Reflexiones vigorizantes

Coche nuevo, conductor viejo

He comprado un coche nuevo. Bueno, no es cierto del todo. Lo hemos comprado a medias (mi mujer y yo), y no es nuevo (un kilómetro “uno”). Un Mercedes clase A, 180. Así y todo me he quedado maravillado, no de que sea automático, sino de la cantidad de cachivaches que trae un automóvil, que es capaz de arrancar con un botón, aparcar solito, poner o quitar las luces según la necesidad, activar automáticamente el limpiaparabrisas según la humedad, hablarte una voz metálica para alertarte de algo tan importante como que llevas la guantera abierta, mostrarte una pantalla con la ruta, enjugarte el sudor del rostro (¡Ah, no! Esto no…), y otra serie de prestaciones que me plantean varias preguntas:

  • ¿Es realmente un coche o una silla electrónica?
  • ¿Soy yo quien conduce o es el coche el que me controla a mí?
  • ¿Es realmente un coche o un ascensor que se mueve horizontalmente?
  • ¿Tan torpe soy que la máquina tiene que hacerlo todo por mí?
  • ¿Dónde quedó la humana destreza de pisar los pedales, cambiar de marcha, manejar luces y ventanillas manualmente, etcétera?

No puedo menos de recordar mi primer vehículo. Me remontaré al año 1980, en que yo estaba estudiando derecho (lo de «estudiando» es lo políticamente correcto) y acababa de obtener mi flamante permiso de conducir un mes después de cumplir los dieciocho años de edad: un atolondrado a tiempo completo.

Mi padre me compró un Seat 600 pero como me advirtió literalmente: “Este coche es para que aprendas, y que puedas destrozarlo pero sin destrozarte tú ni a nadie, así que cuidado”.

El coche era una joya a mis ojos, aunque realmente era un Seat 600 blanco cuyo precio era elevado para lo que ofrecía; 8000 pesetas de antes, o sea, unos 50 euros de ahora. Ese coche jamás hubiera pasado la actual ITV ni la revisión de ningún mecánico serio; de hecho creo que sus condiciones eran las propias de un arma peligrosa en manos de un adolescente:

  • Matrícula de número largo (O-73.582, creo), con quince años de edad mal llevada.
  • Las puertas delanteras se abrían a favor del sentido de la marcha del coche, por lo que  eran conocidas como “puertas suicidio” o vulgarmente “mirabragas”.
  • Las ventanillas eran fijas: ni subían ni bajaban. Y como no había aire acondicionado, era un horno o nevera, según las circunstancias.
  • La palanca de marchas era portátil. Te la podías llevar en el bolsillo.
  • Por supuesto: ni radio, ni cabezales en los asientos, ni varias marchas en el parabrisas, aunque con cierre automático de puertas (que operaba cuando le dabas un buen portazo).
  • El techo presentaba un enorme agujero (siempre me pregunté cómo había sido posible aquélla fisura; descartado un meteorito, llegué a barajar que el anterior propietario quería hacerlo descapotable). Así que como yo era joven e imaginativo, y sin un duro, pues tapé el agujero colocando una pegatina enorme de un pato sonriente, que tenía la virtud de que cuando regresaba a casa, mi madre desde la ventana reconocía que llegaba su hijo.
  • Su autonomía sin echar humo el motor era de unos cincuenta kilómetros. Recuerdo un viaje de Oviedo a Llanes con parada en Infiesto porque la gente se asombraba de la extraña locomotora; también de otro viaje a Madrid -cumplía con el dicho mexicano: novia de lejos, novia de pendejos- que duró tanto como un carruaje del oeste de diligencia desde Abilene a Kansas City.
  • Cuesta arriba se calaba y cuesta abajo se embalaba, dando siempre emoción a los viajes.
  • Su tubo de escape era mi embajador, pues bastaba con reducir marcha para que petardease con estruendo y contaminase con humo negro.
  • Empujarlo era sencillo y liviano, lo que permitió en alguna ocasión aparcarlo literalmente «en volandas» o a empujones.
  • Eso sí, en Llanes, lo sometimos a una prueba de fuego de adolescentes que superó con creces: nos metimos dentro diez amigos ¡diez!) y el pequeño escarabajo lograba moverse lentamente entre piernas, brazos y gritos alborozados.
  • También era un todo-terreno: aguantaba ciudad y campo, soportó pedregales y playas, bordillos y baches no le inmutaban y para aparcar contaba con ese eficaz sensor que eran los duros parachoques.

Aquel amigo, porque mi Seiscientos era mi amigo, me hacía sentir un centauro cuando lo conducía, y me duró tan solo siete meses: un amigo que me acompañaba en el asiento del copiloto, al coger un bache, vio hundirse literalmente el suelo bajo sus pies cayendo la chapa oxidada sobre el asfalto, y tuve que deshacerme del pobre bicho.

En fin, ya traté como han cambiado los tiempos en cuanto a viajes y vehículos, pero ahora quería señalar la sana añoranza por lo sencillo, lo espontáneo, el esfuerzo personal de dirigir la propia vida, el valorar más lo poco que se tiene cuando no se tiene mucho, la aventura que suponía la natural incertidumbre, y sobre todo, la sensación de libertad que tenía con mi pequeño Seat Seiscientos. Por cierto, el Seat Seiscientos solía salir en mis tebeos de Mortadelo y Filemón, lo que no deja de situarme en unas coordenadas de una generación determinada.

En fin, me temo que coche nuevo no casa con conductor viejo, así que me temo, que dejaré el nuevo coche a mi mujer y yo volveré al seguro refugio de mi viejo Peugeot 407, con sus pedalitos y marchas al gusto del conductor, y esos adorables abollones que son la marca de mi casa.

3 comentarios

  1. Sr.Chaves, enhorabuena, ha adquirido un buen coche, ganando en seguridad y prestaciones .

    Lo del botón de arranque, el mío también lo tiene, así como apertura de puertas sin necesidad de abrir el bolso o buscar la llave, es un seguro ante posible necesidad de huida en caso de ser acosado por hordas de admiradoras, …. tal como yo ( probablemente) . Así que, enhorabuena!!! disfrute de sus paseos con su estimada familia ( esto último, dicho de corazón) . Buen día!!!

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  2. Yo tuve un 600 para empezar. Mis padres todavía lo conservan. Mi hermana tiene un Mercedes como el tuyo y me parece lo máximo. ¡Enhorabuena! Yo por ahora no puedo permitirme un coche, pero espero que lleguen tiempos mejores. Un saludo!

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