Acaba de anunciarse el Premio Nobel de literatura 2022 que ha recaído en la autora francesa Annie Ernaux. La autora de 82 años, ha escrito varias novelas célebres, muchas de las cuales son autobiográficas: Los armarios vacíos (1974), La mujer helada (1981), La ocupación (2002), “Memoria de chica”(2016), etcétera. Algo mágico tendrá para haber desplazado a otros aspirantes al premio, como el británico Salman Rushdie, el francés Michel Houellebecq, la canadiense Margaret Atwood, el japonés Haruki Murakami, o el estadounidense Stephen King.
La adjudicación del premio según el Jurado, responde a la siguiente motivación:
por el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos y las restricciones colectivas de la memoria personal».
Aunque la frasecita parece propia de una lápida de críptico mensaje, intuyo que esto quiere decir que la autora habla claro de lo que se le ocurre, o de lo que le ocurre, aunque a los que la lean no se le ocurra nada.
Añade que
Su trabajo es intransigente y está escrito en un lenguaje sencillo, limpio».
De esto, infiero que se ha hecho de la necesidad virtud, pues lo de “intransigente” es inquietante. Y de “lenguaje sencillo, limpio” me parece una manera elegante de decir que lo suyo no es la belleza expresiva.
Y se completa la justificación recordando que
“cuando ella con gran coraje y agudeza clínica revela la agonía de la experiencia de clase, describiendo la vergüenza, la humillación, los celos o la incapacidad de ver quién eres, ha logrado algo admirable y perdurable”,
Lo de la “agudeza clínica” tiene canto, pero lo de que “revela la agonía de la experiencia de clase” me deja patidifuso.
Por si fuera poco, la prensa afirma que practica el género de la “autoficción”, lo que me hace suspirar. He buscado hojear alguna de sus obras para forjarme una impresión a vista de pájaro, y ciertamente me ha gustado esta reflexión suya en “Los años” (2019) que expongo a título de muestra:
Todo se desvanecerá en un segundo. Se eliminará el diccionario acumulado desde la cuna hasta la última cama. Será silencio y no habrá palabras para decirlo. De la boca abierta no saldrá nada. Ni yo. El lenguaje seguirá poniendo el mundo en palabras. En las conversaciones alrededor de una mesa festiva solo seremos un nombre, cada vez más sin rostro, hasta que desaparezcamos en la masa anónima de una generación lejana».
Si escribe así no está nada mal, y también es profundo lo que expresa, pero me temo que la buena literatura es otra cosa distinta de la filosofía, la denuncia o el soliloquio.
Vaya por delante que no he leído nada completo de esa escritora, o sea, que quizá es un prodigio y yo un ignorante, pero bajo mi personalísimo criterio pienso que un galardón de esa tradición y que tiene vocación universal, debería premiar los logros literarios de aplauso unánime, primando lo que la mayoría de los lectores solemos buscar en un texto literario; belleza, placidez, inmersión, sentir lo que nunca sentimos, y que nos de lástima terminarlo.
Fuera de ahí me temo que este premio, como otros de su especie, están contaminados por dos fuerzas. De un lado, lo políticamente correcto, y la moda, pues algunos jurados entienden que los premiados deben servir a la consolidación y prestigio del premio, medido en aplauso de la clase dirigente o en su caso, populista. De otro lado, la resultante de los criterios de críticos literarios alejados de la realidad y del común de los lectores, con las filias, fobias e intereses editoriales de telón de fondo.
A veces vence lo políticamente correcto, otras los grupos de presión de crítica literaria o editoriales, quizá influyen las ideologías, y lo que echo en falta es volver a esos galardones que nos hacían inclinarnos con respeto y seguir leyendo a los autores.
Cada año se hace público el nombre del premiado, y nos lanzamos a consultar la red para no parecer ignorantes por no saber quién es galardonado o para parecer que lo hemos leído (me temo que buena parte del Jurado lee al galardonado tras premiarlo, aunque eso nunca se sabrá). En cambio, antes leíamos el nombre del premiado y era un indicador fiable del espléndido menú de lectura que nos aguardaba. Es más, confieso que no recordaba el nombre del galardonado el año pasado (¿y usted?), que resultó ser un tal Abdulrazak Gurnah, un novelista británico de Zanzíbar, lo que me ratificó en que los académicos nórdicos siempre sorprenden.
