrario. Porque aporta fuerza, seguridad y capacidad de resolución y permite estar bien consigo mismo a quien la usa.

    Quien no sabe de amabilidad no sabe nada. No entiende al viento de la vida cuando le habla. Va cargado del temor a perder o a no ganar, no del deseo de amar o querer, cuando la vida se trata de eso. Tiene la mirada turbia del recelo y la sospecha perenne hacia el otro y lo ajeno. Camina sin rumbo, deambula torpemente y calla frente a lo bueno. Y cómo solo es capaz de mirarse en su particular espejo de “bruja de Blancanieves” tiene un pecho de corazón ausente.

    P.D. La amabilidad inesperada es el agente de cambio humano más poderoso, menos costoso y más subestimado que hay –Bob Kerrey-. El problema es que ser amable con todos y serlo todos los días es pelear una dura batalla que no siempre estamos dispuestos a emprender. Pero son esos pequeños pedazos de bien juntos los que abruman al mundo –Desmond Tutú-. Quizás porque en la sencillez de las cosas pequeñas y los gestos discretos esté lo mejor y que da más valor a la vida y al ser humano. Pequen de ser amables, de tener voluntad de bien y de saber saborear las cosas mas pequeñitas de lo cotidiano. Ayudarán a enriquecer la vida de quién/es les roce (y mejorar la suya propia) y a que el mundo sea (y sepa) un poco mejor.

    https://youtu.be/QWixcAWJk-w (“Las Cosas Pequeñitas” de Nolito).

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