Claves para ser feliz

La cosa tiene miga

No sé si por el mandato bíblico de conseguir el “pan de cada día” o porque se ha convertido en un acto social, he ido a comprar el pan al supermercado y la sección de panadería parecía un Museo por aquello de las vitrinas, la estética y la variedad: pan de pueblo, pan gallego, pan de pasas, pan de maíz, pan bregado, pan de pita, baguette, chapata… Su visión hace difícil no sentirse culpable, como un potentado en una joyería de la Quinta Avenida de Nueva York, ajeno a tantísimas personas en el mundo que les falta el pan – «cualquier pan».

Para elegir hay que saber. Hay quien lo hace por la imagen, la del pan o la propia que hay que guardar; otros por el color, algunos seducidos por el olor, la mayoría me temo que por la forma, aunque también depende del estado de las prisas o lo que está a la altura de los ojos… Me decía la panadera que por alguna razón, los días de lluvia y tristes se venden más los panes blancos que los oscuros.

La materia base marca el gusto del consumidor: pan de trigo (clásico), pan de cebada (más insípido), pan de avena (más suave), pan de centeno (oscuro y nutritivo), pan de maíz (amarillento y dulzón), pan de soja (con sabor a salsa de ídem),etcétera… Incluso por exclusión de determinados cereales (trigo, cebada, centeno y avena) se habla de “pan sin gluten”, o sea, sin proteínas con posibles reacciones alérgicas y malestar grastrointestinal.

La técnica interesa pues va de los tradicional a la moderna, pasando por la artesanal y la de autor: al horno de leña, al robot mecánico, con fermentación natural y sin levaduras comerciales (masa madre), amasado manual o mecánico, amasado lento o rápido, cocción con mayor o menor temperatura y tiempo, etcétera.

Destacan los panes integrales, que cuenta con el grano íntegro, o sea, sin refinar la harina, lo que ayuda mucho en la digestión. También el pan, sin convertirse en bocadillo, puede contener otros productos incorporados en su proceso de elaboración, y permite hablar de pan con semillas, pan con nueces, pan de queso, etcétera.

Otra cosa es la técnica de consumo: partido a mano, a cuchillo, a mordisco, horadando en la miga, etcétera.

El tamaño y la forma importan, pues es lo que nos entra por los ojos: hay barras, barritas, panecillos, hogazas con sus redondeces, loncheadas, con agujero en el centro… El pan de molde también tiene formas según el molde empleado.

Al margen del doctorado que se precisa para poder elegir adecuadamente, hace falta mucho valor para resistirse a comprar el pan, tal y como se presenta, de forma tan seductora, limpia y natural. Me pregunto si no deberían estar en lugar poco visible, o con carteles de advertencia: “El consumo de pan puede afectar a su peso» (y a su salud e imagen, claro), «Genera adicción”, “No más de dos unidades por consumidor”, “El pan es para ayudar lo que ofrece el plato y no para sustituirlo”, «Mirar y no tocar», etcétera.

Me agrada que se faciliten bolsas de papel para el pan y guantes de plástico para que nadie lo manosee y evitar que el pan de pueblo pase a ser pan poblado de bacterias. Eso sí, siempre hay quien palpa cada pieza como ciego usando el braille, aplicando aquello de «yo busco lo mío y el que venga detrás, que arree».

Me llamó la atención que en un supermercado conocido se incluye una cortadora automática en rebanadas de pan, dispuesta para su manejo por el usuario, lo que evidentemente no me atreví por aquello de no rebanarme el brazo.

Es admirable que el pan, como los aparatos de espionaje que se autodestruyen, se degrada con el tiempo y se hace incomestible. Por eso no les hace falta fecha de caducidad. Ya se puede voltear el pan que nunca figura, porque el pan es tan listo que le basta con volverse duro o blandengue para que el consumidor entienda que ya está pasado. Curioso.

Por lo visto, en mi infancia y madurez lo que llamaba pan debía ser otra cosa esponjosa y con corteza, más próximo a la familia de los árboles que de las harinas.

Confieso que el pan me encanta. Entre mis primeros trabajos no remunerados de infancia se incluía ir a comprar el pan a un despacho donde las vecinas hacían cola, y todos pedíamos una barra de medio, de cuarto, una ración o mezcla de ellas. Yo era el pequeño niño de ojos grandes tras enormes gafas que miraba como la tendera las envolvía en papel de periódico o estraza y tras pagar con mi manita sin guantes, recibía el vuelto, y corría gozoso a mi casa, con mi barra bajo el brazo; alguna vez sucumbía a la tentación de usarla como espada para una lucha imaginaria pero se rompía y mi madre me daba una regañina real. Otras veces en el camino cortaba el currusco y lo paladeaba, pero mi madre no me regañaba ya que lo consideraba salario en especie por mis labores de porteo.

Después he asociado el pan con los bocadillos. Primero con los bocadillos del colegio, donde era tan poca la sustancia de su interior, que el pan parecía el féretro de un enanito. Las meriendas de infancia solían ser pan con chocolate (o sea, un trozo de pan y unas onzas de chocolate, por separado, que ya se intimarían en el estómago).