Así que, por lo que a mí se refiere, en vez de leer la obra de esta autora, dado el nulo atractivo que me sugiere su mérito tal y como lo expone el Jurado, optaré por continuar leyendo uno de los autores clásicos, que nunca obtuvo el Premio Nobel – por razones ajenas a su calidad literaria- (al igual que León Tolstoi) y que recomiendo vivamente, mi admirado Jorge Luis Borges (leer Ficciones, por favor: imaginación, riqueza expresiva y sugerente).
Y gracias a Borges, devoto de R.L.Stevenson (ya saben, La Isla del Tesoro) he leído un cuento delicioso: “El diablo de la botella”, fábula moral que me permito recomendarla vivamente. Son tan solo 27 páginas pero es un cuento que no les será indiferente. A mí me ha impresionado y lo elevaría a la categoría de cuento excelso e inolvidable. No me resisto a compartirlo. Se lo regalo aquí, y si lo leen, comprenderán lo que entiendo por buena literatura. No importa el género ni la extensión, pero sí la capacidad cautivadora de las palabras.
Ya sé que usted, quizá como yo, en otro tiempo leía novelas y algún ensayo, y que ahora la pantallita lo da todo hecho, y el tiempo es limitado. Así y todo, le insisto en que pruebe a leer ese relato. No le decepcionará.
Si le decepciona o no le gusta, entonces seré yo el que está equivocado. El que va en dirección contraria en mi crítica hacia los premios Nobel. Seré un ignorante que ahora lo soy menos, al percatarme de ello.
Y así, en este estado de ignorancia, comprendí aquél momento singular de hace una década, en que mi hijo que por entonces tenía tres años contempló las montañas del monte Pajares, y le dije: «Mira, las montañas»; el me replicó: «¿Quién las puso ahí?». Tras un titubeo opté por la vía cómoda: «Dios, hijo, todo eso lo puso Dios», entonces me miró y con rapidez, su vocecita me espetó: «¿Y quien puso a Dios?». Debí comprender que hay que dejar la soberbia en la alforja de la espalda mientras al frente debemos caminar con prudencia y humildad y es que, como dijo el filósofo, «sólo sé que no sé nada».
Alfredo Di Stéfano fue, además de uno de los mejores futbolistas que han existido, un tipo muy peculiar e inteligente. Tenía instalada en su casa un monumento al balón con una placa que decía «gracias, vieja». El gracias vieja tenía un doble sentido: era por su madre que le hizo nacer, y por la pelota que le hizo crecer. Su reverencia por el balón fue tal que le llevó a afirmar que era lo más noble del fútbol y que el resto (directivos, técnicos, jugadores, árbitros, periodistas y público) siempre acababa metiendo la pata.
Mi particular segunda vieja es la literatura (la auténtica, claro, la buena). Le debo eterna querencia, apego y reconocimiento porque es la que me hace crecer. Con ella me siento como si fuera encaramado a hombros de gigantes. Veo el mundo con otros ojos y soy capaz descubrir y vislumbrar cosas ocultas (lejanas, variadas, bellas, oscuras, divertidas, densas y claras). Y disfruto con la seguridad de sentirme siempre protegido. Porque con los gigantes, ya se sabe, nadie se atreve.
La auténtica literatura (esa que se escribe con mayúsculas) está reñida con lo coyuntural, el bienquedismo, la corrección política, el pago de favores y el partidismo. La otra (la que se escribe con minúsculas), por más que se oficialice, mercantilice y disfrace de premios, no engaña. Porque aunque lleve alzas no puedes subirte sobre ella porque no da la talla como gigante.
P.D. La literatura, al contrario que la muerte, vive en la intemperie, en la desprotección, lejos de los gobiernos y de las leyes, salvo la ley de la literatura que sólo los mejores entre los mejores son capaces de romper–Roberto Bolaño-.
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Totalmente de acuerdo. El jurado elige a autores, a los que, con todos mis respetos, conoce muy poca gente. De hecho no recuerdo haber visto en una feria del libro o en una campaña de editorial la promoción de los libros de esta buena señora, ni el ganador el año pasado ni del anterior.
En fin, qué le vamos a hacer, no tenemos tiempo para leer cuanto se publica, por desgracia.
Manel Pérez
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