No tengo nada contra los orientales, su cultura ni cocina, pero confieso que ayer salí escaldado de un restaurante japonés situado en un enorme centro comercial. Una experiencia que merece compartirse.
De entrada precisaré que no es un restaurante oriental artesano, de servicio personalizado y cocina cuidada, que los hay estupendos. Se trata de un restaurante tipo buffet, o sea, te sirves lo que quieras del recipiente que quieras hasta hartarte por un precio fijo. Tarifa plana para que el cliente coma lo que quiera y menú plano para el restaurante que te ofrece lo que quiere. Solamente debe pagarse la bebida aparte.
Lo cierto es que siento predilección por los restaurantes caseros y con aroma tabernario, especialmente por mis queridas sidrerías asturianas, pero al ir acompañado de mi Belén y mis dos hijos pequeños (8 y 10 años) y como los pequeñuelos se habían portado bien (solo les había regañado siete veces, gritado otras tantas y colocado dos al borde de la apoplejía) pues ante sus fervientes ruegos, decidí invitarles al menú buffet de un restaurante enorme situado en un gran Parque Comercial.
Tras pagar la bebida y el precio único del menú, nos aguardaban varias mesas alargadas con las viandas. Una destinada a pescado, marisco y similares. Una segunda para verduras y postres, con una amplia presencia de sushi. Y la tercera para fritanga y platos de difícil identificación. Me molesté en contar el número de vasijas para cada tipo de viandas que suponía un total de… ¡46! He visitado museos con menos especies y ese restaurante me enseñó que existían hasta tres tipos de cangrejos que yo no conocía, unido a unas espeluznantes ranas congeladas (espeluznantes por estar decapitadas y por su tamaño) y gambas tamaño S, M, X y XL… También me reveló mi dificultad para distinguir entre tallarines, fideos y macarrones puesto que parecen compartir envoltorio vegetal.
Lo de la carne también parecía variada en forma, salsa y presentación, aunque no había albóndigas, quizá porque cada trozo de carne es una albóndiga plana.
No deja de llamar la atención que tales expositores de comida carecen de una chapita o rótulo indicativo de la vianda, para facilitar su identificación por el usuario, aunque quizá se confía en aquello de “una imagen vale por mil palabras” o más bien “ojos que no ven, corazón que no ve”. Por eso, se tiene la sensación de un almuerzo por “cata ciega”.
O sea, libertad para consumir al gusto de tan amplísima oferta, lo que anunciaba un buen comienzo.
Pero el espectáculo acaba de comenzar…
Pronto comprendí que ese restaurante era mal negocio para los clientes y bueno para la empresa.
Era mal negocio para los clientes porque la cantidad no lo es todo en la vida. Acabas comiendo más y más veces de lo que necesitas y conviene y eres víctima de la glotonería hacia los platos que te seducen. Pero lo difícil es que en cuanto a sabor, son platos sin término medio. O no saben a nada o saben a especias potentes.
Y es buen negocio para la empresa porque juega con grandes cifras y pedidos y tales platos, fuera del envoltorio o envase, pierden todo rastro de su pedigrí, marca o componentes.
Lo más revelador ocurrió cuando tuve el atrevimiento de preguntarle al camarero que composición tenían unas bolitas con sésamo que me parecían deliciosas. El camarero me dijo que no tenía ni idea, así que consulté al que parecía el responsable quien me dijo que “parecía relleno de algo como chocolate”, y ante mi insistencia en que la composición es lo mínimo que debe conocerse con precisión por el personal de un restaurante ante riesgos de alergias, intoxicaciones o similares, me despachó con un lapidario “Todo viene de China”. Aquella respuesta me dejó perplejo.
Primero, porque me entero que la comida viene de fuera, o sea, no se hace en la cocina, con el mimo, frescor y dedicación inmediata. En el restaurante se vuelca en vasijas y se calienta en la plancha como quien vuelca el pienso en el pesebre.
Segundo, porque la comida… ¡viene de China!, dato curioso siendo un restaurante japonés, cuya publicidad enfatiza el auténtico sabor japonés (!!!).
Y tercero, porque “toda” la comida viene de allí, no parte ni la típica… ¡¡toda!!, ¡¡¡todaaaa!!!
