Leo la noticia de ayer en el Diario El País, sobre la publicación del estudio de la revista Science, en que nos informan que el tiburón de Groelandia vive casi cuatro siglos. Según dicho estudio tales animales siguen “una estrategia evolutiva típica la de la -vida lenta-, con edad reproductiva muy retrasada, pocas crías, y longevidad elevada”; parece que esa especie:
En el trato evolutivo entre mantenimiento o reproducción estos bichos eligieron mantenimiento y dedican más recursos a eso.
Estos escualos de movimiento lento, crecimiento lento y digestión lenta, viven una vida “a cámara lenta”, como si todo estuviese ralentizado.
Así que el secreto de la longevidad parece estar en la parsimonia, en la lentitud. La paradoja es que en los tiempos actuales de las sociedades que se califican de avanzadas, parece que se vive rápido.
Se busca la comida rápida.
Se busca el amor con rapidez (webs de contactos). Se conversa con rapidez (Twitter, WhatsApp, etc).
Se prima lo visual sobre lo leído porque una película o video consume menos tiempo que la lectura del libro que lo inspira y además da el trabajo hecho a la imaginación).
Se quiere música frenética y sincopada, y se posterga la clásica y melódica.
Se quieren hacer miles de fotos y selfies que jamás serán revisados, clasificados o disfrutados.
Se renuevan los artilugios tecnológicos porque se lanzan al mercado y no porque el mercado los necesite… todo rápido, y a veces se trata de obtener la información lo más rápidamente posible para nada.
Por eso quizá se impone una reflexión breve sobre nuestro estilo de vida. Mas calma, mas reflexión, mas paseo, mas aburrimiento, menos tecnología, menos competitividad… Se trata de pensar mas en el camino que en la meta. Y eso por poderosísimas razones.
Porque lo mas importante en la vida requiere dejar el reloj aparcado. Requiere serenidad y lentitud. La empatía, la amistad y la salud.
La empatía o don de colocarse en lugar de los demás, de comprenderlos, de ser sensibles a lo que sienten los demás, requiere una actitud abierta a entender el otro. Y detenerse a pensar en su explicación, en su conducta, y sencillamente dedicar unos instantes a preguntarnos: ¿tendrá razón en lo que dice o hace?, ¿acaso estoy yo equivocado?. Y es que a veces tenemos el prejuicio a flor de piel. Antes de que acaben de explicarnos algo, antes de darles la oportunidad de que el otro nos comente el contexto que le empuja a una decisión, ya tenemos nuestra condena o reproche preparado.
La salud física tampoco se precipita. No es cosa de complejos vitamínicos, de dietas milagro o programas deportivos de hoy para mañana. No se borran décadas fumando, o bebiendo alcohol, o noches sin dormir, o malos hábitos nutritivos, con una semanita de “borrón y cuenta nueva”. No. La salud requiere constancia y lentitud para que resuciten las flores marchitas de nuestras arterias, pulmones, piel y demás órganos vitales.
Las amistades requieren tiempo. No se improvisan. No se hacen amigos por una ocasión de compartir copas de madrugada, o por una pitanza de empresa, o por coincidir en un viaje… No. Los auténticos amigos se hacen con lentitud, como los sedimentos van alzando montañas, o como los troncos de los árboles van sumando anillos. Los amigos auténticos se hacen bajo eso que se llama científicamente “ensayo y error”, o sea, a través de situaciones en que se pone a prueba la lealtad, el apoyo y la complicidad.
Y cuando se es capaz de estar con alguien sin tener que llenar el tiempo con palabrería, cuando nos mostramos como somos y dejamos aparcado lo políticamente correcto, cuando queremos saber del otro sin necesitar nada de él, cuando sabemos que podemos pedir algo sin que tengan a punto el reproche o la negativa, cuando sabemos que nos dicen cosas que son ciertas aunque nos duelan, entonces reconoceremos una amistad.
Por eso tenemos que aprender del tiburón. Más calma y menos urgencia. Sabe mejor y viviremos más. Al menos todo lo que se vive lento y calmosamente se disfruta más. Y es que vivir con calma es un lujo barato.