Tuve un sueño. Me imaginé lo maravilloso que sería cambiar mi piso céntrico en la ciudad por un chalecito en las afueras. Incluso me lancé a los anuncios y visité una espléndida mansión en las afueras de Oviedo. Cerca de la ciudad, una finca enorme con hierba y frutales. Una caseta para un futuro perro. Una cerca para salvaguardar la intimidad. Sin la presencia de vecinos ni ruidos. Unas vistas espléndidas desde el alto del montículo donde se situaba. Cuatro baños, cinco habitaciones, salón con chimenea, garaje inmenso. Además, muy cerca la parada de autobús y una gasolinera con un Carrefour Express incluido. Y lo mejor, un precio razonable de tan inmensa mansión. Además, el propietario que nos lo enseñó, con amabilidad y sonrisa, daba facilidades.
La ilusión nos invadió. Lucía el sol de domingo y todos nos veíamos disfrutando día a día.
Pero lo consultamos con la almohada. Y llegó el lunes. Primero, no habíamos pensado en lo que perdíamos: vivir en el centro de la ciudad, con todas las prestaciones y establecimientos imaginables cercanos.
La enorme finca obligaba a pensar en segarla, limpiarla, cuidarla, contratar a alguien.
El perro daría alegrías pero habría que cuidarlo, pasearlo, alimentarlo, desparasitarlo… uno más en la familia.
La cerca rodeaba la finca pero en ese paraje posiblemente no evitaría que viniesen jabalíes ni zorros, ni animales de dos patas buscando botín, o sea que habría que reforzarla y contratar algún tipo de seguridad.
La ausencia de vecinos podría volverse en contra ante cualquier emergencia y lo de Robinson Crusoe estaba bien en la novela pero no en la vida.
La falta de ruidos en el campo se sustituiría por sonidos campestres bellos pero también inquietantes y no familiares.
El precio de las vistas espléndidas desde el altozano era el viento y frío del otoño e invierno, y como no, los costes de calefacción disparados.
Solo imaginar cada día en cuatro ocasiones ir y venir en coche a la ciudad, o pensar que los niños tuvieran que desplazarse por un camino en fuerte pendiente de trescientos metros para esperar un autobús en medio de la nada, me provocaba escalofríos.
Tampoco vive solo el hombre de Carrefour Express, porque también nos gustan las librerías, las zonas antiguas, tener a mano una ferretería o panadería, etcétera.
Y eso sin olvidar la cuestión del dinero, pues no es tan fácil pasar de una modesta y equilibrada solvencia en presente a un desequilibrio a largo plazo con hipoteca enorme. Se añade el apego a la casa de tu vida que te genera un fuerte desarraigo. Por no hablar del peso emocional de la mudanza de nido. Y las facilidades del vendedor posiblemente pasarían a ser condiciones rígidas tras firmar la escritura.
Así que abortamos la operación. Y nos invadió la alegría. Lo curioso es lo felices que somos cuando conservamos lo que tenemos. Debemos evitar la falacia de representación, que abunda cuando se trata de comprar un coche, un yate, una casita o una cinta de correr. Al comprarla nos representamos el mejor de los resultados, los momentos gozosos y ocultamos inconscientemente que no vamos a vivir a tiempo completo para estar todo el día con el coche, yate o en la casita; olvidamos los tiempos muertos y de preparación o mantenimiento; y sobre todo, no nos damos cuenta que acabaremos estando más tiempo al servicio de ese nuevo escenario o cachivache que él a servicio nuestro.
O sea, que gastar lo que no se tiene para comprar lo que no se disfrutará plenamente, es mal negocio.
Suele decirse el dicho ilustrativo de que quien posee un yate ha tenido el día más feliz de su vida al comprarlo pero más feliz ha sido el día de venderlo.
Se cuenta que Leónidas de Crotona, era un corredor olímpico griego que se preparaba corriendo con un yunque abrazado. Cuando llegó el día de la competición en la carrera de velocidad acudió sin el yunque y dicen las crónicas que volaba dejando atrás a sus competidores.
La moraleja es que muchas veces nos creamos necesidades que no sentimos realmente. Que perseguimos sueños de otros, o los que nos incita la publicidad, o ese mal universal que es la envidia. O sencillamente queremos vivir en el mejor de los mundos posibles y no nos damos cuenta que ya estamos en él.
Lo acertado de nuestra decisión, no decidir cambiar saltando de la sartén a las brasas, quedó ratificado al repasar las tristes noticias recientes: inundaciones en Levante, incendios forestales en Málaga, erupción volcánica en la isla de Palma… No hay nada seguro. Sin olvidar los cambios políticos que pueden afectar a nuestras vidas o las pandemias, o ese tumor que un día decide acompañarte hasta el fin de tus días y quiere alcanzarlo pronto.
Puede perderse en un momento lo que se tiene y lo que podría tenerse. Mejor no hipotecar literalmente el presente cómodo por un futuro incierto.
Ahora, cuando veo lujosas segundas residencias, vehículos deportivos inalcanzables, yates suntuosos o joyas de más ruido que nueces, me siento feliz… ¡ni los necesito ni los mantengo, ni sacrifico cosas modestas alternativas que puedo adquirir con lo que ahorro al no tenerlos!
