Reflexiones vigorizantes

La felicidad de ser surfero por la red

He pecado. Me he comprado otro ordenador. Le he dado un mal pago a mi vieja computadora. Como quien se deshace de un perrillo doméstico por viejo y desdentado, lo he abandonado a su suerte.  He pasado con él más horas que con mi familia, más horas que conmigo mismo, y más horas de las que son recomendables para la salud mental de un terrícola, y sin embargo lo he jubilado despiadadamente.

 Además, le he practicado una lobotomía pues le he quitado toda la memoria de datos y archivos y  la he traspasado al nuevo. Se ha quedado mudo y paralizado, así que irá a parar al trastero convertido en mausoleo de mis cachivaches inútiles.

 Lo curioso es que la historia se ha repetido con sus cinco predecesores, y posiblemente este nuevo ordenador (IMAC 27 pulgadas) sea en pocos años desplazado por otro más avanzado, si es que antes de esa fecha no soy yo el que queda obsoleto.

 También me ha brindado la posibilidad de reflexionar sobre lo distintas que son las ilusiones de la infancia y de adulto. Cuando era pequeño, por la precariedad de la época, todo me hacía ilusión. De hecho acompañé hace tres días a mi hijo para comprarle su regalo por sus trece años cumplidos, que era un Skateboard, o sea un monopatín de madera. Mi sorpresa fue mayúscula en la tienda y creo que merece la pena compartir la anécdota.

 Nos atendió un adolescente con pinta de graffitero corto de fondos y largo de pelo, pero muy amable, y que se presentó como técnico en monopatines (?).

 Asistí después a un cruce de preguntas y respuestas con mi hijo sobre el tipo de monopatín, con una jerga que resultaba arameo para mis oídos. Parece ser que hay monopatines de madera, fibra de carbono, fibra de vidrio y de caucho. No sé la diferencia de funcionalidad, pero la de precio era considerable. Eso sí, me entero que las tablas son de capas finas para absorber el impacto de los golpes. ¡Cómo podía vivir sin estar al corriente de ello!

Acudimos a la planta superior de la tienda donde nos aguardaba un templo. Infinidad de vitrinas con tipos de ruedas, de diversa anchura y materiales. Unas para subir, otras para bajar, otras para saltar. En otra aguardaban herramientas para cambiar las ruedas o pulimentar la tabla. Mas allá estaba la ropa adecuada para ir en monopatín, de igual modo que para ir al espacio se precisa un traje de astronauta. Además, infinidad de gorras y sudaderas (casco, ninguno -curioso). Por lo menos no parecía que para pilotar monopatines fuesen obligatorios los tatuajes o los piercing, así que me alegró evitar un frente de discusión con mi hijo.  

Este se limitó a elegir la tabla con unos dibujos de colorines de una vaca irrespetuosa – eso parecía, y no quise indagar más en el mensaje- así como las ruedas (más por el color que por el grosor).

 Después llegó la conversación al tema que siempre me toca atender con diligencia y sin rechistar: el precio. ¡150 euros!

Le comenté al técnico que no queríamos un monopatín eléctrico ni con ala delta, sino sencillo, pero esbozó una sonrisa para anunciarme un descuento, lo que me hizo sonreír a mi vez.

 Mientras lo armaba (porque hay que colocar las ruedas al bicho) le pregunté al técnico si por un casual era capaz de adivinar que marca era la de mi monopatín de mis años de infancia. Tras mirarme de arriba abajo para evaluar mi edad (mientras yo metía la barriga y forzaba aparentar juventud) me dijo varios nombres en inglés de supuestos patines vetustos, que se suponía debía reconocer.

– No. Le dije. No has acertado.- Me tocaba sonreír- Cuando yo era niño la marca de mi monopatín era:  “tabla de madera vieja con rodamientos clavados con martillo y clavos”. Y no tenía marca porque era artesanal y única. También se autodestruía con el uso, pero lo pasábamos en grande.

   Así que ya fuera de la tienda, le comenté a mi hijo que yo mismo me iba a comprar un monopatín y ser de esa tribu urbana. Su rostro horrorizado volvió a la calma al percatarse de que bromeaba. Así que, conseguida su meta, con su flequillo que le tapa un ojo (aunque insiste en que ve igual)- igual que un pirata tuerto, creo- se fue de estampida feliz con su tabla al parque donde le aguardan sus amigos con otros monopatines.

  Al menos me alegra que mi hijo no esté pegado al ordenador y opte por deportes al aire libre con ejercicio físico: Un skater. Y por eso, yo voy en sentido inverso, así que me he comprado otro ordenador: soy un ordenater ( y aunque soy asturiano no es ser «ordeñador» sino aficionado a los ordenadores).

 Lo triste es que realmente, realmente, yo no necesitaba un nuevo ordenador. Pero mucho más triste es que realmente, realmente, no es para divertirme pues se trata de una herramienta de trabajo. Se ve que ser adulto es no saber disfrutar.

Eso sí, sacándolo de la caja, sentir tan flamante ingenio bajo mis dedos, colocar cables y mirarlo embobado, estoy seguro que me hace sentir mas joven y feliz. Y eso es de agradecer en tiempos tan convulsos en que todo empuja en  hacerme sentir en la dirección contraria.

Eso sí, parece que los skaters comparten su código de honor con los ordenaters y que consiste en que «nadie ser ríe cuando se está aprendiendo o no sabe hacer algo bien». Además los skaters son «surferos» de la calle, y los ordenaters somo «surferos» por internet. El caso es navegar y no perder el equilibrio con lo que se hace. 

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