Ya podía imaginarme que el chipirón que acababa de tomarme había sido capturado en el puerto de Shanghái (que por cierto significa “En el mar”), y de ahí pasado a la lonja y congeladores del puerto, para luego ser tratado en fábricas por trabajadores que sueñan con tener las condiciones de los esclavos en la américa sudista y que son empaquetados para su transporte en contenedores que son cargados en enormes buques para venir a España. Y así, ocho meses después de que el pequeño chipirón fue separado de su familia, acaba en Asturias como momia congelada que se fríe y que paladeo como quien masca chicle sin sabor. Lo dicho para el chipirón vale para las cigalas, las navajas, el pollo, el pato, la ternera, los vegetales y todos los demás productos que se me ofrecía en tarifa plana.
No deja de tener su gracia que se requieran autorizaciones para manipulación de alimentos en los restaurantes cuando todos los alimentos ofrecidos son manipulados en países donde no hay garantías de que se traten con limpieza, cuidado, proporción y seguridad. No caeré en la injusta leyenda urbana de que tal comida se nutra de gatos, perros o ratas, pero sí en que el comensal no sabe que diantres come realmente, en qué composición, con qué aditivos y qué calidad.
El resultado fue una comida copiosa, que me dejó como una boa tras tragarse dos ovejas, de difícil digestión, unos coloretes debidos a alguna especie invasora y un malestar físico tremendo. Y sí, me anticipo a confesar que soy poco prudente y poco congruente, pero débil cuando tengo hambre y más débil cuando lo he pagado. O sea, soy humano. A veces soy tan incongruente como las viejecitas del chiste de Woody Allen, en que una se queja de la comida de la residencia y le dice a la otra: ¡Estas raciones son una bazofia!, y la otra le replica: ¡Sí, y además escasas!.
Eso pese a lo evidente de la sobredosis de calorías aceitosas. De entrada, resulta que el pollo agridulce, que parece llamarnos seductoramente por su color, no se sirve en China donde la salsa agridulce solo se emplea con platos de pescado, sino que se nos ofrece aquí como envoltorio a trozos de pollo frito, como salsa dulcísima unida a tropecientas calorías y que no falte el aceite de freír reutilizado, que es la mejor recomendación para una mala salud de hojalata.
Los rollitos de primavera nos alegran por su aspecto crujiente pero sus calorías y relleno impedirían su ingesta responsable a ningún ser vivo evolucionado.
Lo de los fideos con verduras, carne y salsa sería digno de una exposición de arte moderno que pudiera visitarse por su apariencia vistosa, pero jamás probarse sin moderación, bajo riesgo de emular a los luchadores de sumo.
Me encanta el nombre de “pollo al limón” pero resulta otra variante de rebozado de azúcar con limón.
En cuanto a las costillas de cerdo, cualquier indagación sobre si es cerdo y en tal caso, si son sus costillas, corre serio riesgo de fracasar.
Igual me sucede con el sabroso pan chino y los chips de gambas, que son deliciosos en el paladar y bajo su aparente inocencia, se convierte en saboteadores en nuestro interior digestivo.
Pero lo más decepcionante me resultó el sushi que, pese a ofrecerse en varios platos con distinta composición del pescado crudo, todos sabían igual: a arroz frío envasado en papel barato. Nada que ver con el auténtico sushi ofrecido por auténticos restaurantes japoneses.
Después me sentí próximo al llamado síndrome del restaurante chino, cuyos síntomas incluyen dolor de cabeza, sudoración y enrojecimiento de piel y rostro, que como es sabidos se debe al abuso del aditivo alimentario del glutamato monosódico, que no es tóxico pero puede provocar reacciones adversas en algunos clientes.
O sea, que acudir a estos sitios de buffet orientales es una tentación fácil para gastar poco y comer mucho, sin tener que lavar platos o recoger mesa, pero puede salir caro porque la nutrición importa. Mucha grasa, mucho azúcar, poco fresco y reutilización impune.
Así y todo, creo que la comida china puede ser muy saludable. Basta con “saludarla” y no tomarla en estos sitios de comida rápida o buffet. Con razón aconsejaba Don Quijote a Sancho: “Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago”, y si en aquéllos tiempos hubiese fondas con buffet orientales, posiblemente hubiera añadido: “… no pagues barato, Sancho, por mucho holgar y alegrar el estómago, por mucho que la comida la ofrezcan gentes de lejanas tierras, que demostrarás tu villanería y te arrepentirás tú y también tu borrico Rucio se quejará de la pesada carga”.
En fin, este que ahora os muestro sí es un auténtico restaurante japonés de comida auténtica… y precio auténtico… ¡¡A vuestra salud!!
El terrible buffet japonés del centro comercial. Cuando alguna vez fui y vi lo que era aquello me pregunté si alguna vez vez irían los Inspectores de Sanidad por allí. Fue una experiencia espantosa.
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y te sancionan x lo que sabéis.
ponemos denuncia
contra la salud publica?
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