Acabo de aparcar el coche en el garaje y he comprobado que tengo tres bicicletas amontonadas y encadenadas. En otro trastero guardo dos más, y en un garaje familiar cuatro bicicletas viejas. Por si fuera poco, en el pueblo bañezano me esperan otras ocho. Total, 17 bicicletas, lo que puede comprenderse al tratarse de familia numerosa, al contarse la residencia de verano e invierno, y sobre todo por el afán de no tirar nada “por si acaso”.
Además se van acumulando las bicicletas que amablemente te regalan los amigos cuando sus hijos crecen para los tuyos “por si acaso”.
Pensando sobre este “síndrome de Diógenes ciclista” puedo afirmar que sería falso decir que en mi infancia tuve una sola bicicleta. No. Lo correcto sería decir que tuve una sola bicicleta en la infancia, en la adolescencia y en la madurez. Aunque tampoco sería correcto, porque esa bicicleta era compartida con mi hermano.
O sea, que se merece un recuerdo mi media bicicleta, quizá como la disfrutaron tantos de mi generación. Síganme en mi paseo al pasado, por favor…
Se trataba de una BH, nada menos (ahora gracias a la wikipedia me entero que correspondía a Beístegui Hermanos). Verde (no como ahora que son metalizadas y de más colorines que la paleta de Picasso), mixta (utilizable para ambos sexos) y toma ya… ¡plegable! (aunque curiosamente jamás lo comprobé).
Era lo que se calificaba una bicicleta de paseo, y si yo la estrené con seis años, mis padres me avisaron que la bicicleta se había comprado grande, como la ropa, para que me sirviese cuando creciese.
Esa bicicleta era el mejor amigo del niño (entonces ni soñar con un perrito, que ya los había sueltos por el barrio, y además era curioso que aunque cambiaban, todos se llamaban Perla, Moro y Toby).
Recuerdo esos felices momentos de pedaleo sin rumbo, y en el primer año sin alcanzar el sillín, de manera que si me sentaba, para frenar tenía que lanzarme a posar los pies para no caerme.
Tanto tiempo con ella garantizaba el dominio total, como un centauro de hierro, y con mayor mérito porque el único casco era el cráneo. Y por añadidura, pese a su único sillín, no me pregunten como pero conseguíamos ir dos pasajeros en el mismo o alternando quien pedaleaba de pie y quien era porteado.
Creo que mi BH fue mi primera novia porque la adoraba y no fallaba. Y si me caía no se debía a ella, sino a mis arriesgadas correrías, por no decir temerarias.
Lo curioso es que esa bicicleta me acompañó, me porteó, me solucionó casos de urgencia y me brindó miles de aventuras. Aprendí a mantener el equilibrio. Aprendí a caerme y a levantarme (y a curarme las heridas sin otra venda que el aire puro y cuidado que seguir pedaleando). Aprendí a mirar de reojo a las chicas desde mi montura de Llanero solitario. Aprendí a ir de excursión con los camaradas de mi edad (con un bocadillo en la mano y la otra en el manillar, o sin manos, también). Aprendí a reparar un pinchazo con un parche y a andar sin un freno roto, e incluso sin los dos. También a conducir sin luces (sin luces la bici y sin luces el conductor).
Y aguantó mi BH hasta ya mayorcito, pues recuerdo que la utilizaba durante y tras terminar la carrera universitaria para ir desde un pueblecito llanisco (Poo de Llanes) a buscar leche recién ordeñada a Llanes, trayecto de cuatro kilómetros que se hacía en la ida con soltura pero la vuelta con una cántara de lácteos era una aventura que desafiaba las leyes de la física (la velocidad de la bici, la oscilación de la cántara y el equilibrio precario al girar).
Al final como sucede en el mundo de los humanos, mi leal BH recibió por pago la ingratitud pues fue sustituida por una motocicleta y pasó a ese trastero del que nunca salió hasta que fue regalada a un desalmado que solo la quería por su esqueleto de chatarra.
Lo cierto es que mi bicicleta vivió treinta y tres años, como Alejandro Magno y Jesucristo, repleta de parches las ruedas y el cuadro plagado de roturas y rayonazos y oxidación. Comparando mi fiel montura con cualquiera de las bicicletas actuales de mis hijos, aquella equivalía en el estado evolutivo al hombre primitivo (además un cromagnon bien próximo a la rama simiesca).
Mi bici no tenía timbre de colorines (un enorme timbre metálico con ruido de teléfono antiguo… pero avisaba… ¡ya lo creo!).
No tenía “pata de cabra” (se posaba en la pared o se tumbaba a la bartola).
No tenía cuentakilómetros (ya me avisaban mis jadeos cuando llegaba lejos).
No tenía más soporte de móvil que el sillín que me soportaba cuando me movía.
Lo de cubiertas acolchadas con gel ni se soñaban (donde esté el callo en el trasero que se quiten lindezas).
Alforjas para portear tampoco (una buena bolsa de plástico colgada del manillar daba mucho juego).
Tampoco tenía cambio de piñón ni de catalina (solo cambiaba de color con la suciedad).
La bomba para la bicicleta era la gasolinera mas próxima.
Las llaves allen ni estaban ni se las esperaba.
