Claves para ser feliz

Lo que te abre los ojos en la adolescencia

motivarsesUna entrevista del pasado domingo al Catedrático de Teoría Literaria de la Universidad de Oviedo, Javier García Rodríguez, ofrece la siguiente afirmación “Fui peón de albañil dos veranos y fue tan durísimo que hizo que la dureza del estudio me pareciera blanda”.

Me llamó la atención porque yo tuve mi particular caída del caballo como Saulo cuando tuve mi propia experiencia laboral veraniega que me mostró la conveniencia del atajo del estudio para tener una vida mejor.

Lo contaré porque figura entre las experiencias que posiblemente repetiré machaconamente cuando sea viejecito (una anécdota de la adolescencia que me servirá para la obsolescencia). Ahí va.

ADRI1. Tenía entonces 19 años, cabeza llena de pájaros y las hormonas en pie de guerra, como cualquier chavalote de la época. Había terminado segundo curso de la licenciatura en derecho, con la misma sensación de quien está aburrido en una fiesta porque le han regalado las entradas y no tiene donde ir. Por entonces aquello se me antojaba un absurdo encuentro de profesores sin interés en enseñar con alumnos sin interés en aprender, con el agravante de que paradójicamente algunos no queríamos terminar porque con ese bagaje formativo el futuro profesional se adivinaba temible.

Total que con el verano libre por delante en la villa marinera de Llanes, contaba con mi pandilla de amiguetes y saboreaba la maravillosa rutina veraniega. Disfrutabas de la playa mañanera en el Sablón (si llovía una sidrería te protegía), paseabas por sus callejuelas y oteabas el paisaje humano desde el puente del centro de la villa, mientras esperabas algún que otro guateque de la época donde tu capacidad de seducción no se estrenaba pero te atiborrabas con cuchipandas de chorizo, tortilla, sidra o vino barato. Eso sí, era maravilloso sentirte joven, eterno y cabezota, pero sobre todo, con amigos estupendos con los que aprendías a ser mayor. O sea, cometías los mismos errores que los mayores pero con el atenuante de no serlo.

2. Sin embargo, por entonces disfrutaba de una modesta paga semanal que me facilitaba mi modesto padre, de manera que se agotaba el capital rápidamente. Entonces brotó una propuesta de trabajo como un caramelo envenenado de un personaje cruce de Fagín (Oliver Twist) y el ciego del Lazarillo de Tormes. Me ofreció repartir los productos calificados de coloniales con una furgoneta Siata por todo Asturias.

Al fin y al cabo solo se trataba de cargarla de mañana, repartir la mercancía, cobrar por tiendas y bares a los clientes los pedidos, y regresar a Llanes para disfrutar de las 500 pesetas de entonces, que era un fortuna para mi adolescencia.

siataLo que no sabía era que aquella furgoneta se podía llenar mas que el camarote de los hermanos Marx y descubrí que en matemáticas el volumen de una furgoneta pequeña tiende a infinito.

Allí conseguía embutir cajas de aceitunas, tomates en bote, chocolate, botes de colacao, toreras, pimentón, agua, papel higiénico, jabón lagarto, sal, azúcar, fabes, jamones, queso… ¡increíble!. Llegaba a las 7 de la mañana y no conseguía cargarlo todo hasta las 9, momento en que partía con mi furgoneta blanca, y donde empezaba mi trabajo de riesgo, porque la furgoneta tenía la rara habilidad de que había que mover el volante incluso en recta, en las curvas la bocina había que tocarla con el antebrazo y lo más importante, había que aparcarla siempre, siempre, siempre, cuesta abajo, porque la batería se descargaba.

Luego me esperaba la ruta por Colunga, Lastres, Cabrales, Panes… toda la orografía del Oriente de Asturias. Conocía la geografía de la zona, hasta el punto de que aparcaba la furgoneta donde podía (cuesta abajo) y luego acarreaba los productos como los paisanos, sin carro ni otra ayuda que los brazos. Después los cotejaba con la dueña o dueño del bar o tienda y cobraba su importe, y así completaba mas de una docena de destinos perdidos en el campo y el monte, en tiempos donde el gps o navegador era un adolescente al volante preguntando a cualquier paseante.

empujarAsí comprobé la capacidad de esfuerzo del ser humano en condiciones extremas y comprendí en vivo y en directo, lo que las entonces lecturas obligadas de Martín Vigil mostraban, que la vida sale al encuentro. Aunque en mi caso lo que encontraba eran unas condiciones laborales propias del comienzo de la revolución industrial, y por supuesto, ni seguridad social ni constancia del pago en recibo alguno.

Eso sin olvidar que cuando regresaba del duro día, solía decirme el patrón con sonrisa cameladora: «bien podías echar una mano descargando un camioncito que acaba de llegar de Jaén», y allí me tienes haciendo músculo porteando cajas de un camión trailer emulando al protagonista de la serie televisiva de éxito, a Kunta-Kinte, “hijo de Omoro y Binta, de la tribu mandinka del poblado de Jufure…”. Y es que aunque aquella nave estaba atestada de productos, por mucho que buscases jamás encontrarías la protección de los trabajadores y de los consumidores.

