Hace quince días, aprovechando el fin de semana y el sol cálido, acometí un paseo de senderista por el desfiladero de las Xanas, en Asturias, un paraje entre montañas que es la versión light de la famosa Ruta del Cares. En este caso, las Xanas ofrece un paso natural en el valle formado por el río Viescas o de las Xanas, suficientemente estrecho como para ir pendiente de donde pisas so pena de bajar por el atajo de la caída libre por más de ochenta metros; y suficientemente largo para que te sientas bien tras una hora emulando cabras, proeza que se duplica si retornas por la misma senda (en la ida arrastras los pies y te sientes en el Paraíso, y en la vuelta te arrastras y te sientes en el Infierno).
En ese paraje aguarda belleza silvestre, tanto si se levanta la vista hacia los riscos y cortes de montaña, como hacia la arboleda de las laderas, o hacia el fondo del valle donde murmulla el río; la senda pasa por túneles horadados en piedra viva y teniendo a la vista manantiales naturales y flora montaraz, expuesto a los ojos de jabalíes y osos ( que afortunadamente no ve el paseante).
Pues bien, a poco de iniciar el camino del sender, me percato de una lata de cerveza plateada y preciosa. Vacía, doblada y sin dueño a la vista. Si fuese una moneda o un móvil, pronto habría encontrado un paseante que la adoptaría. Podía imaginarme la actitud de su último amo, bajo el sol abrasador, calmando con avidez su sed, y pagando el servicio arrojándola al suelo.
Por mi parte, podía pasar de largo y dejarla como vestigio del homo porciniensis a la vista de otros caminantes, pero una voz interior me decía que si la naturaleza me regalaba aquél paraje, debía corresponder, así que la cogí en una mano, y proseguí sudando y pateando piedras. Mi heroicidad fue una trampa, porque para ser coherente, llegué al término de la ruta con la cosecha de cuatro latas, dos botellas de plástico de agua y una lata de conservas herrumbrosa. Cuando me cruzaba con alguien en el sendero no sé si me miraban con curiosidad, con reproche o si pensaban que pertenecía al servicio público de limpieza.
Esta buena acción prueba mi egoísmo, pues con este sencillo esfuerzo acallo mi conciencia cívica que tiene mucho que desear; y además no tiene el mérito de la discreción pues lo cuento ahora.
Pero viene al caso, porque la semana pasada estuve de viaje en Atenas (que bien suena decir esto, aunque no pueda añadir que con mi avión privado), visité la Acrópolis y constaté que la zona de piedras talladas y rocas que circundan el Partenón, por donde pasean los visitantes…¡ estaba sembrada de colillas, papelitos y algún que otro plástico!
Es cierto que pude ver dos adolescentes que armados en una mano con un palo ultimado en pinza y con una enorme bolsa de plástico en la otra, posiblemente empleados de la Acrópolis, iban recogiendo estos vestigios de los turistas como quien captura caracoles. A juzgar por su lentitud y desgana, me temo que si Aquiles no alcanzaría la tortuga, ellos nunca alcanzarían a limpiar el terreno antes de que lo ensuciasen más los visitantes, pues como una barca agujereada, entraba más agua que salía.
Es ahí donde me pregunté la razón de no existir un visible y amenazador cartel a la entrada de la Acrópolis, con fines preventivos, o una papelera en los alrededores, y lo más importante…¿qué clase de turistas somos que visitamos obras de arte para dejar la huella de nuestra presencia con suciedad?.
Haré notar que entre ambos escenarios, el bucólico y el artístico, hay una curiosa diferencia. Y es que sospecho que, en el escenario bucólico de la ruta de las Xanas, el cerdo ibérico andariego, arroja la lata porque no se siente con testigos; en cambio, en la Acrópolis, la conducta es más atrevida pues les resulta indiferente la presencia ajena. En todo caso, con o sin testigos, es un problema de civismo, solidaridad y de conciencia.
