Claves para ser feliz

Los secretos de una buena charla

Cuando alguien habla en público ofreciendo una conferencia o charla tiene mucha responsabilidad. Los asistentes le han demostrado la generosidad de acudir con legítimas expectativas, y durante el lapso temporal de impartición, el ponente o conferenciante es dueño de su tiempo.

Entre los doce y quince años (¡bendita edad!) fui monaguillo en la iglesia prerrománica de San Julián de los Prados (Oviedo), ayudando a los oficios religiosos, incluyendo bodas y funerales. No me movía la filantropía ni la religiosidad, sino que era mercenario para obtener una financiación modesta que, además, me permitió ser espontáneo protagonista de una versión moderna del Lazarillo de Tormes en situaciones curiosas, unas divertidas, otras tristes y la mayoría dignas de reflexión. Suelo comentar que las sesiones que en plena misa pasé sentado a la espalda del cura con mi tierna edad, hasta cuatro sesiones en el mismo domingo (o sábado) –pues no había convenio colectivo–, me ofrecieron un auténtico máster en meditación, o quizá levitación, porque mi alma abandonaba la sala al estilo de la película Ghost, y se iba a otros lugares mientras el cura hablaba y hablaba a feligreses que escuchaban o parecían escuchar.

Entonces descubrí el valor del tiempo. El tiempo de todos los que asistíamos, porque la amenidad se ponía a prueba cuando el sacerdote ofrecía el sermón. Ahí se diversificaba mi valoración personal. Había sacerdotes que confundían el sermón con un aburrido rosario. Otros decían lugares comunes y la mayoría se movían en el terreno de la abstracción, campando por las virtudes teologales, pero no faltaban los más arriesgados –hablamos de tiempos de transición democrática– que se metían en terrenos melodramáticos, hablaban de realidades e incluso de asuntos mediáticos. Sin duda, todos eran bienintencionados, pero no todos eran amenos, y lo que es más grave, no todos enseñaban algo digno de permanecer en la mente o en el corazón.

No me resisto a contar un episodio absolutamente real, allá por la década de los ochenta. Me encontraba de viaje en Madrid (en tiempos en que era una aventura viajar a la capital, y más aventura si tienes veinte años y no tienes dinero). Como era domingo, más por la inercia del pasado que por razones más nobles, acudí a una enorme iglesia circular. Estaba repleta y el sacerdote era un joven de acento iberoamericano, y con pelo demasiado largo para lo que se estilaba en la profesión, que hablaba de forma vigorosa y cálida. Cuando llegó el sermón, comenzó a comentar la necesidad de exteriorizar las opiniones, de ser sincero y valiente, y de no engañarse a sí mismo. Más o menos, transcribiré la escena que recuerdo vivamente:

«Porque ninguno somos perfectos. Nadie. –El cura hacía pausas estudiadas. –Por mucho que nos vistamos para asistir este domingo a la fiesta del Señor con nuestras mejores galas, intentando parecer limpios, bellos e impecables, por dentro puede que no seamos así. Al menos seamos sinceros con nosotros mismos». –Hizo un barrido con la mirada a los feligreses. –«Por favor, dejemos de mirar el reloj para acudir a tomar el vermú o la cañita, y disfrutemos de este espacio en que el Señor nos habla».

 Esta frase captó la atención. Continuó:

«No regaño a nadie. No soy quien para culpar a nadie. Soy la más humilde de las ovejas del señor, y aunque llevo sotana negra, no soy una oveja negra.- Nos hizo sonreír y continuó.- pero reconozco mis culpas, y les pido igual sinceridad. Veamos». –Alzó la voz–. «¿Quién de los presentes no ha mentido alguna vez a su jefe, a su pareja o a un amigo? Levanten la mano, los que lo hayan hecho alguna vez». (El propio sacerdote levantó el brazo y empezaron a levantarse lentamente los de la mayoría de los feligreses que estábamos allí, hasta casi parecer un concierto pop donde casi todo el público agitaba sus brazos.

Tras bajarlos, prosiguió su discurso:

«¿Quién no ha envidiado el coche, la casa o el éxito del vecino?, ¿o el de sus propios amigos, por mucho que diga que es sana envidia?. –Miró a los circundantes. –Levanten los brazos quienes han envidiado…»

 Se fueron levantando los brazos, hasta casi formar otro bosque enramado.

