Llega el Día del Padre y pienso en cual sería el regalo que me gustaría recibir. Sigo siendo un niño y me parece que la fiesta va con otros pese a mis tres hijos (6, 7 y 16 años). Me aterra pensar en una corbata, un bolígrafo, una camisa u otro regalo convencional.
El problema de los regalos cuando estás en la edad perdida entre dos orillas (la de los hijos que cuidas y la de tus padres que ya no te cuidan), es que se trata de una etapa de tu vida en que si lo que deseas cuesta mucho, ni puedes sugerirlo, ni nadie te lo regalará; y si cuesta poco pues ya te lo has comprado, que para eso eres mayor. De vinos, atuendos y gadgets tecnológicos ando surtido y me temo que pocas cosas terrenales ambiciono.
Sin embargo, creo que el mejor regalo que ya me están dando mis hijos es percibir como están disfrutando y conspirando estos días con la simple idea de regalarme algo y sorprenderme. El momento mágico llegará cuando me entreguen lo que sea (detallito, dibujo, etc) bellamente envuelto en papel regalo y entonces me enfundaré como actor para abrirlo con parsimonia y poner mi mejor cara de sorpresa seguido de un gritito o exclamación de alegría. Sólo verles con la cara iluminada y la sonrisa franca, cuando me observen con ojos abiertos como reacciono al abrir el regalito, es mi mejor regalo. Único. Su ronroneo cariñoso por conseguir sorprender a su padre: ese es el regalo.
Ese gesto sincero de los que queremos, al margen de que el regalo sea caro, útil u original, es muy valioso cuando somos adultos. Y a la inversa, si no se acuerdan de la fiesta de su padre ni nos regalan nada, nuestra decepción no es por no recibir un regalo de valor o utilidad, sino por no recibir esa sensación de cariño de los que quieres.
Por mi parte he intentado facilitar el regalo a otros padres con la publicación de mis memorias de estudiante de la década de los setenta y su entorno (“Yo también sobreviví a la EGB”, Amarante, 2016), ya que estoy seguro que quienes hoy son padres (y quienes no lo son pero comparten generación) han estudiado la EGB en colegios o institutos, han alimentado experiencias educativas similares (castigos, patio de recreo, zozobra de exámenes, profesores con motes, etc), han sobrevivido sin móviles, ni WhatsApp y han cosechado amigos de verdad en tiempos política y económicamente difíciles.
Y como al ser adultos la memoria flaquea, posiblemente los relatos de la vida de ese período temporal en un colegio de curas en España, seguramente les llevará en el túnel del tiempo hacia un pasado entrañable que como las rosas, tienen colores, aroma… y espinas.
Por eso tengo el atrevimiento de sugerir la compra del libro, bien para sí (no habrá sorpresa pero sí acierto) o bien para regalarlo a quien agradecerá ese viaje al pasado. Un regalo único, original y posiblemente inolvidable, que forma e informa, y ya no hay que buscar más. Se pide por internet aquí y en 48 horas en casita. Y además como su beneficio va a la Cocina Económica de Oviedo, pues el regalo se convierte además en un acto noble, que no abunda en la sociedad que vivimos. Dos regalos en uno.
Pero mas allá de esa recomendación concreta (cosas de la sana publicidad de cosas sanas), aquí va de regalo gratuito un precioso relato del escritor O. Henry que me impresionó sobre el sentido y acierto de los regalos. Si no lo conocéis, por favor, no os lo perdáis.
Es un cuento que fue escrito por el autor estadounidense en tres horas, apurando una botella de whisky y forzado por sus editores. El resultado un cuento ingenioso y deslumbrante. No seáis perezosos y leerlo que tres folios capaces de dejarnos con la boca abierta y el corazón palpitante, merece la pena.
El regalo de los Reyes Magos (O. Henry): Aquí está.