No soy un héroe. Como la inmensa mayoría busco eso que se llama zona de confort, o sea, mayor comodidad y libertad. Sin embargo, hay situaciones que me hacen saltar, en que me muevo de la foto, intervengo donde no me llaman o hago lo que otros consideran imprudente.
Me viene a la mente un suceso menor y festivo, con ocasión de una capea taurina en la dehesa de Rodasviejas (Salamanca). Por entonces, tenía yo unos treinta años y un grupo de amigos alquilamos una pequeña plaza de toros y elegimos una vaquilla para torearla. Primera y última vez, por cierto. Era una vaquilla pequeña pero cuando la ves delante de tí, parece inflarse y le crecen los cuernos, especialmente cuando jamás has tenido una capa en las manos y no sabes manejarla.
Cuando mi buen amigo Antonio Alonso salió al ruedo con la capa, la vaquilla le pilló a la primera embestida y se ensañó con él en el suelo; en esos segundos de tensión, por esos prontos que me dan, salté del burladero y me lancé sobre el novillo agarrándole por ambos cuernos desde un lado para que no siguiera golpeando a mi amigo. En ese instante la vaquilla dejó al caído e intentó zafarse del tonto que se había colgado de sus cuernos. Para ello empezó a sacudir la cabeza y a sacudirme a mí, como un colgajo molesto. Comenzamos a girar velozmente en redondo, vaquilla y pasajero arrastrado, mientras yo me agarraba con todas mis fuerzas porque sabía que si me soltaba, caería al suelo y la emprendería conmigo. No sé como funcionó mi piloto automático –instinto, supongo– pero me dije… ¡ahora o nunca! Me solté corriendo perseguido por la vaquilla, pero con las fuerzas de la desesperación dí un enorme salto que me puso a salvo tras el vallado con aparatosa caída, pero en lugar seguro.
Sé que es una anécdota festiva, que nos ha dado para muchas charlas y risas, pero la comparto porque me demostró la fuerza de la adrenalina y lo bien que sienta dar un paso adelante cuando algo importante está en juego.
Por eso, saliendo del ámbito lúdico, sigo siendo el mismo imprudente de aquél día, el que salta al ruedo para ayudar, y no suelo callarme ni dejar de actuar si algo serio está en juego. Muchos de mis amigos (en el sentido del «hermoso enemigo» del escritor Ralph Aldo Emerson, o sea, el que te discute y te dice la verdad aunque duela) me reprochan que me pronuncie sobre algunas cuestiones, que sea políticamente incorrecto, o que me entrometa cuando la prudencia debería aconsejarme estar callado o paralizado.
Sin embargo, creo que una de las frases más peligrosas del mundo es decirnos para conformarnos: “No es mi problema”, porque desde que conoces una situación es tu problema decidir si actuar o no, y sobre todo, vivir con lo que has decidido. Cuesta mucho ser coherente en la vida y mirarse al espejo, pues es más fácil engañar con nuestra apariencia a los demás que engañarnos a nosotros mismos.
Pero corren tiempos en que los problemas cercanos y lejanos crecen y no podemos escudarnos en la ignorancia ni acostumbrarnos ante la sinrazón, la tropelía, la maldad o la injusticia. No sé si es cosa de la edad, de los tiempos turbulentos, de la información descontrolada que nos inunda, o de que hay muchísimas personas que viven de decir ocurrencias, que son nocivas desde su cargo, o que perpetran daño con egoísmo, y que en definitiva, son realmente estúpidas, en el sentido ofrecido por el historiador Carlo M. Cipolla, de que perjudican a los demás sin obtener ningún beneficio. Permítanme que les recuerde las cinco leyes de la estupidez humana trazadas por este célebre ensayista:
Ley número 1: “Siempre, e inevitablemente, se subestima el número de estúpidos en circulación”.
Ley número 2: “La probabilidad de que determinada persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica”.
Ley número 3 : “Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio.Un estúpido es una persona que ocasiona pérdidas a otra persona o a un grupo sin que él se lleve nada o incluso salga perdiendo”.
Ley número 4: “Los no estúpidos siempre infravaloran el poder dañino de los estúpidos. En concreto, olvidan constantemente que en todos los momentos y lugares y bajo cualquier circunstancia tratar o asociarse con estúpidos siempre suele ser un error costoso”.
Ley número 5: La persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe.
El corolario de la ley dice así: El estúpido es más peligroso que el malvado.
Afirma el profesor que los estúpidos son un grupo no organizado más peligroso que la mafia, y además discreto pues todos nos creemos inteligentes, incautos e incluso malvados, pero es difícil que nos consideremos estúpidos. De ahí que uno de los retos más importantes que la vida nos ofrece es identificar a los estúpidos, no creer todo lo que dicen ni bendecir lo que hacen, y en consecuencia, reaccionar con valentía si la ocasión lo impone.
Por eso, por aquello de vivir con la conciencia, ya es tarde para que pueda cambiar. Como dice la canción «Cruzar los brazos» de mi paisano Víctor Manuel:
Que alguien piense que tú estás equivocado
Que les puedas parecer un bicho raro
Eso no es malo.»
No se trata de ser un enredador ni provocador, ni el capitán Trueno, sino de intervenir cuando algo realmente importante está en juego y siempre que tengamos clara nuestra posición. A veces hay que dar la cara aunque te la partan, como nos enseñó Luther King con este magnífico consejo, que todos deberíamos llevar en el ADN:
Llega un momento en que uno debe tomar una posición que no es segura, ni política, ni popular. Pero uno debe tomarla porque es la correcta».
Ignorancia (ni lo sé) e indiferencia (ni me importa) son en el fondo lo mismo. El problema es que los hechos oscuros de la vida (injusticias, abusos, desgracias, etc.) no dejan de existir porque se les ignore y la indiferencia, aunque silenciosa, les sirve de eficaz apoyo y garantiza su pacífico mantenimiento. Bastaría con que nos regaláramos unas pocas migajas de interés, implicación y compromiso para poder hacer un festín que acabara con toda el hambre de decencia y justicia que hay en el mundo. Pero tan mezquinos somos que ni sabemos cómo hacerlo (hemos perdido esa rutina y su manual de instrucciones), ni parecemos querer aprender (la superficialidad y la frivolidad son más fuertes que ese potencial deseo).
El limitado ropaje social que hoy se nos vende se compone de estupidez, banalidad, urgencia y ruido. Eso hace que quienes, como usted, se mojan, van en busca de preguntas y respuestas y no dejan de descansar el por qué (aunque para ello: tengan que ensuciarse -pisando charcos y quitando basura-; recibir tortazos -de gente no necesariamente lejana-; y venganzas taimadas -de falsos puntuadores que confunden a conciencia los cienes con los ceros-;) para seguir avanzando como sociedad y personas, se encuentren desnudos metafóricamente hablando. Pero, bendita desnudez, la suya, de necedad, tontería, acuciamiento y estridencia.
¿Qué haríamos sin esos «desnudos» vestidos de razón, humanidad, moralidad, reposo y dudas? ¿Cómo podríamos sobrevivir a la enfermedad de la estupidez, que aunque la tengan otros sufrimos los demás, sin los anticuerpos de su referencia y ejemplo?
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