Semana Santa es tiempo de procesiones, aunque en esta ocasión, la procesión va por dentro. Lamentablemente, la semana pasada falleció una amiga íntima (más amiga que íntima) y esta misma semana se nos ha ido otra amiga (más íntima que amiga). En ambos casos, muertes desgarradoras, aunque el dolor se amortigua porque el contacto se había debilitado con el tiempo.
Efectivamente ambas relaciones fructificaron en los veranos de finales de la década de los ochenta (¡ya ha llovido!), propios de mi adolescencia (con resonancias de los evocados por la película de la época, Grease). Esa amistad remota, pero cálida y valiosa, quedó aletargada por la distancia de rumbos, con distintos lugares y distintas familias. Ahora, treinta años largos después me entero de sopetón de su viaje sin retorno. Antes de tiempo, sin duda, y lo que eran recuerdos apagados del pasado, se magnifican con su ausencia y adquieren un relieve inusitado, como si la muerte se compensase con la potenciación de los recuerdos que dejan en los vivos.
También nos obliga a plantearnos íntimamente el significado de la vida y la muerte.
Es cierto que ya tengo una edad en que todos vamos estando en la rampa de lanzamiento, aunque confío en que mi prototipo no esté listo hasta dentro de muchos años. También constato con amargura, que cada vez los tajos de la guadaña caen mas cerca, segando vidas de más personas de mi generación.
Sin embargo, como esa variable no puedo controlarla, al mejor estilo estoico, no la considero un problema que deba preocuparme. En cambio, a tiempo real lamento y me acongoja que esas dos personitas que ocuparon un lugar en mi vida, con mayor o menor protagonismo, que dejaron huella en francachelas, anécdotas, debates y complicidad, se hayan ido.
Me vienen a la mente los versos de una canción de mi compadre asturiano Víctor Manuel : “A dónde irán los besos que guardamos, que no damos, dónde se va ese abrazo si no llegas nunca a darlo”, y ello, porque ante los amigos que perdemos me pregunto “A dónde van los recuerdos compartidos cuando los protagonistas se van si nunca volvemos a verlos”.
En fin, quede mi recuerdo tierno y agradecido a mis dos amigas, Dolores y Carmen (“Carmela”). Tan admirables como inolvidables. Sois parte de mi historia personal y confío en que las restantes piezas de ese rompecabezas que somos cada persona, no se extravíen mientras la vida nos permita recordar, o sea, mientras seamos capaces de jugar con los recuerdos de tanta bondad, belleza y camaradería como demuestran los buenos amigos.
La muerte que afecta a seres queridos o que realmente apreciamos, nos transforma siempre. Nunca llega con las manos vacías, pues nos regala amargas lecciones pero endulzadas con la receta de vivir mejor, vivir cada momento y vivirlo sin angustiarnos por tonterías, pequeñeces y frivolidades.
Dejaré aquí, el poema que quizá más me ha impresionado de Gil de Biedma. Lo mostraré en este maravilloso video, recitado por Loquillo. Lo recomiendo vivamente. Darle la oportunidad a estos minutos impresionantes.
Querido José Ramón:
El misterio de la vida tan antiguo como el hombre; la religiones, la filosofía , la teología, llevan milenios dándonos explicaciones, pero la acogida del mensaje y de la respuestas al enigma del hombre el algo muy personal e íntimo. Nada tenemos que ver con nuestra llegada al mundo, ni con nuestra salida; eso es lo alucinante de la existencia. La vida es un regalo, podíamos simplemente no haber existido. Estos días en todo el mundo se celebra la muerte y resurrección de Cristo; acercarse al misterio de su vida y sus enseñanzas, siempre nuevas, no te quita el «respeto» al abismo que va entre la vida y la muerte, el puente al más allá, pero te proporcionan asideros para darle mayor sentido a la vida, y creer que en un mas allá presidido por el Amor y la Luz.
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Así es.
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El fallecimiento de personas queridas, esas que ayudaron a tatuar momentos especiales en el lienzo indeleble de nuestra memoria (sueños, emociones y logros; alegrías, infortunios y contrariedades; aventuras, aprendizajes y descubrimientos; etc.), provoca de forma inevitable el despeñamiento de nuestro yo por un precipicio de dolor, tristeza, desolación y desconsuelo.
Así, tras el violento empujón inicial y la subsiguiente caída al vacío resurgen en nuestras cabezas los fantasmas de la fragilidad, el absurdo y la limitación humanos. Y se arremolinan a nuestro alrededor los tenebrosos cuervos de la impotencia, el sinsentido y el miedo pegajoso del ¡ya nos va quedando menos! No, no podemos detener el tiempo ni volverlo hacia atrás para recuperar la existencia de aquellos que se fueron. Son pérdidas inevitables y huídas inapelables que llevan tras de sí el sueño eterno. Porque en el juego del vivir a veces sale cruz y gana la muerte.
Pero, qué es la vida sino la muerte…al revés. Es en estos luctuosos momentos cuando cobra pleno sentido el reconciliarnos con la vida y el convencernos del deber gozarla y exprimirla gota a gota hasta el final. Se trata de dar te quieros sinceros. De disfrutar sin dañar. De cultivarnos continuamente. De saber evolucionar. De buscar complicidades sanas. De amar, sufrir, reír y llorar. De perdonar de verdad. De tener horizontes propios y los cómos para llegar. De fomentar unión, solidaridad y amistad. De conciliar con uno mismo (con los tuyos y los demás). Y de obrar siempre, siempre, sin maldad.
P.D. La Humanidad es la inmortalidad del hombre mortal -Ludwig Borne-. aunque un tal Putin quiera acabar con ella (no nos olvidemos de Ucrania) y no parezca pensar igual.
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