La vida pasa, y a veces no sabemos qué es lo que pasa y lo que nos pasa. Leo una entrevista de hace tres décadas al escritor Jorge Luis Borges y me maravilla esta frase clarividente:
El hecho de que cuando uno llega a cierta edad ejecuta muchos actos por última vez. Ya era un hombre viejo y mirando la biblioteca pensé: cuántos libros hay aquí que he leído y no volveré a leer; y también la idea de que cuando uno se encuentra con una persona equivale a una despedida posible, ya que uno puede no verla más. Es decir que estamos diciéndoles adiós a las personas y a las cosas continuamente, y esto no lo sabemos.
Ciertísimo. ¡Cuánto más felices seríamos si considerásemos que es la última vez que vemos a esa persona, que visitamos ese lugar, que admiramos esa obra de arte!,¡Cuántos remordimientos hemos sentido de lo que podríamos haber hecho en el pasado y que ya no haremos, o de lo que podríamos haber dicho a quien ya no veremos!
Cuestión de perspectiva. Los humanos solemos tener una perspectiva deslizante y errada. Primero, de infantes y jóvenes, nos creemos eternos. Luego, nos creemos que sobreviviremos hasta los noventa, como poco. Y después que, con suerte, seremos los últimos del escalafón de los que se van de aquí, y que no irá con nosotros la decadencia física y psíquica. Además, abrigamos la idea de que ahorrar, atesorar, acumular y no compartir, es nuestro salvavidas.
Me temo que nos aguarda una cruel ironía, pues el espejo es implacable y la vida está plagada de cuchillas.
No soy ningún santo, ni un polluelo ingenuo, ni un visionario. Sin embargo, me esfuerzo por valorar cada momento, ver lo mejor de cada persona, y por ser más tolerante. Al fin y al cabo, cualquier cosa, por mucho que nos preocupe, será banalizada y tragada por el paso del tiempo. Como igualmente serán triturados por el olvido todas las cosas, méritos y oropel que cobijamos en trasteros, bibliotecas, armarios y joyeros. Incluso esos secretos y memoria de nuestros humanos errores, que todos tenemos, quedarán definitivamente enterrados. De niño me impresionó la rima LXXIII de Bécquer: “Dios mío, qué solos se quedan los muertos”. Pese a ello, muchos nos creemos faraones de Egipto, que nos llevaremos con el sarcófago, oro y perfumes, o como el primer emperador de China. Qin Shi Huang, con su ejército de 8.000 soldados de terracota.
Hace unos días hablaba con un amigo traumatólogo y me quejaba de dolor lumbar que me impide correr o estar en pie mucho tiempo, sin molestias y dolores. La solución que me dio, fue sencilla y coincide con la sabiduría milenaria: resignación. Añadí el viejo truco para consolarme: podía ser peor, y sufrir una lesión psíquica, un cáncer o una parálisis. O no llegar a fin de mes. O estar aparcado en una residencia contando los tiempos para tomar la medicación. Se confirma la gran sabiduría encerrada en la famosa frase: “Solo valoramos las cosas cuando no las tenemos, peor cuando las tenemos no las valoramos”.
Ese pensamiento se aviva a escala global en las circunstancias actuales. Lo que no entendíamos en tiempos de bonanza, consumismo, paz y expansión, lo vamos aprendiendo a golpe de calamidad. Primero, la pandemia; luego, la guerra; y posiblemente después veremos la carga amarga del calentamiento global. Por si fuera poco, las noticias son un escaparate de falta de ética de gobernantes, o de moral de ciudadanos cuando cometen barbaridades, o pruebas de egoísmo atroz, que muestran lo mas infamante y ruin del ser humano. Van cayendo mitos, valores e instituciones, y nos sentimos anacrónicos. Fuera de lugar. Peones del sueño de algún dios, o extras de una mala película.
En este peliagudo contexto, valoro muchísimo el contacto humano, la tertulia amistosa, el afecto de un mensaje o palabras cálidas; el encuentro sano, la risa y el sentimiento generoso; los recuerdos valiosos y los momentos felices; el valor de lo simple y lo pequeño; las personas que quieres y que te quieren… Me gustaría que el espíritu navideño durase todo el año, en todo el mundo. En paralelo, y por congruencia, evito perder el tiempo con trivialidades, con personas tóxicas y con lobos con piel de oveja, y escuchar majaderías. No es fácil deshojar la margarita de cada minuto que vivimos y decidir si lo aprovechamos o lo tiramos.
Sin embargo, no debemos despilfarrar el poder de decidir cómo, en qué y con quién pasamos el tiempo. Mientras la vela ilumine, aprovechemos a mirar y vivir con ansiedad lo que nos muestra, antes de que se apague.
Conforme pasa la vida y uno se hace mayor tiene la sensación de que su momento ha pasado, no entiende nada y el mundo ya no le pertenece. Bajo el cielo entristecido de ese momento, una lluvia inmisericorde de preguntas cae sobre nosotros convertidas en granizo. Qué pinto yo en este mundo de hoy tan diferente del mío. Cómo puedo encajarme en el mismo sin traicionar lo que soy y aquello en lo que creo. Y, sobre todo, cómo evitar convertirme en estación sin parada, en vía cortada o en casa deshabitada. La coyuntura actual, la incertidumbre global y el cambio imparable de época agravan esta impresión en quienes por edad –no por moda- peinan canas o sufren calvas.
Aclarar las sombras (que plantean las preguntas), vencer al silencio (que queda tras formularlas) y emprender el vuelo (subiéndonos a las respuesta correctas) no pasa de ser -en la mayoría de casos- un mero deseo. Pero no perdamos la calma. Si la oportunidad no toca, constrúyete la puerta. O, lo que es lo mismo, si no quieres quedarte varado, muévete y cambia. Porque la supervivencia es adaptación, el progreso es cambio y la vida es proceso y ciclo. Su verdadero sentido consiste en experimentar cada momento, adquirir conocimiento y sentir. En suma, en el acto de vivir en uno mismo. Y, aunque existan rincones inciertos, todo tiene sitio. Dejémonos de victimismos. La Historia nos enseña que nada de lo que ahora pasamos es peor que lo que antes otros sufrieron. Somos caminantes. De lo que se trata, aunque nos cueste más y avancemos menos, es de seguir haciendo camino al andar.
El fenómeno de la luminosidad y el color es milagroso en este mes de octubre. Los cielos y la luz están en transformación continua de texturas, tonos y nitideces. Los romanos lo llaman OTTOBRATA. En su origen eran fiestas, excursiones de fin de semana, en torno a puentes y puertas que lindaban con huertos y vides. Se hacían para solazarse, jugar (cucaña, petanca, columpios), comer (lechazo, ñoquis), beber (vino), cantar, bailar (saltarello), ligar (por supuesto) y ¡PONER A REMOJO LA MIRADA! en esos paisajes, cambios de tonos de luces y colores. Aprendamos de la magnífica Ottobrata: aunque pasa –cada año-, se queda -en nuestros ojos- y siempre vuelve -cada estación-. Descubramos y disfrutemos de nuestra particular Ottobrata en nuestro otoño vital.
P.D. https://youtu.be/Ckulz6XTXnw “Pasa la vida” de Pata Negra
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