Leyendo la apasionante biografía de Fouché (Stefan Zweig), el que fuera ministro de policía, en tiempos de Napoleón Bonaparte, pese a ser un intrigante, vitriólico, astuto y desleal, capaz de engañar a revolucionarios franceses, monárquicos y al mismísimo emperador me tropiezo con un fragmento llamativo que tiene lugar cuando el emperador conoce la deslealtad del ministro Talleyrand, un zorro plateado, que censuraba la invasión napoleónica de España por considerarlo una guerra innecesaria.
Escuchemos la descripción de la escena que nos hace Zweig y que nos traslada como testigos a la misma. No tiene desperdicio:
La escena, que ha sido narrada muchas veces, es una de las mejores del teatro de la Historia. Primero expresa el Emperador su descontento con frases generales, por la deslealtad de algunos durante su ausencia; pero luego, irritado por la fría indiferencia de Talleyrand, se dirige bruscamente a él, que, inmóvil, con actitud displicente, apoya el brazo sobre la cornisa de la chimenea. Y las frases, que sólo iban a ser burlescas, irónicas, se convierten repentinamente, ante los ojos de toda la corte, en un verdadero torrente de ira. El Emperador vierte sobre el hombre mayor en edad y experiencia las injurias más bajas: le llama ladrón, perjuro, renegado, mercenario; le dice que vendería por dinero a su propio padre; le echa la culpa del asesinato del Duque de Enghien y de la guerra de España. Ni una lavandera insultaría tan soezmente a su enemiga en pleno patio de vecindad como insulta Napoleón al Duque de Perigord, al veterano de la Revolución, al primer diplomático de Francia. Cuántas personas ven y escuchan la escena están anonadadas, molestas; comprenden que el Emperador está haciendo un mal papel, únicamente Talleyrand, que tiene piel de elefante para semejantes agresiones y de quien se cuenta que se durmió una vez leyendo un libelo contra él, no contrae el semblante, demasiado orgulloso para sentirse ofendido por tales injurias. Descargada la tormenta, sale silencioso, cojeando sobre el parquet brillante, y al pasar por la antesala deja caer una de esas pequeñas frases envenenadas que hieren mortalmente: «¡Qué lástima que un hombre tan grande esté tan mal educado!», dice tranquilamente mientras el criado le ayuda a ponerse el paleto.
Me maravilla la frialdad y elegancia de Talleyrand, que aguanta el chaparrón con frialdad y hace pasar al emperador, quien tenía la razón de su parte, por un pelele con rabieta.
Me llamó la atención la escena porque me transportó al pasado. Cuando tenía veinticuatro años y trabajaba como urbanista en un Ayuntamiento asturiano, el Alcalde nos llamó perentoriamente al secretario general y a mí para que le explicásemos un determinado expediente. El caso es que, sentados ambos frente al Alcalde, éste solicitó el expediente, que había extraviado el secretario general, así que vivamente indignado el alcalde comenzó a gritarle, insultarle y calificarle de “vago, ignorante y caradura”, añadiendo que “cobras por pasearte por el Ayuntamiento” y otras lindezas que hasta el pudor me obliga a callar. Aunque la reprimenda no iba conmigo, ni que decir tiene que dada mi juventud yo estaba horrorizado, esperando que el secretario general, hombre veterano y de gran elegancia y erudición, le replicase. Sin embargo, aguantó el chaparrón sin alterarse, sin bajar la cabeza ni dejar de mirar fijamente al ofensor. Con la dignidad de un monarca frente a un Robespierre crispado. Cuando agotó la bilis, el Alcaldenos dijo que podíamos irnos, pero antes advirtió al secretario general que no volviese a su presencia sin el expediente en la mano.
Cuando ambos regresábamos caminando pausada y pensativamente, en un recodo del pasillo el secretario general me detuvo y me dijo: «José Ramón, no se lo tomes en cuenta, es buena persona pero un completo maleducado. Yo puedo luchar y replicar contra la maldad pero no contra la ignorancia». Y añadió: « Por cierto ¿conoces la obra Locos Egregios, de Vallejo Nágera? Te la recomiendo porque sin querer comparar a nuestro tierno edil con Maquiavelo, Juana la Loca o Van Gogh, creo que tiene méritos para figurar en el apéndice de una segunda edición». Y ambos sonreímos.
Y acto seguido, me despidió sonriente hasta otro día, sin que jamás volviésemos a comentar el acto. Eso sí, no me quedo sin citar un encuentro posterior en que con ingeniosa habilidad el secretario general se vengó del Alcalde. Se trataba del almuerzo de los miembros de un tribunal calificador que presidía el Alcalde y de la que formábamos parte el secretario general y yo; en un momento el Alcalde tuvo un brote de ira hacia otro concejal, y el secretario general mirándome a mí con ternura dijo en voz alta para que lo oyese: «Tranquilo, José Ramón. Aunque grite nuestro Alcalde, ten presente que es un mendrugo». Se hizo un silencio y el Alcalde espetó: «¿Qué dices, queee?», y con suavidad le explicó: «Que eres un mendrugo, o sea, un pedazo de pan», y mostró sonriente un trozo de pan, mientras todos soltamos la carcajada, incluso el Alcalde.
Mucho me enseñó ese secretario general. Lo dicho sirva para exponer que perder los papeles supone perder la razón, y que jamás debemos abandonar la apariencia de dignidad que nos ofrece esa gran conquista de la civilización que es la educación. Las cosas más fuertes se pueden decir con elegancia y las defensas más eficaces se pueden decir con humor. Con la edad vamos aprendiendo lo rentable que es escuchar antes de juzgar, refrenar la lengua, aprender a decir «lo siento», usar el «por favor» y «gracias» sin tacañería, etcétera.
No te jactes de que la amistad te autoriza a decir cosas desagradables a tus íntimos. Cuanto más te relacionas con una persona, más necesarios se vuelven el tacto y la cortesía.
Oliver Wendell Holmes
No es fácil, y de hecho no siempre consigo dominar emociones, sentimientos y el ego irascible, pero lo intento. No hace falta ser budista para intentar ser mejor.
brutal. Filosofia en estado puro. Que se aparten los libros de autoayuda ante comentarios como este. Chaves es nuestro Zelenski de la Administracion Publica 👍🏻👍🏻
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Me pasó lo mismo cuando en mi primer trabajo, el concejal de Urbanismo nos pidió un expediente de muy malas formas y el histórico jefe de patrimonio me dijo «no te preocupes, éste es hoja caduca, nosotros hoja perenne y luego vendrá a pedirnos un favor». Dicho y hecho, y la lección que aprendí fue que le atendió con absoluta corrección. Al de unos años, yo también me convertí en hoja perenne, aunque en otra administración, e intento cada día prestar mis servicios con amabilidad, ternura, bondad y compasión como arma frente a la agresividad, malas formas y egoísmo de la sociedad actual. Merece la pena.
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