3. Así y todo, la experiencia era buena porque descubrí la picaresca en estado puro. La picaresca del dueño de la empresa para la que trabajaba que cuando me devolvían un producto por caducado o en mal estado, lo volvía a enviar a otra tienda hasta que “colaba” y un cándido cliente se quedaba con él.

Y la picaresca de algún comprador que mientras yo iba y venía porteando hacia la furgoneta se apropiaba de alguna mercancía y la escondía con habilidad de prestidigitador bajo el mostrador, con lo que curiosamente no salían bien las cuentas a mi favor.

picaroClaro que también me hizo ser un poco pícaro pues ya me encargaba yo de compensar al cliente al que le colaba el producto defectuoso (bolsas de fideos con agujero, gaseosas sin gas o chorizo de color sospechoso). Además en una ocasión tuve que dar un frenazo (ya que la furgoneta solo frenaba de golpe, nunca progresivo) y la carga restante se volcó dentro de la cajuela de la furgoneta, quedando las cajas de pimentón desparramadas, lo que no fue obstáculo para que volviese a taparlas, con menos cantidad de la anunciaba. ¡Al fin y al cabo, yo tenía que sobrevivir!.

4. Así iba mi experiencia durante una semana interminable y durísima. Me dolían los brazos, la espalda, las manos y la conciencia. Y mi patrón me revisaba al irme (solo le faltaba un arco metálico para comprobar que no le llevaba nada). Pero no seré tan duro con él, pues en una ocasión se me rompió un bote de cristal con aceitunas y tras limpiar el cristal con una mano de tanteos inconfesables me colocó un puñado de aceitunas supervivientes en la tapa y me dijo con tono paternal: “Come, hijo, que están ricas y tienes que alimentarte”.

sobreTambién me enseñó a reflexionar pues cierto día en una zona montañosa no conseguía arrancar la furgoneta y la eché cuesta abajo por un tortuoso sendero y por mucho que ronroneaba, mientras yo la maldecía hacia abajo, no arrancó y quedó varada en el fondo del valle junto a una laguna solitaria. Aquello era una pesadilla. Solo veía la montaña, el pedregal y un jamón asomar por el cristal de la furgoneta. La hora del mediodía y yo seguía allí, cada diez minutos intentando arrancar una furgoneta que parecía que se reía de mí. Me debatía entre las lágrimas y el impulso homicida hacia el patrón.

Entonces decidí dejar ese empleo y como si ese fuese un buen presagio, intenté arrancar y la furgoneta se encabritó. Aceleré a tope para que no se volviese a parar y con un ruido ensordecedor que puso en fuga a todas las aves y alimañas de la zona, pude conseguir volver a la civilización. Entregué la furgoneta al patrón, y le dije que no volvería a trabajar, lo que sintió mucho. Y lo entiendo porque pocos primos quedaban como yo. Además aprendí que esas 500 pesetas que ganaba con sangre, sudor y lágrimas durante ocho horas de duro trabajo, me las fundía con los amiguetes en francachelas antes de anochecer.

Eso sí, para compartir lo bueno y no dejar al patrón en la estacada le pasé mi “estupendo” trabajo a un buen amigo, que no sé si gracias a su experiencia (duró diez días) hoy día es un reputado traumatólogo.

5. Y entonces la moraleja se me ofreció con claridad: Tenía que estudiar. Yo no sobreviviría de adulto a un trabajo de esfuerzo físico o manual. La mejor inversión de mi vida sería estudiar para tener una vida mas cómoda y enriquecedora. A otros le pasa la vida como una moviola tras una experiencia, pero a mí me pasaron las ganas de trabajar por cuenta ajena con la fuerza humana. Y con este regalo de la motivación, conseguí estimularme para seguir estudiando hasta terminar la carrera. Esforzarme en el presente para mejorar en el futuro.

Captura de pantalla 2017-03-07 a las 17.27.44Y esta es la historia que os cuento. Absolutamente real y quizá todo el mundo tiene una parecida. Quizá sería mas poético decir que el estudio me cautivaba y aprender era una sinfonía celestial. Pero no, fue una motivación material y de supervivencia. La letra, con experiencia entra.

Por eso pienso que todos los adolescentes deberían tener una experiencia laboral obligada de tipo manual o pesada durante quince días, y retribuida.

Y entonces, con conocimiento de causa, decidir si estudiar una profesión de despacho, local o una profesión de esfuerzo físico. Todas son dignas, pero muy distintas desde la perspectiva de la propia comodidad.

6. Esto se lo conté a mi hijo para motivarle ahora que está a las puertas de la Universidad, junto con los consejos para elegir carrera. Y aunque abría los ojos y ponía gesto de atención, me temo que se debía a su estrategia para conseguir financiación para su viaje de fin de curso. Creo que la posibilidad de que mi hijo se lance a estudiar ardorosamente a raíz de mi historieta es tan remota como la posibilidad de que yo cambie de religión a raíz de una visita a casa de una pareja de mormones. Pero había que intentarlo.

Por eso, sigo pensando que mas que mil palabras y relatos vale una experiencia propia. Solo el que ha estado en Vietnam sabe lo que fue aquello.

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