Desde hace mas de treinta años, el ritual de hacer las maletas para las vacaciones se repite cuando tiene lugar un momento de pausa confusa. El momento de decidir que lecturas pienso acometer el verano. Decidir qué libros me llevaré pese a saber que hay grandes posibilidades de que solo cumpla parcialmente los objetivos.
Soy víctima de lo que los psicólogos llaman falacia de la planificación y que opera cuando decidimos muy valientes y convencidos enrolarnos en un gimnasio, aprender un idioma, cuidar la dieta o corregir algún defectillo natural. Todo se presenta muy fácil a la hora de decidirlo porque solemos convencemos en nuestro fuero interno de que podemos conseguirlo, pese a que probablemente cuando llegue la disciplina del día a día, y sobrevengan imprevistos o la desgana, acabaremos arrojando la toalla del gimnasio o del idioma, para contemplar compasivamente nuestra figura en el espejo o contentarnos con hablar el idioma mas utilizado en el mundo. Y listos para nuevos propósitos.
Algo parecido sucede cuando encaramos la selección de títulos para leer. Contemplamos nuestra biblioteca personal, nuestra mesita de noche, nuestra mesa de despacho, nuestro trastero… y en todas partes yacen libros en busca de lector. En su día, los adquirimos con gozo o los aceptamos como regalo con promesa de pronta lectura, y por múltiples razones fueron aparcados temporalmente.
Pero volvamos al día de hacer las maletas y seamos autocríticos.
1. Llegan las vacaciones y aunque es tiempo de ocio y aletargamiento al sol o tras la paella, deseamos recuperar nuestra autoestima, reciclarnos culturalmente, cumplir con nuestra deuda con esos autores, y confiamos candorosamente que podremos leer en el verano lo que no leímos en el resto del año. Pero somos tercos y nada nos detiene de la labor de amontonamiento de libros en el fondo de la maleta, y todos se nos antojan necesarios: este de Derecho por mantenerme activo, ese de historia por parecer ilustrado, aquél de humor para reírme, ese picante para seguir vivo, ese plúmbeo porque paseándolo puede resultar ligero, aquél de estampitas porque relaja, uno sobre dieta y deporte porque la autoayuda empieza ayudando a quien los vende, etc.
Para más inri, incluso selecciono algunos libros de aventuras por si mi hijo adolescente sufre alguna crisis existencial que le lleva a pensar que entre Whatsapp y Whatsapp, entre juerga y juerga, hay tiempos muertos que bien podían sembrarse leyendo algo escrito en papel, que puede ser divertido e incluso dejarle huella.
En mi caso particular, no miento si digo que me he traído unos doce libros y debo considerarme afortunado si dos consiguen pasar la prueba… la prueba de ser comenzados.
2. Para añadir carga al burro, no he resistido la tentación de pasar por una librería de la Bañeza y como el goloso es incapaz de rechazar un pastel, pues me he comprado un libro titulado “Diccionario de Sampedro” (Debate 2016), obra tejida con fragmentos de novelas, ensayos y entrevistas a mi admirado José Luis Sampedro, y que compré por una doble razón. De agradecimiento a su autor “in memoriam”, y de comodidad propia por la fácil lectura de estos libros que pueden leerse a trocitos y de forma salteada. Además en un post de este blog cité al ilustre profesor cuando expuso el ejemplo de lo que era la más feliz muerte de un animal por amor.
Además en esa librería he hojeado un libro de entrevistas a David Foster Wallace, autor que me levantó escalofríos hace poco porque casualmente asistí a una entrevista suya en youtube en que comentaba que su intento de suicidio era una torpeza ante un mundo que se abría, y posteriormente me enteré que lo consiguió en su segundo intento. Por cierto, recomiendo el discurso de Wallace a los alumnos de graduación de la Universidad de Kenyon en 2005. Creo que es fantástico y disfrutaréis (aquí lo tenéis en castellano).
Pues bien, en ese libro de entrevistas a David F. Wallace mis ojos han tropezado con la respuesta del autor a una pregunta en que cita a un profesor suyo quien afirmaba que el deber de todo autor de narrativa es “relajar al inquieto e inquietar al relajado”. Magistral. Creo que es una certera manera de resumir la función del novelista.
3. Y lo digo mirando hacia atrás, pues mi forja lectora fue autodidacta, con las ventajas e inconvenientes que supone, tal y como expuse en mis memorias juveniles (“Yo también sobreviví a la EGB”, Ed. Amarante, 2016). No puedo dejar de recordar como me inquietó a mis 14 años la lectura de la obra anónima Las Mil y una noches… ¡un mundo de fantasía, de califas y visires, esclavos y huríes, caballos voladores y genios, de fábulas y poesía… una historia trenzada de historias. Fui incapaz de detenerme en la lectura absorbente por mi excitación juvenil.
Y no digamos la lectura del Buscón de Quevedo, donde pude sonreír y reírme leyendo y saboreando el viaje al pasado, y asomándome con el pícaro Pablos a una sociedad donde la necesidad de sobrevivir y el ingenio son una combinación espléndida.
También me inquietó cuatro años después leer un libro adquirido en una librería de viejo titulado “On the Road”, de Jack Kerouac, en que me ofreció una visión del mundo con libertad, sin prejuicios, de la mano de unos hippies sin rumbo. O la lectura más cercana, esta vez, de la biblioteca pública del libro “La Saga fuga de J/B” de Torrente Ballester, que pese a su extensión me cautivó con el mundo de fantasía gallega y unos juegos de palabras espectaculares en Castroforte de Baralla.
En cambio, otras lecturas vinieron precedidas de los clarines de críticos literarios, como Rayuela de Julio Cortázar, y me dejó relajado, pero relajado por indigerible; la misma sensación que tuve al no poder pasar de la página diez de Mazurca para dos muertos de Cela. Y es que hay libros que no te dejan relajado, sino que te dejan en coma pues ni sientes ni padeces con ellos. Sucede algo parecido con algunos vinos que no solo no tienen cuerpo, sino que ni siquiera merecen llamarse “vino peleón” sino más bien “vino derrotado” porque hacen bueno el agua.
4. Viene esta reflexión rápida cuando tengo que comenzar a leer uno de los libros que me he traído a este paraíso de la Bañeza. Ahora comienzan mis trucos y excusas para no leer: “con este sol, no es buena idea”; “no voy a empezar a leer el primer día de vacaciones”; “quizá es mejor relajar la mente dejándola en blanco”, “¡Vaya, me olvidé precisamente el libro que quería leer! ¿Y si mejor navego por el ordenador y hago un post sobre esto?”, etc.
Así y todo, nadie me quitará el placer de mirar esos libros por el lomo, sin abrir, desde la tumbona…
En fin, leer o no leer, that is the question.
¡Me encanta comprobar que a alguien más también se le atascó Rayuela! Y más aún si es alguien a quien admiro…
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