Leo una entrevista al cantante flamenco Arcángel en que comenta que “Cuando se es un referente en algo, las hachas y los cuchillos vienen volando”. Una gran verdad que me ha recordado la que inspiró el título de la divertida novela “La conjura de los necios” (John Kennedy Toole) y que se atribuye a Jonathan Swift, autor de Gulliver: «Cuando aparece un gran genio en el mundo se le puede reconocer por esta señal: todos los necios se conjuran contra él».
No deja de ser triste que el premio al esfuerzo, al éxito o la singularidad sea la lapidación por puñados de mediocres aquejados de ese virus de la envidia insana (la única envidia sana es la guiada por la admiración hacia quien nos sirve de ejemplo).
A veces se manifiesta en el ataque visceral directo (“no es para tanto…”), aunque lo más normal es el ataque bajo la coartada del elogio (Sí, muy bueno, pero es… o ha sido…), o disfrazarlo bajo un manto de aparente indiferencia “No me interesa” (las uvas están verdes, como justificaba la zorra de la fábula de Esopo). Lo más peligroso es el castizo “chisme”, el rumor o el infundio frente al que el afectado no puede defenderse, y si lo hace, peor.
¿Por qué somos así?.
El otro día asistía a la exposición de los yacimientos arqueológicos de Atapuerca y todo parece apuntar que el homínido de entonces no envidiaba al vecino porque bastante tenía con sobrevivir al clima, las bestias y el hambre; se imponía la colaboración del grupo para la caza o compartir la carroña. No miraban con envidia el que llevaba el muslo de ciervo y le dejaba las vísceras al compañero, pues otro día sería a la inversa y además las energías había que guardarlas. Parece que a mayor nivel de civilización, mayores posesiones y mayor envidia.
En unas ocasiones la envidia aflora para consolarse de la propia mediocridad, intentando rebajar el mérito ajeno. Y en otras por seguir la corriente de la masa, ya que si todos gritan pues hay que sumarse al coro.
Además, no sólo los mediocres lapidan al genio sino que quienes tienen talento pero no consiguen su éxito suelen ser enemigos terribles. El caso típico es el del compositor Antonio Salieri respecto de Mozart, pero he conocido decenas de brillantes Catedráticos totalmente envenenados por el éxito o reconocimiento del colega, y a deportistas maravillosos que hubiesen vendido su alma y la medalla de plata al diablo con tal que el primero hubiese perdido el oro.
Mentiría si dijese que yo estoy libre de la envidia o los celos. Pero al menos intento refrenarlos y convencerme que son una emoción inútil y frustrante. De hecho, conforme cumplo años me vuelvo mas sosegado y conforme con mis circunstancias, y miro el éxito ajeno como una vaca ve pasar un tren mientras rumia su hierba. Con la experiencia y la perspectiva del tiempo, los laureles, las medallas, el poder… todo se debilita y baja. Dejamos de mirar por la ventana a los demás y nos miramos mas al espejo.
Por eso, comentaba a mis amigos en una improvisada tertulia veraniega, que lo deseable en los adolescentes, es que no caigan en la trampa de comparar su vida con la de los demás: nada más hermoso que fijarse las propias metas y no ser esclavo del éxito ajeno. Y, aunque sean brillantes y con madera de líderes, es importante que permanezcan en segundo plano. Ni el más listo ni el más tonto de la manada. Ni el que toma las iniciativas ni el que las frena. La clave está en situarse en el pelotón para sobrevivir. No es malo ser líder, primero o jefe, pero es más rentable situarse de segundón y esperar el momento.
Es cierto que compararse con los demás tiene sentido para comprender las situaciones de injusta desigualdad, pero nuestra ira debe canalizarse frente a quien la provoca y no frente a quien se beneficia… ¿acaso no hemos sentido hervir las venas con algo tan simple como sentirnos discriminados por un camarero que le sirve una tapa de barato chorizo al vecino y nos deja huérfanos del tentempié?… Pero en cambio… ¡oh, cruel paradoja!, aceptamos sin indignarnos que alguien sea monarca por razones de sangre, que es vecino que practica deporte de riesgo, disfrute de la pensión de incapacidad, que ese pudiente vejestorio pasee una espectacular modelo como el amor de su vida, que nuestro jefe sobrevalorado cobre por vender humo, o que buena parte de los políticos profesionales vivan a costa del contribuyente sin productividad alguna… ¡¡Qué cosas tiene la mente!!
Y más curioso que la envidia es un fenómeno que nadie reconoce o admite. Comentémoslo en cualquier reunión y recibiremos un contundente: “Yo no soy envidios@”. Para nada. No envidiamos la juventud, la salud ni el poder. Ni hablar.