Los atentados terroristas, los accidentes que truncan vidas, los escándalos de políticos sin escrúpulos, las penurias de quienes no van de vacaciones porque “no llegan a fin de semana”, entre otras situaciones, nos dejan sumidos en el desencanto, queja o malhumor.
Por si fuera poco, no ayuda el contexto de la Semana Santa, que mas allá de su significado religioso para quienes la viven en plenitud, para algunos nos resulta incómodo.
Y digo incómodo (personalmente incómodo), por la imagen de las procesiones, con su silencio, negrura, tenebrismo, aroma de pecado y sufrimiento, que son propios de la pasión cristiana que quieren reflejar, pero que no facilitan que podamos levantar la vista y avivar el corazón con optimismo.
Ayer, cuando anochecía tuve ocasión de asomarme con curiosidad en la Bañeza a una exposición de pasos procesionales por una cofradía local, así como a la ulterior procesión, y aunque tales visiones me provocaron mas desazón que alegría, debo reconocer que afortunadamente resultan mucho más oxigenantes que las que conocí de cerca hace dos décadas en Zamora y Salamanca (tan impresionantes como acongojantes).
En esas condiciones, tras una noche posiblemente poblada de sueños inquietos (ya que el sueño es el momento en que el cerebro ordena el trastero de experiencias y vivencias del día) amaneció un sábado luminoso y es porque he tenido la suerte de iniciar el día con un “momento eureka”. Os cuento.
Se trata de ese momento mágico en que uno está consigo mismo, con sus pequeñas cosas y manías, sin demonios en la mente y entregado a inocentes placeres terrenales. Momento mágico, barato, sin esperas ni tensiones. Hay tan pocos que deben atesorarse.
Disfruté muchísimo, y noté la recarga de energías y me sentí en armonía con el mundo, sin necesidad de meditaciones de libro budista ni visión sobrecogedora de paisajes, arte o mártires. Y sin libaciones espirituosas ni tormenta de decibelios. No. Algo mucho más sencillo y bello.
Una simple cafetería estilo Cheers (“Donde todo el mundo conoce tu nombre”, decía la musiquilla de la serie, aunque mas bien en mi caso ahora sería “donde nadie se siente extraño”, pues soy un cliente anónimo de este denominado Café Latino, que para mí supera a su homólogo parisino). Un camarero sonriente y cercano y pocos parroquianos que se mueven a cámara lenta.
No tengo prisa, dato muy importante (el tiempo sin prisa es oro de ley… de la ley de la felicidad). Una mesa redonda de mármol para mí solo, un ordenador portátil para navegar sin rumbo (mi querido Macbook air), y un desayuno vigorizante de café con leche, junto con un zumito de naranja, acompañado de pan (de barra auténtico, no de molde) con aceite y tomate, extendido al gusto. Sólo con mis pensamientos y dueño de mis actos sin dar explicaciones.
En momentos así entiendo la frase del escritor Jef Lindsay: “Ya sé que la familia es lo primero pero… ¿no querrá decir… lo primero… después del desayuno?”.
Próximo al éxtasis. Para alcanzarlo, quizá me ayudaría regalarme los oídos con la compañía de Vivaldi, Queen, Sting u otro de mis admirados músicos, o si esperase una cita amorosa ansiada con la zozobra palpitante de la juventud. Pero hoy no necesitaba más. Me contento con poco. Y creo que todos deberíamos ser menos ambiciosos, y soñar menos a largo plazo.
A veces, los oasis los tenemos delante de la vista y solo hay que saber mirar y disfrutarlos.
Las cosas pequeñas son las mas grandes. Y hay muchas para hacernos felices.