Lo de los guantes, culotes y maillots solo se veían en la tele.
Eso sí, tenía candado de combinación (se “combinaba” un candado de hierro con una cadena ferruginosa).
Por eso, cuando miro las bicicletas de mis hijos amontonadas (y sin hablar de los patinetes) me maravillo de que yo era inmensamente feliz con tan poco, pero me inquieta y me pregunto si ellos serán felices con tanto.
Así que pensando en ello, y de paso provocar una sonrisa de los lectores, les filmé a mis pequeñuelos este video de tan solo 45 segundos donde se ve la tendencia de la infancia de hoy día.
En fin, como ya comenté, ni debemos quedarnos anclados en el pasado ni pensando en el futuro. ¡¡Buen fin de semana!!
Qué recuerdos de infancia. Yo tuve una Torrot verde también, con la que me hice mi primera herida que requirió sutura al clavarme la maneta del freno en una pierna. Porteaba a mi hermano en un juego en el que el porteador recibía instrucciones del porteado, que iba en el transportín. A urgencias me llevó mi madre porque no consentí ir sin ella (lloraba a lágrima viva) tras ser recogido del suelo por el pescadero de la calle por la que íbamos, que estaba fregando a manguerazo limpio el cajón de la humilde furgoneta. De adolescente llegó una BH roja enorme, de paseo, porque no se me consistió, como yo quería, una de cross. Me dio la vida también antes de acabar en la chatarra. Un cordial saludo
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Gracias por tu magnífico relato, tierno y cargado de nostalgia, sobre la magia de tu «BH». A mí me hizo evocar mi propia infancia y recodarme de aquellos años en los que tanto anhelaba tener una bici.
Tu prosa transparente es digna de la mejor de las novelas.
Me encantó.
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Me ha encantado también tu texto y recordar mi infancia de bicis. Yo tuve dos BH, la última la jubilé cuando compré las de mis propios hijos, y decidí que necesitaba una con marchas para acompañarles. Y ahí sigue, porque funciona y me transporta cuando la necesito, aunque tiene casi 20 años y los niños ya no son niños… Por cierto, los niños del video, impresionantes!!! ¿habrán salido a papá?
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Bonito y sentido homenaje al que probablemente sea el más humano de los objetos que se hayan inventado: la bicicleta. Amiga leal: quién de los dos, ciclista o bicicleta, es Huckleberry Finn y quién Tom Sawyer-; compañera inseparable: juntos, persona y objeto, forman un nuevo ser con autonomía y vida propias; y fiel «rocinante» con ruedas, a veces dócil y a veces bravío, a veces flexible y a veces desbocado, en función de la pericia, diligencia y cuidados de su conductor. Que nos permite, entre otras infinitas posibilidades, dominar los espacios, descubrir realidades, vivir aventuras, crecer aprendiendo, practicar carreras y paseos, potenciar la reflexión, la libertad y el relajo mental, trasladarnos y ejercitarnos a la vez, etc.
Y hermoso, vívido, fresco y feliz «retorno al pasado» del autor. Pues «su» bicicleta y lo que representa son inseparables. Tienen vida y memoria propias. Y la una lleva a la otra.
Sólo un par de pequeños apuntes sobre el tema pues da para el infinito.
Existe un texto muy recomendable sobre la relación entre bicicleta y enamoramiento. Es de Miguel Delibes, se titula «Mi querida bicicleta» y forma parte de su libro «Mi vida al aire» (y de la antología «Cuentos de ciclismo de Holanda y España»). Se trata de la parte referida al noviazgo con su esposa Ángeles Castro, donde se dice «Pero cuando la bicicleta se me reveló como un vehículo eficaz, de amplias posibilidades, cuya autonomía dependía de la energía de mis piernas, fue el día que me enamoré». «. Delibes veraneaba en Molledo-Portolín (Santander) y su novia en Sedano (Burgos), a cien kilómetros de distancia, y decidió emprender un viaje que repetiría en muchas ocasiones: «Recuerdo aquel primer viaje que hice a Sedano, como un día feliz. Sol amable, bruma ligera, brisa tibia, la bicicleta rodando sola, sin manos, varga abajo, un grato aroma a heno y boñiga seca estimulándome. Me parece recordar que cantaba a voz en cuello, con mi mal oído proverbial, fragmentos de zarzuela sin temor a ser escuchado por nadie, sintiéndome dueño del mundo».
En relación a las propiedades lúdicas y terapéuticas de la bicicleta, nadie las reflejó como Albert Einstein (que, como ilustra la fotografía que se acompaña al artículo, era usuario habitual) al afirmar «La vida es como montar en bicicleta. Para mantener el equilibrio hay que seguir pedaleando. (…) Descubrí la Teoría de la Relatividad mientras iba en bicicleta».
Ciertamente, «quien quiera que fuese el inventor de la bicicleta se merece el respeto y la admiración de toda la humanidad” (almirante Lord Charles Beresford)
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Que buen relato, y que emocionante revivir aquellos momentos.
En mi caso fue 1 Bici Orbea verde de segunda mano que regalaron a mi hermana, con ruedines. Como ella no la usaba la empece a coger en el descuido de los mayores. Solo tenía 3 años. Aprendí enseguida, y me quitaron los ruedines al poco.
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