Si analizamos cualquier noticiero nos percataremos de que las malas noticias son el plato fuerte, adornado con algunos entremeses de noticias buenas y el postre de frivolidades (sociales o deportivas). Hoy me estremecen los atentados islamistas, ayer la temeridad del oscuro líder de Corea del Norte, anteayer eran los pasajeros de las pateras, y desde hace mucho tiempo las tropelías del maligno cáncer, etc.
Los hechos tristes, luctuosos o inquietantes deben servirnos para reflexionar y actuar en consecuencia. Lo que no debemos caer es en el pozo del pesimismo, en la abulia existencial ni en ladrar a diestra y siniestra.
Lo comento por el contrapunto de estas terribles noticias con mi personal visión matinal en este pueblecito leonés de un cielo azul, un sol brillante, unido a la envoltura de aire puro con silencio. Maravilloso. Se trata de un instante de eso que etiquetaba James Joyce como momentos de “epifanía” en que el mundo parece detenerse y se alcanzan unos impresionantes instantes de lucidez para disfrutar la esencia las cosas y una comprensión calmosa y gratificante del mundo. Son unos instantes en que nos quedamos absortos, plenos, casi ingrávidos, pero que nos maravillan. Todos los hemos sentido, aunque la misma zanahoria no hace salivar igual a todos.
Aunque algunos ven en la epifanía connotaciones religiosas, cuando un religioso o brujo se ensimisma y capta la divinidad, creo que tales momentos de clarividencia no son experiencias místicas sino experiencias maravillosas que, no son frecuentes en la vida cotidiana, pero existen y lo agradecemos vivamente cuando tenemos la fortuna de experimentarlas.
Particularmente, he sentido esa sensación de placer íntimo, de serenidad, de comprender que la vida cobra sentido en instantes (que desgraciadamente, son eso, “instantes”) en situaciones como las que expondré… E insisto, en que son instantes, que cada uno atesora en el cofre de la memoria para repasarlos como la prueba de nos sentíamos vivos.
No necesito meditaciones zen, coaching, viajar a la India, yates enormes, conciertos de maestros, lujosos hoteles, ni costosas experiencias… Basta con la memoria y el regalo de disfrutar esos instantes que, por alguna extraña razón, se presentan de forma deliciosamente sorpresiva y escasa.
Ahí van algunos de mis momentos de epifanía, celosamente guardados en mente.
Cuando escuché la voz clara, sencilla y convincente del admirable filántropo Vicente Ferrer sobre la necesidad de ser generosos y la misión universal que tenemos de salvar a la humanidad.
Cuando leí algunos pasajes de libros que sabían conducirme a territorios inexplorados y a romper mis barreras…y cuyo nombre eludo para no ser ingrato con tantísimo autor que tanto me ha aportado.
Cuando he caminado solitariamente en la noche tras una velada de cine de película impactante, que sacude mis convicciones (me viene a la mente por ejemplo, la película de mi adolescencia, La Naranja Mecánica (S. Kubrick, 1971), o la reciente Her (Spike Jonze, 2013).
Cuando he sentido deshacerse suavemente en la boca en esa primera cucharada de alguna fabada casera en lugar recóndito asturiano con buena compañía…
Cuando me he volteado somnoliento en el lecho en el mágico instante en que me he percatado de la fortuna de amanecer en los brazos deseados.
Cuando he contemplado la turbulencia del mar en pie de guerra azotando la costa de Llanes.
Cuando se cerraba la losa sobre la tumba de mi padre, en su entierro y comprendí lo que es el sacrificio, la gratitud silenciosa y la sensación de ser un ratoncito en el universo.
Cuando crucé mi mirada cara a cara con un oranguntán de pelaje naranja, tras un sólido cristal, en el Zoo de Santillana del Mar.
Cuando escuché hace poco la canción que tenía aletargada, noña y tierna, pero enraizada en mi pasado, Chiquitita del grupo Abba.
Cuando he sentido la unión sincera y cálida con ese puñado de amigos en torno a un mantel, en instantes en que el alboroto se evapora y repasas con la mirada esos que siempre te acompañan y ayudan…
En fin, cada uno tiene sus propias epifanías. Las mías son modestas, pero son mías. Lo triste es dejar seguir la vida sin experimentar esos instantes de lucidez placentera, cayendo en la rutina, en no detenerse a abrir los ojos y la mente… En olvidar el consejo de Hans Christian Andersen para abrir los poros al exterior: “Nuestra vida es el cuento mas maravilloso”.
Hay un mundo valioso que parece invisible, pero lo parece porque tenemos los ojos cerrados… Si nos detenemos a mirar con atención una flor, un árbol, el cielo o sentir el viento… O dejar vagar la imaginación por un relato, o sopesar lo que un pensador nos ofrece rumiado. O repasamos lo que nos queda de nuestra niñez. Algo nos sacudirá la mente. Seguro.
Para algunos esos instantes de epifanía son como el Cometa Halley que aparecen cada 76 años, y para otros como las mariposas, que vienen y se van cuando menos lo esperamos.
Tenemos el deber de perseguir esos instantes, con nuevas experiencias, no cerrando la puerta a nuevas visiones, lecturas o situaciones, y ello aunque resuene la advertencia del clásico poema de Bécquer (Volverán las oscuras golondrinas, 1868), que no me resisto a reproducir en su integridad, porque hasta unos simples versos encierran toneladas de sabiduría:
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres…
ésas… ¡no volverán!
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres…
ésas… ¡no volverán!