Me maravilla esa pregunta y respuesta correlativa, tan breves pero tan expresivas.
Y es que aparte de su dificultad de traducción a otros idiomas, cada vez se utiliza más cuando nos tropezamos un conocido en la calle.
La pregunta a quemarropa “¿Qué tal todo?” es un jaque al rey, un directo al mentón, que demuestra o bien un saludo vacío y la pereza del que pregunta, o más frecuentemente la invitación al interpelado para que resuma en unas palabras las prioridades de su vida, preocupaciones o éxitos (¡casi nada!).
La respuesta “Ahí vamos” es un enroque, un proteger la intimidad y circunstancias, que demuestra también, o la respuesta vacía y la pereza del que contesta, o mas frecuentemente el cerrar de un portazo la intimidad a la curiosidad del que pregunta.
Viene la caso esta reflexión porque cuando almorzaba con unos amigos en un restaurante de alto copete (y alta factura), a mitad del primer plato, el maître nos interrumpe la animada conversación nos espeta un “¿Qué tal todo?” a lo que respondí tragando con dificultad lo que se calificaba de “croquetas espumosas”, un “Ahí vamos, gracias”.
1. Estamos ante un bonito ejemplo de absurdo consolidado como detalle de buen gusto.
En primer lugar, no me parece que interrumpir una conversación o degustación cuando los comensales están enfrascados en ello, sea un detalle de buena educación.
Y no digamos ya si la pregunta interfiere en los momentos críticos de una primera cita de una pareja embelesada o cuando se está tratando un tema crítico. No se me ocurre levantarme de la mesa y entrar a cocina y asomarme al puchero del cocinero e interpelarle:¿Qué tal todo?.
2. En segundo lugar, la pregunta es inútil porque el contexto en que se efectúa lleva a que jamás los comensales confiesen que lo que comen resulta insípido o desagradable.
Es la típica pregunta que al venir envuelta en el celofán de una sonrisa por parte de quien es señor del establecimiento, condiciona la respuesta, porque a nadie le gusta criticar a nadie a la cara, ni enzarzarse en una discusión ni mucho menos que a partir de ese momento, el cocinero y camarero le tenga en “libertad vigilada”.
Por eso hay que entender la respuesta en sus justos términos: Un “buenísimo” equivale a “está bien”; un “está bien” equivale a “puede pasar”; y un “ ahí vamos” equivale a “no se lo digo a la cara porque soy educado”. A lo sumo, algunos comensales valientes comentan algo así como “Será mi paladar, pero tiene un sabor extraño” (lo que equivale a un “está asqueroso”).
Lo mismo sucede con los vinos que tras examinar una carta con caldos de precios astronómicos que nos llevan a pensar en especies en extinción, y tras elegir uno de precio discreto (pero intentando no parecer ignorante ni arruinarse), recibimos la felicitación del camarero sin sonrojo: “¡excelente elección!” (mientras por dentro quizá se carcajea). Cuando nos lo ofrece para catarlo, da igual como esté el vino, sea discípulo de Dom Perignon o de Don Simón, porque con toda probabilidad chasquearemos la lengua y nos brotará un condescendiente… ¡Excelente!. Ello salvo claro está, enólogos o expertos que son una minoría que controla mercado y paladares.
3. Más elocuente y revelador para el camarero resultaría dedicarse a observar los platos y contemplar si se deja buena parte del mismo sin probar, momento en que sería oportuna la pregunta con delicadeza, como hacen en ocasiones.
Y sobre todo, lo suyo sería que el establecimiento se cuidase de dejarnos con la factura una tarjetita o impreso en que nos invitase a dejar la opinión de forma anónima, rogando se deje en un cajón o buzón al salir del local (al estilo de algunos formularios de los hoteles para cumplimentar al marcharse).
En ese momento y forma sería cuando se dijese a las claras cosas como: el solomillo era suela de zapato o mas bien de sandalia de hippy, el pescado fue pescado en el siglo pasado, el jamón resultó tan delicioso que el cerdo merecería haber sido indultado, el camarero malencarado o cortés, etc. Utilísimo lo de “díganos su opinión: queremos mejorar”… pero de forma anónima. In anonymous, veritas.
Por eso no es extraño que ese lugar lo suplen hoy día las redes sociales como tripadvisor o similares en que se vierten opiniones por los comensales a toro pasado y que permiten elogiar o criticar al hostelero, el servicio, la calidad o el precio.
4. También resulta expresivo ese instituto en decadencia que es la “propina” y que sirve para premiar o hacer un guiño al buen servicio. Claro que también la interpretación es equívoca pues dejar poca propina puede ser mucho para el cliente pero poco para el camarero y enviar el mensaje equivocado.
En cierta ocasión leí que en una población australiana se utilizaban unas moneditas de latón que llevaban leyendas del estilo “Esta moneda no vale nada, porque el servicio recibido no vale nada”, o “Esta moneda no puede pagar el excelente servicio recibido”.
5. En fin, que a los camareros y cocineros, como a todas las personas nos gusta la crítica favorable, aunque no sea sincera. En cambio, torcemos el gesto, se nos remueven las entrañas y tenemos que contenernos cuando pedimos nuestra opinión sobre algo que cocinamos, escribimos, componemos o hacemos, y recibimos un jarro de agua fría.
Unas palabras duras que se anuncian en la respuesta precedida de un inquietante “Pues ya que me preguntas”, o el temible “Perdona que te lo diga…”.
Lo peor es que en el fuero interno, quizá el camarero que nos sonríe al preguntarnos “¿Qué tal todo?” tiene el mismo interés que si nos preguntase por nuestra familia pero sabe que el truco funciona y algo cosecha en forma de ronroneo gatuno del cliente o propina. Y todavía peor que nuestra condición humana lo acepta complacido e incluso mentimos con una sonrisa: ¡¡estupendo¡¡ ¡¡Buenísimo!!
No debemos olvidar que los restaurantes son para alimentarse pero también para disfrutar y hay secretos sencillos que nos permiten no ser engañados y ser nosotros los que riamos mejor por ser los últimos en reírnos.