He viajado a Madrid con todo su esplendor, grandeza y vida, pero también me he percatado de su miseria, entre otras cosas, en el día de ayer al asistir durante un viaje en el metro suburbano a una doble escena sucesiva y estremecedora.
Primero, un varón marginal, desaseado, barba desaliñada y despeinado, con cicatrices y jirones en el jersey, subió al vagón y con una extraña voz gutural y monótona nos conminó a los viajeros a que le ayudásemos con dinero, porque había salido de la cárcel y no quería robar, repitiendo la cantinela varias veces con distintas palabras. Todos los viajeros nos quedamos paralizados, en silencio, como quien advierte en medio de la espesura algún peligro próximo. Acabado su discurso y tambaleándose con mano tendida hacia todos y cada uno de los que íbamos en el vagón, no obtuvo nada y salió gritando y maldiciendo su vida, la nuestra y la de la humanidad. Por si fuera poco, el silencio del vagón fue roto por la palabrería de un joven con porte de skinhead que maldecía al sujeto.
Todavía impactados por la escena, llegó el relevo. En este caso dos chicas jóvenes de edad pero viejas de la vida, desdentadas, huesudas y macilentas, con otro joven de la misma tribu o pelaje, arrastraban una enorme caja de cartón repleta de objetos inverosímiles; hablaban a gritos como si fueran los dueños del vagón y el hedor era insoportable.
Optamos, como otras personas, por salirnos en la próxima parada y subir al vagón inmediato.
Confieso que me impactaron ambas escenas. Quizá soy un provinciano y no un madrileño acostumbrado a estas visiones. Afuera del metro aguardaba un Madrid de restaurantes, espectáculos y bullicio, y allí adentro unos seres humanos maltratados por la vida y en pésimas condiciones.
Lo más terrible es que los demás viajeros, el común de los ciudadanos, no tenemos la solución. Nos queda una terrible incomodidad. Un aguijoneo de conciencia, planteándonos si tenemos derecho a reír, almorzar y pasear tranquilos con ese polvorín social, pues me temo que esos dos casos son una muestra de lo que existe en barrios y en las calles de la gran ciudad. O en las pequeñas ciudades, también, pero no lo vemos.
Es cierto que calmé mi conciencia recurriendo a los viejos trucos dialécticos. Que ya existen servicios sociales que dan comida y alojamiento si el interno guarda orden, respeto y no toma drogas o alcohol. Que ya colaboramos cada uno con nuestros impuestos o donaciones a entes sin ánimo de lucro o la iglesia para que atiendan estos casos. Que hay quienes viven mucho mejor que nosotros y debían ser quienes más atajasen el problema. Que quizá están en esa situación como penitencia por su mala vida. En fin, la sociedad actual tiene su cliché y trucos para aletargar la conciencia. Y yo el primero.
Debo confesar que lo que me llevó a insensibilizarme, tanto para mantener mis manos pegadas en los bolsillos cuando pedía el primer marginado, como para ausentarme de aquellos jóvenes, fue su actitud. Me molestó su actitud gratuitamente grosera. Su condición marginal nada tiene que ver con su actitud y modo de comportarse hacia la gente. No se trata de humillarse sino sencillamente de que ofrezcan lo único que no les hubiera costado ofrecernos a los pasajeros: tratar con un mínimo respeto a los demás viajeros y al servicio público. No les ayuda vociferar, insultar, empujar, sembrar pestilencia, ser grosero, hostigar… son actitudes que no aproximan, que no despiertan el sentimiento de solidaridad. No cuesta ni un céntimo ser mínimamente cortés. Y no se diga que tienen problemas mentales, que no lo negaría, porque creo que quien es capaz de deambular, pedir y moverse con arrogancia, y gastar o obtenido, es también capaz de no mostrarse grosero ni guarro ante los demás.
Podrá decirse que es mucho pedirles en su situación. Y que no soy quien para pedir esa actitud. Sé que no han elegido esa situación y no les demonizo ni condeno, pero nadie puede obligarme a otra conducta. Lo siento, pero ese es mi criterio personal y no quiero ser tan hipócrita de decir que les ayudé o debería haberles ayudado en el vagón (¿lo hubiera hecho usted ante ese panorama?) De hecho, me resulta dificilísimo -por no decir imposible- pasar por delante de cualquier mendigo, con mano, con cartón, hablando con cortesía o callado (siempre que no sea agresivo o grosero), sin darle una moneda (o sin dársela a mis hijos para que no solo ayuden sino que reciban una lección de la dureza de la vida).
Así y todo, debo decir que esa noche no fue fácil dormir. No es fácil explicarse el triunfalismo de un mundo tecnológicamente avanzado, donde el capricho, la moda y el aturdimiento placentero son la tónica de la vida; donde la televisión, internet y los centros comerciales nos venden mundos de consumo, mientras coexiste con un embolsamiento discreto pero muy grave de estas situaciones marginales.
Recordé la frase de alguien que decía que la autenticidad es garantizar que la mente, el corazón y la cartera guardan armonía. Y me temo que no somos muy auténticos. Yo no lo soy.
Yo tampoco lo soy…
Es difícil encontrar el equilibrio entre lo que ves, lo que sientes y lo que te rodea…
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Doy fe de esos mismos sentimientos qUe tuve las mismas sensaciones cuando viaje a Madrid en verano. Está todo muy degradado y el tejido social está pudriéndose cada vez más. La vida es muy dura, durisima, ahí está el ejemplo.
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El comentario que nos hace es de un gran calado moral, ético y desde luego religioso. Leí con atención el artículo y sobre todo el párrafo en el que se dice que «Podrá decirse que es mucho pedirles en su situación …
Desde luego mi comportamiento hubiera sido el mismo, pero me queda la duda de si esos sujetos que a la postre son unos damnificados de la sociedad (aunque alguno pudiera merecerlo) sabrán o conocerán otros comportamientos distintos cuando no son atendidas sus peticiones.
Es un verdadero drama social que tenemos aquí mismo junto a nosotros. Y mientras tanto quien detenta el poder derrocha recursos de forma inmisericorde.
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¡Puñetas con los periféricos!. Dirán los capitalinos. Su mirada sencilla y natural sobre la vida es capaz de hacernos ver, como ninguna otra, la perplejidad, el temor y el descontento que producen ciertas aberraciones asumidas como normales en nuestra vivencia cotidiana.
Y no. No es que la reacción adoptada, de silente quietud -ante la zafia y amenazante exigencia de dinero- y de partida prudente -ante la creciente sensación de irritación, peligro y desasosiego-, suponga indiferencia o falta de humanidad alguna hacia los mendigantes invasores. No, por supuesto que no. Es que sin el previo valor del respeto no podemos diferenciar si enfrente tenemos una persona o una bestia. Es que no se trata de tensar las cuerdas del corazón de nadie para que se sienta culpable y haga a nuestro favor lo que sea. Y es que la escuela de la vida nos enseña que, en estos casos, lo más inteligente es eludir el conflicto y reservar nuestra capacidad, palabra y saber para mejor momento y lugar.
Si de lo que se trata es de dar, querido y multipremiado José Ramón, usted regala todo aquello que puede dar a los miles de -agradecidísimos- pedigueños que pululamos por sus blogs. El resto, el de los vagones de metro de su historia, son responsabilidad de otros negociados y de ellos mismos. El problema es que no la asumen y sin responsabilidad individual no tienen -o no quieren tener- conciencia, ni juicio.
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¡ que lúcido análisis!
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