Viajo muchísimo en autobús de larga distancia. Y siempre se aprende de la compañía. Aquí van tres anécdotas absolutamente reales, producidas en distintos viajes, que demuestran que no debemos juzgar con las apariencias.
1. Primera experiencia. Con la precipitación propia de quien llega a la estación tras un viaje de tres horas y media, tomé mi maleta y me fui a casa. Cuando llegué me percaté de que mi iPad no estaba. ¡Mi querido iPad! ¡¡Mi compañía de viaje!! ¡¡¡Mi profesor de inglés con películas subtituladas!!!. Tras una noche de sueños inquietos (como Gregorio Samsa, el protagonista de la Metamorfosis) acudí a la estación de Alsa, pregunté en taquilla, consigna y atención al cliente. Nada. La desazón y la decepción me invadían. Curiosamente la faz se me iluminó cuando me mostraron un ipad pero mudé en tristeza y confesé que no era el mío. Al menos no era el único despistado pero seguía siendo honrado.
Pero al día siguiente recibí una llamada a mi mac… ¡desde mi iPad!. Afortunadamente no tenía contraseña y una pasajera desconocida había encontrado el ipad en el suelo del autobús y se ofreció a entregármelo. Me lo trajo. Era una chica colombiana con aspecto muy maltratado por la vida pero con educación y faz radiante que incluso me lo llevó a la puerta de mi trabajo. Ni que decir tiene que recuperé mucha de la fe en el género humano y creo que no cumplí con la caja de bombones que le regalé.
2. Segunda experiencia. Hay una pasajera con la que suelo coincidir en los viajes, de tarde en tarde. Está próxima a la jubilación pero por su porte, elegancia y gesto altanero, demuestra que no pasa hambre y que manda mucho.
Pero es muy indiscreta, porque a los cinco minutos de arrancar el autobús nuestro largo viaje, da igual que yo esté sentado cinco filas de asientos por delante, que la escucho nítidamente hablar a voces por el teléfono móvil. Mucho postín exterior pero poca educación cuando la oigo vociferar, insultar y maltratar a los empleados, además de exigir perentoriamente que la vayan a buscar, que la lleven, que el hotel sea el que espera,etc,etc. Todo un ejemplo de tontería envuelta en celofán.
3. Tercera experiencia. El viaje lleva dos horas. Miro con ojos de vaca aburrida el pasillo del autobús. Algo irrumpe en el pasillo mientras el autobús enfila la autopista a gran velocidad. Una señora que dejó atrás la jubilación camina tambaleante por el pasillo hacia el baño. El autobús tiene un pequeño aseo al lado de la escalera central de acceso, con fuerte pendiente. Yo suelo sentarme siempre en el asiento 21, no por manía sino porque es el que mas espacio deja para las piernas y la visibilidad pues no tiene asientos delante al corresponder a la fila inmediata siguiente a la escalerilla.
La señora avanza oscilando y moviendo la cabeza a los lados como un guiñol descompuesto. Se para para doblar la esquina y bajar la escalera hacia el aseo. Por un momento, me siento clarividente y veo lo que se avecina, pero la prudencia me domina y me quedo quieto pero atento. La señora gira y parece que comienza a bajar, pero mira imprudentemente hacia atrás, olvidando que esa operación de descenso requiere concentración. En una fracción de segundo la señora baja mas rápido y mas original que nadie; se precipita en una caída libre en la que no consigo verla pero sí oírla. Reacciono y salto presto en su ayuda.
No se imaginan lo difícil que es un autobús moviéndose a velocidad por una carretera sinuosa, una señora empotrada entre la puerta y el último escalón implorando gritos hacia el cielo, mientras un joven que solo ve unas enaguas o algo parecido agitándose mientras no encuentra por donde agarrar y poner fin al tormento.
En esa posición, desde un escalón superior y curvando la espalda como ningún traumatólogo aconsejaría, me inclino en precario equilibrio, y recordando mis tiempos de gimnasta, tomo por las axilas a la señora y la levanto hacia arriba mientras siento que se me comba la espalda como un arco a punto de quebrar. Consigo izarla y la siento en el último escalón. Jadeo y como han acudido dos pasajeras, me desplomo en mi asiento y contemplo la escena.
Aquí empiezo a maravillarme y aprender. La señora deja de gemir, se levanta y se sienta. Me pregunto si tendrá amnesia o si del esfuerzo yo me he quedado sordo, porque no me ha dicho ni unas simples “Gracias”. Me contento pensando que quizá está bajo la impresión de la caída y que realmente no la ayudé para que me lo agradeciese, pero bueno, tengo mi corazoncito y valoro la educación.
En los próximos instantes asisto al circo humano. Las otras dos pasajeras, ya maduras y experimentadas, comienzan a sugerirle a la víctima que denuncie a la compañía de autobuses, e incluso le citan mas casos; la víctima deja de quejarse de la caída y comienza a quejarse de la compañía y a aceptar la sugerencia, y las escucho manejar cifras. Como están a dos filas de mí, rompo mi tradicional mutismo y prudencia y con visible enojo les grito: “¡Señoras! He visto la caída hasta el punto de que soy el único que la ha ayudado y puedo asegurar que no es culpa de la empresa sino exclusivamente de ella, así que déjenla descansar y no creen problemas donde no los hay”. Me miraron, y comenzaron a preguntarle con interés fingido a la víctima si le dolía la espalda, mientras con el rabillo del ojo miraban mi gesto cabreado. Así y todo, la víctima siguió sin darme las gracias.
Valgan estas tres anécdotas como las parábolas de la biblia. Me recordaron lo del buen samaritano, al que socorrió el que menos esperaba, como la chica colombiana que me devolvió el iPad.
En fin, que estas tres experiencias. Todas reales y todas dignas de reflexión, me ratificaron que nunca debo precipitarme por las apariencias y que siempre hay que tener cuidado de la jauría humana. Y como me parece que pudieran ser útiles a alguien pues no todo está en los libros, pues lo comparto.
Y colorín, colorado… esto que NO era un cuento sino realidad, se ha acabado.
Regale Vd. la caja de bombones que lo prometido es deuda, obras son amores y nunca es tarde si la dicha es buena. (hoy me he levantado sanchopanzesco).
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