Ayer sometí mi viejo coche a la Inspección Técnica de Vehículos (ITV). Adorado vehículo con el que siento la comodidad y apego propio de las zapatillas viejas, del sillón de toda la vida o de esos libros gastados, que me acompañan. Quienes me quieren me insisten en que cambie de coche, pues ya alcanzó la mayoría de edad (18 años) pero me resisto como gato panza arriba.
No quiero un coche que me sustituya, que me haga prescindible. Nada de sensores, cámaras, láseres ni detectores de cosas que nunca me preocuparon. Soy de la generación de meter la llave para abrir el coche y girarla para que arranque, de usar el embrague, poner el limpiaparabrisas cuando hace falta, encender la radio o las luces cuando siento la necesidad y mirar por el retrovisor sin cámara trasera alguna, e incluso soy capaz de aparcar “al toque”.
Uso algo tan primitivo y humano como son los ojos, los dedos y las neuronas y no hay mejor dirección “asistida” que la que yo asisto. Además soy tan espartano que no necesito asientos con calefacción, ni llantas con ridículos arabescos, ni un asiento que se adapta en treinta variantes.
También me sobra lo de los tableros digitales con pantallas múltiples y lucecitas de feria, pues prefiero ir concentrado en el parabrisas delantero.
Y por supuesto, me niego a que una voz metálica me hable cuando menos lo espero, informándome de que voy rápido, que voy lento, que hay una gasolinera cerca, que los neumáticos o yo necesitamos aire…. Ni hablar, he aceptado que las ventanillas sean eléctricas (y no de manilla como mi primer seat 600), y también que los cinturones de seguridad se recojan solos, pero no quiero conversar con un artilugio inhumano.
Si viajo al espacio sideral ya admitiré todo tipo de tecnologías en la nave espacial, pero de momento soy viajero de cercanías.
Confesaré que tratándose de un coche viejo, un Peugeot 407, lo trato con cariño pues admite uso y abuso, sobrecargas, limpieza cuando toca, acarreos múltiples, ocurrencias de niños, mordisqueos de perro, semillero de residuos… Es muy parecido al barril del filosofo Diógenes. En definitiva, que el coche está a mi servicio y no yo al suyo, porque no me gusta convertir los objetos de utilización en “objetos de adoración”.
Además, mi coche cuenta con cicatrices y abollones que incrementan la familiaridad e incluso me permiten reconocerlo aparcado en la distancia. Además son un eficaz antirrobo pues nadie robaría un vehículo así de marcado. He llegado a un acuerdo íntimo con mi coche: yo cuido de él y el cuida de mí en la carretera.
Quizá un buen día mi coche pase a mejor vida cuando un modelo eléctrico y menos contaminante lo sustituya por imperativo legal. O quizá un mal día mi coche se rinda, pues así es la vida del jamelgo, que un día fallan sus órganos o se estrella con algo más fuerte, y entonces será hora de cambiarlo. No antes. Nadie pide un plato en un restaurante y cuando lo tiene a medias, lo tira y pide otro. Nadie cambiaría sus zapatos cómodos por otros que lleven incorporado bluetooth o un sensor de bordillos.
Todo ello sin olvidar que si tuviera un coche mejor equipado, más tecnológico y mas moderno, tendería a usarlo más y caminar menos, a perder más tiempo buscando garaje para no dejarlo en la vía pública, a sufrir más ante cualquier rasguño, y a cubrirlo a todo riesgo pues no me importarían los riesgos menores. Además, cuando mi vetusto coche se encuentra en la carretera flanqueado o rodeado de coches flamantes, tengo clarísimo quién es el primer actor de la obra.
Así que cuando insisten en la renovación, familiares y amigos, me apresuro a contraatacar diciendo que tengo un coche “vintage”. Hay que vivir con los tiempos… pero no con los que corren sino con los que sentimos como nuestros.