Me temo que algunos de esos propietarios, desde su cubierta de yate, esperando ser observado desde el puerto, usándolo ese día luminoso esperado para lucir la gorrita blanca de almirante, pensará para sus adentros: ¡Qué feliz era cuando era infeliz!
Pero como hoy ya segué la finca, baldeé la cubierta del yate, paseé mis perros y guardé en la caja fuerte mis joyas, y saqué brillo al billar del garaje antes de contar las botellas de Vega Sicilia de mi bodega, pues voy a soñar con algo más.
Gran acierto tiene el tópico clásico: “El hombre más rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita”. Es cierto que el dinero no da la felicidad, pero ayuda a comprar muchas cosas que nos hacen felices, y la triste realidad es que todos necesitamos salud, amor, amistad y conciencia limpia, cuatro cosas que no se compran con dinero.
Mejor que construir castillos en el aire sobre el futuro es poner cimientos a nuestro presente. Y no tomar decisiones en caliente. Ello sin olvidar que cuando se consuma un sueño, otro viene a reemplazarlo, porque la condición humana es insaciable.
Sé que no digo nada nuevo, que no todos lo comparten, que todo admite matices, pero confieso que poner estas reflexiones cotidianas por escrito me ayudan a conocerme y tomar decisiones, así que las comparto. Gracias por llegar hasta aquí.
Gracias JR por tu incesante generosidad. No es un ensayo, no relatas… solo haces literatura de la buena.
Os admiramos y os queremos. Leerte además nos proporciona una gran sensación de alegría. Con tus meditaciones estoicas además nuestra brújula interior señala mejor y la orientación siempre es persistente.
Marco Aurelio, Don Juan Manuel (sobrino de Alfonso X), Don Santiago Ramón y Cajal, Ramón Gómez de la Serna y tú.
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jajaja, grande, JR. Te comprendo, pero en esta materia partimos de puntos de vista y vivencias diametralmente opuestos que, sin duda, nos marcan para siempre.
Nací en el campo, entre vacas, bueyes, burros, perros, gatos, ovejas y gallinas. En 59 años que cumpliré esta misma semana no me he movido de donde nací. Nuestros, solo nos quedan perros, algún gato y las gallinas, pero en el barrio sigue habiendo ovejas, caballos y vacas. Su cuidado en vacaciones se hace en ausolan (trabajo de vecindad -hoy por ti, mañana por mi-).
Mi salud física y mental necesita ver eso todos los días, como necesita oír cantar el gallo todas las mañanas o pisar hierba al salid de casa o mirar hipnotizado como arde la leña en el fuego bajo en invierno mientras leo un libro.
No te negaré que da algún trabajo, pero tanto como uno quiera y cuando quiera. Y eso aporta más salud física y mental y maravillosos conocimientos sobre frutales, podas, hortalizas, etc, además de una terrible satisfacción cuando te alimentas o regalas a los tuyos el fruto de ese trabajo. Yo acostumbro a decir que tengo el gimnasio más grande del mundo, gratuito, al aire libre, y abierto las 24 horas al día los 365 días del año, así que salgo a él cuando quiero. Mis máquinas de musculación son la corta-setos, motosierra, horca, rastrillo, azada, etc… Pero con el amplio horario de apertura del gimnasio, siempre que hay algo más interesante que hacer, se deja el trabajo-gimnasio y no pasa nada.
Las compras las hacemos en la gran superficie, como todos los de ciudad, que solo compran cerca la compra menuda. Y los niños te aseguro que en ningún lugar son más felices que en el campo. Tengo dos nietas, de 2 y 3 años, que viven en la ciudad, pero su único afán es ir siempre que pueden a casa de aitite y amama (abuelo y abuela), de la que luego solo a duras penas se les puede hacer volver a la ciudad.
Y no soy solo yo. Mis hijos quieren a toda costa vivir en el mismo lugar, lo que me llena de gozo. Haré todo lo posible por ayudarles a lograrlo.
Así que, como te decía al principio, te comprendo, pero quizá también tu comprendas que un aldeano como yo en un piso se moriría de pena, como un pájaro en una jaula.
Gracias, una vez más, por todo lo que nos das.
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Que buen, sentido y tierno comentario, que aplaudo y comprendo, Alfonso. Un abrazote urbano
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Sin tiempo no hay futuro, pero con tiempo puedes perderte el presente (Frank Sinatra). Por eso se trata de vivir… a tiempo «completo» (que acertada enseñanza la de su relato) y para los otros (tus otros). La naturaleza lo demuestra a diario: los ríos no beben su propia agua; los árboles no comen sus propios frutos; el sol no brilla para si mismo; las flores no esparcen su fragancia para si.
La escalera de color de la vida (salud, amor, amistad, conciencia limpia y equilibrio/ausencia de necesidades artificiosas) no se compra con dinero. Y el tiempo, a diferencia del dinero, no se puede ahorrar para aprovecharlo en otro momento.
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Epicarmo decía que “el hombre sabio no tiene que arrepentirse, sino prever” (fr.280 K.-A). En ocasiones, las personas se precipitan (nos precipitamos) al tomar decisiones, pero no tomarlas también es una decisión. Habrá que distinguir las intrascendentes de otras que requieran nuestra atención y esfuerzo, si merecen la pena, aunque nos equivoquemos. Gracias por sus comentarios.
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