Reflexiones vigorizantes

Escogí un mal día para sentirme joven

Hay días que pasan y otros te sobrepasan. Ayer sábado me dispuse con mi nueva bicicleta a dar un paseo con mi hijo de trece años. Más que un paseo se trataba del reto de hacer ejercicio, divertirnos y sentirme en contacto con la naturaleza, alejado de pandemias, ordenadores y preocupaciones.

Era justamente el mediodía y el sol nos ayudaba, así que opté por marcar una ruta ambiciosa. Subida por la ladera del monte Naranco para después tener el placer de bajar (algo así como el ciclo de la vida).

Dejé que mi hijo me llevase la delantera. Todo el trayecto era una cuesta empinada. Tras diez minutos, sentía flaquear las piernas y me costaba respirar. Pero no quería detenerme a descansar y admitir que mi hijo me derrotaba (ya llegaría el momento para desmitificar a su padre). Le vi alejarse delante de mí, mientras yo resoplaba y la bicicleta parecía un caballo intentando sacudirse al jinete.

A golpe de pedal y jadeo, miraba de soslayo a los que bajaban sonrientes paseando e incluso fui sobrepasado por un joven que seguramente ignoraba que algún día también sería sobrepasado por otro más joven. Tres curvas más de ascenso y las miradas de los paseantes que bajaban era un cruce de sorpresa y lástima. Pero no quería dejarme vencer; tan solo lleva treinta minutos de ascenso, y mi hijo ya me esperaba y me preguntaba si quería parar. La vanidad me hizo farfullar un insensato “Sigue, tu padre no da un paso atrás ni para coger carrera”.

Doscientos metros más adelante, me sentía como el veterano marinero de la película “Danzad, danzad, malditos” (1969), que intenta ganar un maratón de baile a toda costa, pese a su edad y agotamiento. Y entonces, utilicé el viejo truco mental: me convencí para tragarme mi humillación; así que me dije que no tenía que demostrar nada y que debía descansar. Paré a un lado, arrojé literalmente la bicicleta al suelo, y resoplando me senté en un escalón de una casa abandonada, preso de inmensa debilidad. Noté que el corazón no parecía detener su aceleración, me faltaba aire y sentía náuseas. Mi hijo me informó que estaba pálido y le susurré que necesitaba descansar. Que me encontraba fatal. Me sentía en un carrusel vertiginoso y sin capacidad de bajarme, ni de pensar con claridad, pues bastante tenía con apagar ese mareo, sudor frío y deseos de paz.

Fueron momentos terribles. Para alguien que nunca ha estado hospitalizado, aquello era la antesala de una lipotimia, una indigestión, un ataque al corazón o algo similar. Nada bueno, porque si mi cabeza sufría como nunca era porque el cuerpo había experimentado algo nuevo. No me había contagiado ningún virus sino que estaba siendo víctima de mi propio virus de la imprudencia. No me importaba nada mi trabajo, mis terrenales victorias, mis tesoros domésticos… Estaba atrapado en el ámbar de un momento terrible. Entre punzadas, malestar y sudores, pensé fugazmente en que si me sucedía algo, le dejaría un trauma al pequeño y además que no había podido despedirme de mi mujer y otros hijos y decirles eso que nunca decimos pero sentimos.

Es curioso que no pensé nada en el trabajo, aunque ahora en la distancia supongo que un fatal desenlace generaría las consabidas opiniones de todo tipo: comprensivas (“No es extraño con tanta actividad”), egoístas (¡Una vacante!), maliciosas (“No le va tocar todo a los desgraciados”), ocurrentes (“Se ve que tras el primer intento fallido del virus, el segundo disparo ha acertado”), frívolas (¡No haber sido tan temerario a su edad!), sentidas (“Pues ya siento saber que no estará por ahí revoloteando con escritos y palabras”), o de profetas del día después (¡Se lo advertí!… hay que cuidarse), o nostálgicas («Le echaremos de menos»). Claro que siempre cuentas con esos amigos que no necesitan decir nada, porque te han dado mucho en vida.

En fin, lo cierto es que no pensé en ninguna luz de túnel ni lo que dejaba atrás profesionalmente, porque me temo que de hacerlo sentiría lo mismo que el director de periódicos Hearst cuando le preguntaron la razón de no irse de vacaciones: «Me temo que, si me voy, reinará el caos; todo será un desastre. Pero aún me daría más miedo descubrir, si me voy, que las cosas seguirán como si nada, lo que demostraría que realmente no se me necesita»

Quince minutos después, que fueron interminables y toda una lección de la teoría de la relatividad, comenzaron a disiparse las nubes, pero el malestar se mantenía. La náusea y la respiración agitada seguía, y ansiaba beberme todo el oxígeno del mundo.

Musité a mi hijo, que tiraba la toalla. Que bajaríamos ya. Logré subirme a la montura y según descendía, el aire fresco y diría gélido, me ayudó a despertarme y devolverme a la vida. No era capaz de tocar los frenos por un manifiesto aturdimiento y descendía a una velocidad de vértigo, pese a lo cual, fue tan larga la bajada que me demostró lo titánico de la subida.

Después el retorno calmoso y devolver las bicicletas a su guarida, y yo pensativo.

Una tarde de descanso y aquí estoy de nuevo, aunque no igual. He tenido ocasión de pensar en ello. Se me da la oportunidad de conocerme mejor, valorar más el tiempo libre y las cosas que merecen la pena. He aprendido lo que siempre avisa la sabiduría popular: Tonterías, las justas. O lo que nos enseña el Eclesiastés: “Hay un tiempo para cada cosa”, o sea, una edad para cada cosa.