Eso sí, respeto el gusto ajeno y de hecho mi esposa tiene un coche avanzado, que ya comparé anteriormente con tono de humor con mi primer coche.
Me resisto al cambio, y me siento -salvando las patentes diferencias- como el indio Seattle de la tribu Suwamish en su célebre carta enviada al presidente de los Estados Unidos, Franklin Pierce, ante la oferta de compra de sus tierras:
Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestra manera de ser. Le da lo mismo un pedazo de tierra que el otro porque él es un extraño que llega en la noche a sacar de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermano sino su enemigo. Cuando la ha conquistado la abandona y sigue su camino.(…)Pero aún en vuestra hora final os sentiréis iluminados por la idea de que Dios os trajo a estas tierras y os dio el dominio sobre ellas y sobre el hombre de piel roja con algún propósito especial. Tal destino es un misterio para nosotros porque no comprendemos lo que será cuando los búfalos hayan sido exterminados, cuando los caballos salvajes hayan sido domados, cuando los recónditos rincones de los bosques exhalen el olor a muchos hombres y cuando la vista hacia las verdes colinas esté cerrada por un enjambre de alambres parlantes. ¿Dónde está el espeso bosque? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Así termina la vida y comienza la supervivencia…
Aquí está la famosa Carta al completo, que es de una enorme belleza y muy adecuada ante los convulsos tiempos actuales en que todo nos inquieta. Muy recomendable. Buen día para todos.
Pertenezco a ese peculiar espécimen de los que, en su particular imaginario mental, tienden a humanizar ciertos objetos. Hablo con ellos, siento con ellos, sufro por ellos. Y cuando el paso del tiempo los deteriora, los devalúa, los hace vulnerables y los convierte en prescindibles a los ojos de los demás, más se intensifica mi vínculo emocional y más crece mi agradecimiento y amistad. Tanto que acabo transformándome en una suerte de escolta o casco azul encargado de proteger su salud e integridad.
En el fondo personas y cosas no somos tan diferentes. De igual manera que el haber nacido no nos convierte necesariamente en humanos, el haber sido construido o fabricado tampoco lo impide. Ambos somos epicúreos y mundanos en los buenos tiempos y austeros y templados en los malos. Ambos descubrimos que con la primera mentira acaba la infancia y con la primera nostalgia empieza la vejez. Ambos acabamos teniendo esa sabiduría de la presbicia que obliga a alejarse para poder ver mejor. Y ambos, gracias a nuestra compañía y apoyo, intentamos estar a la altura de nuestras victorias y alegrías pero, sobre todo, de nuestros fracasos y desengaños. Definitivamente, la vida vista, vivida y sentida con ojos de PIXAR es mucho mejor. Más enriquecedora, más digna, más acompañada, más humana.
P.D. Mi mujer y yo tenemos un Hyundai de 25 lozanos años. O quizás sea él quién nos tenga a nosotros. Lo compramos (nos compró) cuando llegaron al mundo nuestras gemelas. Tiene menos kilómetros que un caracol pinchado. Pero, ¡cuánto tenemos que agradecerle! Es para nosotros un amigo y como tal procuramos tratarlo. Se pasa la vida a buen resguardo, cómodamente e hibernando. Y salvo por motivos bien fundados procuramos no molestarlo. Recientemente ha pasado la ITV. Y como cada año, cuando el inspector de turno indica que lo ponga a un número de revoluciones determinado, tengo que recordarle que es viejo y no dispone de cuentarrevoluciones, acelerar a ritmo de oído y escuchar al fondo las quejas furibundas del examinado: pero ¡qué culpa tengo yo de haber nacido sabiendo contarlas! Chist, le digo por lo bajini, que te va a oír.
https://youtu.be/y7udJKuHJhQ You’ve got a friend -de la maravillosa Carole King-.
Dedicado a los «amigos» de verdad (de coches y cosas convertidas en humanas) pero, sobre todo, al autor y a seguidores de este humanísimo y siempre vivo Blog.
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