He completado la mudanza de domicilio. La tercera en mi vida, y es toda una lección. Como le confesé a un gran amigo, para la próxima mudanza no llevaré ningún mueble y será a un adosado bajo tierra.
Tras esta nota de humor negro, quizá influido por el preocupante contexto de pandemia, me siento en mi casa como señor feudal en el castillo. Ha sido una estupenda ocasión para proceder a tirar objetos, experimentar añoranzas y rechazos, depurar la biblioteca, y ese maquillaje de las viviendas que es pintar y acuchillar. El resultado ha merecido la pena.
Un remanso de paz en el hogar, mientras en el exterior aguarda la zozobra y el ruido. Desde que vi la película «El Show de Truman» (1998), a veces me aflora la inquietante duda –y quiero creer, infantil duda– de si realmente elegimos nuestro hogar, de si vivimos en casas como piezas de un juego de dioses, extraterrestres o seres de estrategia inaccesible, que deciden como el monopoly o el juego de la oca, donde y como vivimos.
Sea azar, necesidad o libertad, el nido es nuestro. Lo mejor del hogar es que estás donde quieres estar, con quién quieres estar y cómo quieres estar. No somos los mismos cuando dejamos el hogar pues en el exterior aguarda lo que impone la sociedad, el trabajo o lo peor de todo, personas difíciles que te hacen la vida incómoda.
En cambio, la paz del hogar, como la madriguera del conejo, te permite ser tú mismo, tomar ese libro para su lectura calmosa, ver esa película cómodamente, tomarte un tentempié al gusto, darte esa ducha reconfortante o sencillamente, sentirte bien. Personalmente, pocas cosas hay más satisfactorias (¡y gratuitas!) como la cabezadita en el sofá mientras te colocas tras almorzar frente a la televisión o leer en la cama rodeado de silencio. Y cómo no, compartir un espacio con quien quieres, con quien te entiende y te soporta, pues una casa en soledad puede convertirse en una jaula de oro, especialmente para quienes tenemos el defecto de comentarlo todo, de compartir opiniones y sentimientos.
También aguarda esa ventana al exterior que es el ordenador con internet, que como torno de convento de clausura, podemos manejar a nuestro gusto. De hecho, cuento con mi pequeño santuario en el hogar, en una habitación donde aguarda mi ordenador, mis libros humanizados, y mi equipo musical, con lo que me invade una sensación placentera de autosuficiencia.
Lo de viajar está muy bien pero mejor está regresar para recordar lo viajado en lugar seguro. Recuerdo que el director de cine Billy Wilder confesaba a un periodista que cuando era niño vivía en una casa humilde, en la que no podía dormir porque se escuchaba por la noche el ruido de la cisterna del vecino, pese a que se esforzaba en imaginar que era una bella cascada de agua cantarina; y añadía que, siendo mayor de edad, con el éxito obtenido, se alojaba en el Hotel Ritz-Carlton, pero tampoco podía dormir porque en la Suite existía una bella y luminosa cascada artificial decorativa, pero no podía apartar de su imaginación que se trataba realmente de la cisterna del vecino.
También debo admitir que el hogar me vuelve un poco huraño. Me molestan los timbrazos del telefonillo o la puerta, que me sobresaltan con lo incierto. Me irritan los vendedores telefónicos, invasivos y agobiantes (¿me puede decir su nombre para dirigirme a usted?, etcétera). Y me incomodan las visitas prolongadas (de hecho, creo que uno de los refranes más sabios del mundo es el que dice que “El huésped y el pez, a los tres días huelen”).
Confieso que con la edad me vuelvo más hogareño y más celoso de mi espacio. Eso sí, lo de teletrabajar supone un asalto a la paz; creo que en vez de teletrabajar desde casa, me hace más feliz teledescansar desde el trabajo.
O mejor aún, trabajar lo justo para poder vivir y disfrutar de lo que no da el trabajo: sosiego, familia, creatividad, ensoñación, asombro… Por eso ahora comprendo la fuerza y mensaje de aquél sencillo deseo de E.T. en la película de mi adolescencia: “Mi casa, mi casa…”
Sin embargo, no debemos perder de vista que el hogar no es un lugar, el hogar está donde están las personas que queremos, cuya presencia necesitamos…
Emotivo y acertado. El hogar no es siempre el techo que te cobija. Por eso , además de agradecidos con lo que la vida nos da, es buena esta reflexión que nos ayuda a entender que un sintecho es en realidad una persona sin hogar.
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