Para salir de esta oscura reflexión, comentaré algo más divertido y absolutamente real. Cuando mi hijo mayor tenía 14 años me retó a una carrera de natación en una piscina enorme de un hotel en Canarias.

Yo ya le había observado y tenía voluntad, fuerza y coraje. Pero ya había agotado mis excusas en retos de días anteriores, así que aprovechando que había muy pocos bañistas a las once de la mañana, le dije que aceptaba el reto, indicándole que me apoyaría en la escalera de la piscina para impulsarme en la salida, y que la meta estaría al otro extremo. Mi otro hijo, quedó encargado desde la mitad del trayecto para bajar el brazo y dar la señal de salida.

Cuando dijo “¡Yaaaa!, Adrián salió como si le persiguiese un tiburón hacia la meta, pero yo salí rápidamente del agua por la escalera y corriendo por el suelo firme del lateral de la piscina llegue a la meta y me tiré al agua, para voltearme justo cuando Adrián me alcanzó y llegando el segundo. Su cara de sorpresa era un poema:

-.Te adelanté.- le dije.- pero nadaste muy bien, hijo.

-.No lo entiendo, papá. No te vi adelantarme—Me contestó, perplejo.- Por favor, dame la revancha, ahora, a volver.

-.Esperemos dos minutos para recobrar el resuello- acepté el reto.

Nos colocamos y mi hijo dijo otra vez la voz de salida. La historia se repitió por segunda vez. Y una tercera. Esta última se empleó tan a fondo que apenas llegué a tiempo. Le expliqué al verle cada vez más sorprendido:

-.Esta vez te adelanté buceando y por eso no me viste.

Adrián se quedó pensativo y yo como padre orgulloso de que todavía me tuviese admiración, aunque al precio de la trampa. Esperé hasta la hora del almuerzo para confesárselo. Fue realmente divertido. Todavía hoy, con sus 21 años lo recuerda (me vino bien para ilustrarle el sabio y conocido consejo que mi padre me decía a mí: «No te fíes ni de tu padre»).

Quizá lo que pasó el sábado en mi aventura de bicicleta es que no había un ascensor o teleférico, para adelantar a Álex, y mordí el polvo. Sí. Lo mejor de esas tristes aventuras es poder contarlas y aprender para el futuro de la experiencia. Se trata de envejecer más sabios y con más ganas de vivir.

Para terminar, sobre lo que fuimos y lo que somos, me viene a la mente la frase final del poema medieval citado por Umberto Eco en «El nombre de la rosa» y que dice:

STAT ROSA PRISTINA NOMINE, NOMINA NUDA TENEMUS

O sea, traducido: «De la rosa originaria, solo nos queda el nombre».

 

7 comentarios

  1. Querido Sevach,
    Aunque no me conoce, yo a usted sí, o al menos a toda esa parte personal que deja ver tras el recorrido de su pluma y que me encandila.

    Tuve una experiencia idéntica, con mis dos hijos, pero esta vez fue bajando por primera vez el Sella (y por última…). Crei que me moría, anclé la piragua encima de unas chinas en la parte baja del río y me tumbé en el suelo, sin aire, con el pecho en modo autónomo, la vista borrosa, vómitos…y solo pensaba en mis dos hijos y en que no se llevaran ese trauma que les acompañaría toda la vida.

    Le deseo toda la suerte del mundo en el «contencioso» que tiene con el CGPJ a cuenta de la arbitrariedad de éste en la selección del magistrado especialista con más méritos y que sin duda alguna es usted. Vi los vídeos, los CV… y solo puedo sentir decepción y miedo…

    Un abrazo.

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  2. ¡Cómo se te ocurre estrenarte con la bici subiendo el Naranco, con lo duro que es! Tenías que haber empezado p.e por la senda de Fuso, que es casi llana hasta Las Caldas. Para subir el Naranco hay que estar bien preparado. Te lo dice uno que se ve reflejado en tu historia.

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  3. Querido y admirado José Ramón. El gran Buñuel decía que la edad no importa a menos que seamos…un queso. El problema, si me lo permite, no está en la edad que tengamos. Está en que llegamos novatos a cada edad -etapa- de nuestra vida y en que cada edad -etapa- tiene su aprendizaje por el que, normalmente y por extrañas razones, no queremos pasar. En este, su caso, todo invita a pensar que el origen del susto viene motivado por una vida sedentaria y un reto demasiado ambicioso y precipitado. No, tanto, por una cuestión de edad. La falta de estimulación y de actividad física provoca una lógica pérdida de capacidades. Pero eso ocurre con 30, 40, 50 o 60 años.

    Por ello no pida milagros al gimnasta -también ciclista- que antes luchaba -con su fuerza física- contra caballos de arco y que ahora -décadas después- se enfrenta -con su fuerza mental- contra gente tramposa, taimada y peligrosa que esconde y disfraza su desvergüenza bajo el nombre de una -deslegitimada- institución. Pídale cabeza, tiempo y paciencia. Prepárelo poco a poco. Enséñele -de nuevo- hasta que aprenda a adaptarse físicamente a la nueva situación. Estimúlelo. Hágale que coja ritmo y fondo. Pero, no se resigne. Haga de la necesidad virtud.

    Su hijo le ganará. Pero, usted no perderá.

    Un fuerte abrazo

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