«¿Y quién no se ha enfadado con ira con el amigo, el familiar o un vecino, y pese a darse cuenta después de que no estaba justificada nuestra irritación, no hemos sido capaces de pedir perdón?»

Nuevamente, los asistentes visiblemente implicados levantamos los brazos. Rápidamente, siguió:

«¿Y quién no ha deseado a una mujer u hombre distinto de su cónyuge o pareja, pese a saber que no le gustaría que su pareja hiciese lo mismo?»

En este caso, los brazos se paralizaron. Salvo algún caso solitario (de patente longevidad, sordera, o de alguno que acudía sin pareja a la iglesia), los asistentes nos quedamos sonriendo y mirándonos de reojo unos a otros con bochorno.

El sacerdote levantó su propio brazo y dijo: “El que de vosotros sea inocente, que tire la primera piedra”.

El murmullo de admiración inundó el templo.

Pues bien, me encantó la actuación del ministro de la iglesia. Captó la atención, entretuvo y sobre todo, nos removió conciencias. No salimos igual de allí y de hecho, jamás he olvidado la escena. Ni el ejemplo de lo que es cautivar al público.

Tras pasar por la universidad y asistir a numerosas charlas, comprendí que frecuentemente se califica como sabia a la charla que no se entiende. O se confunde lo plúmbeo con lo valioso. Así que me propuse que, si conseguía superar el miedo escénico, cuando me tocase el papel de hablar en público, procuraría dotar de amenidad al acto.

Decía Ortega y Gasset que «la claridad era la cortesía del filósofo» y yo añadiría que la seducción es el deber del conferenciante.

No siempre lo consigo. He impartido cientos de charlas, de lo divino y de lo humano. Todos tenemos buenos y malos días. Temas que permiten lucimiento y temas que provocan agotamiento hasta en el ponente. Temas que admiten bromas y temas que solo permiten verdades. Charlas que deseamos que lleguen y charlas que deseamos que pasen. Charlas preparadas y charlas improvisadas. Buenos y malos resultados.

Pero también hay públicos muy distintos. Interesados y pasivos. Tolerantes y exigentes. Complacientes y críticos. Positivos y tóxicos. Recuerdo hace quince años que fui invitado a dar la charla de la fiesta del patrono del Colegio Loyola de Oviedo, pues yo había sido escolapio de la EGB durante catorce años, y se destinó para mi charla el gran templo habilitado al efecto. Estando yo subido en el púlpito dispuesto a iniciar la charla, fueron entrando legiones de niños y niñas para sentarse ordenadamente hasta llenar el templo. Había profesores jalonando los pasillos. En voz baja, le dije al prefecto que era estupendo que asistiesen tantos niños a mitad de la mañana. Su susurro me inquietó: «Les hemos quitado el recreo para que vengan a escucharle». Me quedé aterrorizado, pero más todavía cuando el prefecto me presentó y acabó diciendo antes de mi intervención: «Y como este señor es muy importante, cuando acabe, le aplaudís».

Llegados a este punto y al presente, como soy vanidoso (“El que esté sin pecado…”) debo reconocer que creo haber aportado algo en las dos charlas que tuve el lujo de ofrecer esta semana.

El pasado miércoles, tocó en Madrid, ofrecer una charla de cierre, titulada “De jurista a influencer” en el Legal Management Forum 2022 (conté con la ayuda de la brillante presentación de Gloria Serra), y al día siguiente, jueves, me correspondió impartir en Bilbao otra charla sobre “Las interferencias en el acierto en la responsabilidad sanitaria” en las II Jornadas Jurídica por la Palabra. En ambos casos, percibí la atención del público y el calor de la comprensión o su complicidad en lo que pretendía transmitirles. Grandes verdades con toques de humor. Los aplausos fueron muy gratificantes, pero más las palabras cariñosas y excesivas de los asistentes a su término.

Quizá los discrepantes o críticos con mi charla, que siempre los hay (el pluralismo y la libertad de pensamiento son valores irrenunciables), optaron por el discreto silencio o la indiferencia, pero personalmente me resultó muy reconfortante escuchar numerosas palabras agradables y felicitaciones, acompañadas de sonrisas y palmadas.

