Cartagena de Indias en Septiembre tras un viaje ilusionante. Calor en las calles mal asfaltadas. Calor asfixiante en los pasillos del hotel. Calor en el agua de la piscina del hotel como aguas termales insoportables. Calor cansino, calor molesto. Si se abren las ventanas del hotel el calor condensa la humedad y el pavimento se encharca, y la piscina está en tu habitación y te acaloras contra el calor.
Calor en la playa. Calor en la arena caliente. Calor en el agua salada del Caribe.
Calor de la manos negras de colombianos tirando de cuerdas desde la playa para sacar con enormes redes peces y camarones del mar. Calor de manos y voces de vendedores ambulantes que te asaltan en playa, de masajistas, de mayordomos que se acercan sin quemar. Calor que deja atontados a los pelícanos que observan si hay presas fáciles que puedan capturar sin esfuerzo, pues el pelícano colombiano se toma las cosas sin prisas.
Calor en las bellísimas calles de la ciudad amurallada de Cartagena. Calor de sus gentes con sonrisa fácil. Calor burlado por blancas guayaberas de lino y algodón.
Calor a fuego lento de la lentitud con que pasean por las calles o con la que atienden las tiendas. Calor de las parejas que hierven de amor en las esquinas, en los bancos y en las calles.
Calor de vecinos que en los cafés donde se toma café granizado hablan calmosamente o callan disfrutando del silencio cálido.
Calor de raperos que dedican a los turistas sus composiciones musicales. Calor de malabaristas y mimos que envuelven a los turistas por unas cálidas monedas de manos sensibles.
Calor de la seguridad que da el imponente Castillo de San Felipe, alzado en un cerro inexpugnable. Calor de complicidad con Blas de Lezo (1689-1741). Los cartageneros están orgullos de este español que ganó todas las batallas contra los ingleses y en cada victoria perdió un órgano o extremidad. Cojo, manco y tuerto venció con seis navíos a una flota de casi doscientos buques ingleses, gesta que los españoles desconocemos y los ingleses ocultan.
Calor de la estatua de la india Catalina. Calor de la fortificación que protegía de los piratas. Calor de la Catedral que acoge a quien busca consuelo. Calor de la Casa de la Inquisición en la acogedora Plaza Bolívar, donde los acalorados vecinos denunciaban a sus enemigos.
Calor del Hotel Santa Clara, antiguo convento Santa Clara, donde la vegetación, los muros y la decoración religiosa envuelve como la antesala de un bello infierno.
Calor de la casa de Gabriel García Márquez próxima a la casa del mayor negrero de la historia, donde el calor de la letra escrita se aproxima al calor de tanto culpable de su color. El calor de la discusión que tuvo Gabo con su padre cuando se negó a estudiar derecho en la Universidad de Cartagena para ser escritor de novelas donde está presente Cartagena, “El amor en los tiempos del cólera” y “Del amor y otros demonios”
Calor de la luces de modernos hoteles; calor de las luces baratas de hamburgueserías, pizzerías y restaurantes de arepas fritas; calor de las pálidas bombillas de los carromatos y tenderetes que venden lo que sea a quien sea y como sea.
Calor del brillante colorido de los balcones (estimulados en su belleza por posibles exenciones de impuestos). Calor que se respira en la plaza de la aduana donde cientos de miles de esclavos eran elegidos por los marqueses y mercaderes. Calor de las boñigas de los carruajes de caballos que pasean a los turistas.
Calor de sus zumos de frutas increíbles: papaya, mango, guanábana, maracuyá, plátano, piña,etc. Refrescantes y sabrosas. Calor de sus arepas de huevo. Calor de sus pescados y mariscos. Calor refrescante de sus cervezas colombianas.
Calor del movimiento frenético de ciclomotores serpenteantes, autobuses coloristas atestados, vecinos acalorados sentados en sillas en la calle, calor de vendedores de abalorios que calientan pero no queman con su insistencia. Calor de los amarillentos taxis que siempre aparecen cuando se les necesita.
Y el calor nostálgico de una ciudad con mucha historia, con mucho patrimonio (de la UNESCO), con mucha población (un millón de habitantes), con mucha calma y mucho ruido de música y bocina. Calor, calidez y comodidad propio de unos zapatos viejos, como reflejó el poeta Luis Carlos López que sintetizó el significado de su ciudad en un bello poema A mi ciudad nativa, que justificó una escultura de enormes zapatos:
«Noble rincón de mis abuelos:
nada como evocar, cruzando callejuelas,
los tiempos de la cruz y de la espada,
del ahumado candil y las pajuelas…
Pues ya pasó, ciudad amurallada,
tu edad de folletín… Las carabelas
se fueron para siempre de tu rada…
¡Ya no viene el aceite en botijuelas!
Fuiste heroica en los años coloniales
cuando tus hijos, águilas caudales,
no eran una caterva de vencejos.
Más hoy, plena de rancio desaliño,
bien puedes inspirar ese cariño
que uno les tiene a sus zapatos viejos…»
Y junto a ese calor, tras subir al Cerro de la Popa y visitar el convento agustino de Cartagena, en sus laderas el frío. El frío de la pobreza. El frío de jóvenes desocupados que sobreviven. El frío de la basura que se amontona. El frío de la precariedad. El frío de bebés y niños con poco futuro.