Añadiré que, con la pandemia, tanto la ciudad como el campo, son pasto de mascarillas usadas como champiñones desparramados. El problema es que pude verlas tomando el sol ( o la sombra) en la arena de una playa asturiana e incluso algunas refrescándose en el agua para sorpresa del bañista de turno. Quizá este verano no debemos temer a las medusas sino a las mascarillas flotantes.
Este panorama acuático me trae a la mente el escenario que relata Woody Allen en sus memorias (A propósito de nada, Alianza Editorial,2020) pues se refiere a una de sus últimas películas, Wonder Wheel, y nos confiesa que su título original era “Coney Island Whitefish”(El pescado blanco de Coney Island), explicándonos el origen de esta denominación que:
hace referencia a la ubicuidad del sexo que se practicaba de noche debajo del muelle. Después del acto tiraban al Atlántico los condones, que terminaban volviendo a la orilla flotando con la marea, y la gente los llamaba el pescado blanco de Coney Island”.
Pero ya se trate de latas, papeles, mascarillas o algo más chusco, lo preocupante es que en pleno siglo XXI no apliquemos el sentido de la higiene en los espacios públicos ( ñen el fuero privado interno allá cada cual con su capacidad para mirarse al espejo). Deberíamos tener todos interiorizado el principio de los buzos cuando descienden a la belleza del paisaje marino:
No te dejes nada, no te lleves nada”.
Por alguna razón recordé el conocido cuadro de los operarios de Nueva York sobre una viga de un rascacielos en construcción, y del que se decía que buena parte de los obreros que trabajaban en las alturas de los edificios pertenecían a cierta tribu india que por cuestión genética no experimentaban el vértigo. Por eso pensé que quizá los ciudadanos actuales estamos suprimiendo del código genético la aversión a la suciedad que perjudica a todos; los mismos o mismas que nos acicalamos, que cuidamos la imagen física o que pulimos nuestro vehículo, que protestamos por la falta de limpieza de la habitación de hotel, somos los que no tenemos reparo en arrojar papeles a la vía pública, al bosque o en un establecimiento artístico.
En fin, por mi parte seguiré como el oso Yogui en Yelowstone, recogiendo lo que los demás tiran. Eso tengo ganado de mis méritos en la tierra y podré mirarme al espejo con la conciencia tranquila, y es que, como decía Aristóteles al asumir la carga de quien no lo merecía: «Yo sólo ayudé al hombre, no a sus costumbres».
Da igual que seamos sus meros huéspedes y que, por la confianza y la libertad que da, no se reserve derecho de admisión.
Da igual que no se trate de un patrimonio heredado sino de un préstamo de nuestros hijos hacia nosotros y de sus concepturus hacia ellos.
Al final, entre unos -por acción negocial destructiva e incivismo- y otros -por pasividad y malentendida tolerancia- lo acabaremos consiguiendo. La Naturaleza nos dirá: ¡esta guerra se acabó!…pero el cuándo lo elijo yo.
Antes de morir, desquiciada y transformada en asesina en serie, acabará llevándose por delante a todo aquel que pueda -inundaciones, incendios, tsunamis, vendavales, deshielos, cambios climáticos extremos, aire envenado, calamidades, desastres-.
Será detenida, alegará legítima defensa y saldrá absuelta. No solo porque ese sea el fallo justo. Sino, principalmente, porque el Juicio no llegará a celebrarse o a concluir. Antes, todo desaparecerá. Y será la última en caer.
Basta de inconciencia e inconsciencia. Paremos máquinas si no queremos acabar siendo sus últimos inquilinos. La Naturaleza no es un negocio -mucho menos ciego, inmoral y salvaje- para ganar dinero a cambio de matar vida, salud y futuro. Ni un estercolero a disposición de guarros humanos.
A quienes pongan la economía y la porquería por encima de la Naturaleza les digo que intenten aguantar la respiración mientras cuentan el dinero o hacen guarrerías. Verán como no pueden…salvo que suicidarse quieran.
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