Por supuesto, ese contexto y proximidad de ponente con los asistentes, enriquecido con el contacto después de la charla, no lo sustituye ninguna tecnología ni pantalla de internet. El ronroneo placentero que me inundó en este «cuerpo a cuerpo intelectual» no lo podría comprar en Amazon ni Wallapop.

Estos resultados alimentan la autoestima, pero sobre todo, provocan unas gratificantes revoluciones hormonales que me hacen sentirte feliz e incluso, rejuvenecido. O como se dice ahora, en conexión con el universo. En este mundo banal, lo cultural y humano alimentan espiritualmente.

Así que aprovecho para dar mis más encendidas gracias a quienes asistieron y dedicaron su tiempo a escucharme. Con los tiempos que corren, conseguir que el público se evada de los problemas y coloque su mente en territorio de reflexiones, es algo valioso. Es cierto que me supuso una paliza de viaje agotador, con su tiempo previo de preparación y sacrificio personal y familiar, pero mereció la pena. Y para eso vivimos, para cosechar momentos en que podamos mirar por el retrovisor complacidos y decir: «Ha merecido la pena». Confesaré que ese es el epitafio que me gustaría: «Ha merecido la pena».

Por eso, cuando nos planteamos si asistir o no a una charla o conferencia, para decidir con criterio, es importante:

Primero, constatar que el conferenciante promete dedicación y pasión en lo que va a decir (credenciales, estilo, tono, precedentes, etcétera). Segundo, que el tema promete por su atractivo. Tercero, si asistimos, debemos apagar el móvil para evitar tentaciones (personalmente lo prohibiría durante las charlas, imponiendo el modo avión, como en los vuelos aéreos). Y cuarto, no menos importante, que la hora a la que se impartirá la charla, no sea la inmediata tras el almuerzo, pues si se une ese dato a la comodidad del asiento, un lugar estratégico puede proporcionarnos una plácida conferencia de un tal Morfeo.

2 comentarios

  1. Usar el término charla, y no el de conferencia, para definir lo que hace me parece más ajustado y correcto. Porque ese vocablo incluye dos sentidos (el de ponencia y disertación, por una parte; y el de coloquio y discusión, por otra;) que se complementan y unidos dan lugar a su estilo. Da igual «la forma» que utilice para expresarlos. Sea la oral -en foros públicos como invitado- sea la escrita -a través de sus Blogs-, ambas, de manera hermanada, simbolizan lo que es su idiosincrasia y giro.

    La simbiosis entre parlamento y soliloquio (no exento de socarronería y picardía) con plática y debate (abierto, variado -y, a veces, comprometido-) confiere fortaleza, rigor, variedad y cercanía a sus charlas. Ese bajar figurado del estrado o púlpito, sin despojarse de la toga o vestimenta litúrgica, para ponerse a la altura del público, hace que, sin perder auctoritas, convirtiéndose en uno más no deje de ser usted mismo. Porque lo serio y complicado en buenas manos puede llegar a ser comprensible, interesante y hasta divertido. El problema para nosotros, el resto, es que no somos capaces de verlo, ni hacerlo.

    P.D. Una buena forma de comenzar o terminar una exposición es hacerlo con una anécdota. Como la maldita guerra de Ucrania sigue, despediré este comentario con una anécdota histórica rusa (que dedico al siniestro Putin) y el deseo vehemente que el conflicto acabe pronto.

    Cuando Brezhnev accedió al cargo de Secretario General del Partido Comunista de la antigua URRS, Khrushchev (el de la Crisis de los misiles de Cuba disputada con Kennedy), su antecesor, le entregó dos cartas lacradas y le dijo: cuando te encuentres ante el primer problema verdaderamente grave y serio abre la primera carta. Si surgiera el segundo, y necesitaras ayuda, abre la segunda.
    Y así ocurrió, cuando Brezhnev se encontró ante el primer escollo recurrió a la primera carta, la abrió y leyó: «Écheme las culpas de todo».
    Y eso hizo. Culpó a su predecesor de todos los males del Estado. Sin embargo, al tiempo volvió a tener problemas irresolubles y hubo de recurrir a la segunda carta, la abrió y leyó: «Siéntese, y empiece a redactar dos cartas iguales…»

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