Con el tiempo, el pan ha cumplido una misión estelar en ese hermano menor del bocadillo tan castizo que llamamos “pincho”, convirtiéndome en devoto de ese maridaje de tortilla y pan, que es el “pincho de tortilla”, obra de arte donde las haya y alivio de estómagos hambrientos.

En mi vida, el pan se ha convertido en actor secundario pero imprescindible. Eso sí, el pan siempre sufre el efecto acordeón de mis dietas, cuyo consumo desciende levemente hasta volver a recobrar su lugar de honor. 

Me quedan en la memoria momentos tan sencillos como gloriosos como los de degustar un huevo frito y mojar con pan la yema amarilla. ¡Quién piensa en la nueva cocina! Quizá por esa infancia gozosa hoy día no sé comer sin pan, y no me corto solicitándolo educadamente en algunos restaurantes de nouvelle cuisine, donde el maitre te mira como si contemplase un esquimal preguntando si puede comerse un canario.

Debo aceptar que en algunas culturas y países el pan, como lo conocemos aquí, o no existe o no lo ofrecen acompañando las comidas. El otro día acudí a un restaurante japonés y el pan que me ofrecieron parecía un protector de dientes de boxeador. En las pizzerías no ofrecen el pan clásico por aquello de que no dañe la harina que abunda, aunque bien mirado una pizza es una especie de pan redondo y plano debidamente untado, al igual que las tortitas mexicanas son panes aplastados.

El otro día acudí a un restaurante japonés y el pan parecía un protector de dientes de boxeador. En las pizzerías no ofrecen el pan clásico por aquello de que no dañe la harina que abunda, aunque bien mirado una pizza es una especie de pan redondo y plano debidamente untado, al igual que las tortitas mexicanas son panes aplastados. En los restaurantes chinos mejor no pedir pan ni pedir nada que les obligue a improvisar. Y en los restaurantes griegos si pide pan, se lo cobrarán aparte, igual que por las servilletas y si se descuida, por el número de sillas que usa.

Nunca olvidaré mi viaje de juventud con dos amigos a Marruecos; era tan grande el hambre y tan pequeños los fondos disponibles, que tomábamos bocadillos de patatas fritas, que por cierto, resultaban deliciosos, e incluso sin patatas fritas. Recordaba al pícaro del Guzmán de Alfarache (Mateo Alemán, S.XVII) que paladeaba hambriento el pan con castellano antiguo pero expresivo: «

En el pan me detuve algo más. Comílo a pausas, porque siendo muy malo, fue forzoso llevarlo de espacio, dando lugar unos bocados a otros que bajasen al estómago por su orden. Comencélo por las cortezas y acabélo en el migajón, que estaba hecho engrudo; mas tal cual, no le perdoné letra ni les hice a las hormigas migaja de cortesía más que si fuera poco y bueno. Así acontece si se juntan buenos comedores en un plato de fruta, que picando primero en la más madura, se comen después la verde, sin dejar memoria de lo que allí estuvo. Entonces comí, como dicen, a rempujones media hogaza y, si fuera razonable y hubiera de hartar a mis ojos, no hiciera mi agosto con una entera de tres libras.

No hay como la escasez para valorar las cosas, ni como el hambre para apreciar lo que realmente importa en la vida. ¡Cuántos, al estilo de Ricardo III cambiando su reino por un caballo, entregarían su móvil por un pedazo de pan si el hambre les atenazase!

En fin, al pan pan, y otro día hablaremos del vino, que de la tortilla de patata ya me ocupé…. y paladeé.

2 comentarios

  1. Desde que venimos al mundo dos alimentos eternos y universales confirman que todos somos iguales. Uno es la leche materna. El otro es el pan, que la sustituye cuando -por razones naturales u obligadas- aquélla desaparece. Quizás sea por ello que en esta cárcel de aire que es la vida -en palabras de Dulce María Loynaz- a nadie se le puede negar un pedazo de pan. Porque mientras la vigilancia que sufre nuestra libertad, aunque la devalúe, sea asumible y necesaria para poder vivir en sociedad. Un estómago sin pan es una mecha encendida y contagiosa de conflicto, tumulto colectivo y lucha social.

    Siendo el hombre un «animal con palabras», si naciéramos cada día y hubiera que escoger -de entre todas- cuatro, para usarlas y aplicarlas a diario en aras de hacer la vida mejor, una sería la palabra pan (de comer, de amar, de compartir). Las otras serían gracias, perdón y por favor. Si, a pesar de ello, alguien manifestara, por malhadado motivo, que no quiere vivir, le haría leer y reflexionar sobre el breve poema «Cuando tengas ganas de morirte» -abajo reproducido- del gran poeta mexicano Jaime Sabines.

    Esconde la cabeza bajo la almohada
    y cuenta cuatro mil borregos.
    Quédate dos días sin comer
    y verás qué hermosa es la vida:
    carne, frijoles, pan.
    Quédate sin mujer: verás.
    Cuando tengas ganas de morirte
    no alborotes tanto: muérete
    y ya.

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