Todos hemos tenido algún momento de desaliento, de desesperación o de bajar la cabeza. Crecer es madurar, y eso pasa por recibir alegrías y penas, sorpresas y decepciones, y a veces por darse cuenta de que afrontamos retos o metas inalcanzables.
Es un tópico realista aquello de que nos arrepentimos mas de lo que no hicimos que de lo que hicimos, pero creo que la clave no está en perseguir la luna sino en saber perseguirla pero en saber pararse por decisión propia.
O sea, se trata de no tirar la toalla a la primera. Ni a la segunda. Ni a la tercera. Después ya es hora de aprender nuestras limitaciones. Sin arrepentirnos de reorientar la vida. Pero eso sí, que las voces de amigos, familiares y personas que nos importan, nos faciliten las decisiones pero que no nos las suplanten.
Conozco muchos casos de soñadores que juegan al cuento de la lechera con lo que harán, conseguirán o poseerán, pero no pasan de la decisión a la ejecución, y se olvidan de la sencilla y sabia enseñanza de Confucio: “ Para alcanzar una montaña, hay que dar un primer paso antes del segundo y el tercero”. Pero añado de cosecha propia, si nos cansamos, pues pararemos cuando nos plazca, y si vemos un escollo, pues rodeemos la montaña, Y si finalmente se revela inexpugnable, pues miremos hacia abajo y estaremos felices por todo lo que hemos conseguido pero mucho mas felices bajando.
Viene al caso porque en el exterior de una tienda de Oviedo me he tropezado con un cartelito con una cita de la película Rocky que resulta inspiradora:
Seguir cuando crees que no puedes más, es lo que te hace diferente a los demás
Cuando era jovencito quería escribir una novela. Me puse a ello y mil veces quise dejarlo, pero al final conseguí ultimarla y la confianza en mí mismo subió varios enteros. Y eso que la novela no se publicó y seguro que su calidad era deficiente, y que ni el hábito hace al monje ni una novela hace un novelista, pero me demostró que tenía razón Cela cuando dijo aquello de «El que resiste, gana».
También recuerdo cuando hacía gimnasia acrobática, al salir de la Facultad de Derecho, iba tres tardes a la semana al Palacio de Deportes de Oviedo y me subía a un potro de arcos; mi meta era hacer un molino o sea: subirme al potro y con una mano firme en cada arco, pasar la pierna derecha adelante, para luego unirla a la otra sacarlas juntas en movimiento circular y ponerse a girar con elegante balanceo. Es una técnica compleja que impone al gimnasta el dominio de la fuerza centrífuga, la centrípeta, el control de la respiración, el apoyo para sujetar todo el peso en las muñecas ( alternando en cada una) y no olvidarse de levantar la mano para dejar pasar ambas piernas, a lo que se añade que cuando las piernas están atrás, el cuerpo está delante y viceversa. Un equilibrio endiablado, veloz y que requiere fuerza y resistencia. Solo quien sabe hacerlo, sabe lo que cuesta.
Pues bien, ya talludito emprendí esa labor, no para un campeonato ni exhibición, sino por mi propio placer de conquistar esa ansiada meta (de adolescente era un mediocre gimnasta). Creo que no exagero si confieso que en cada hora de entrenamiento antes de hacer el primer molino me caía mas de cien veces de promedio; además eran caídas aparatosas, como jinete expulsado del rodeo americano, en que rodaba por las colchonetas con gran estrépito y cada vez con estilo de caída diferente.
Mi entrenador me animaba y allí estaba yo otra vez encaramado. Caía y me levantaba. Pensé muchas veces dejarlo, porque 22 años no era para torturar las muñecas, la espalda y revolcarme por el suelo, como tampoco era para ofrecer el espectáculo a otros deportistas que día a día contemplaban aquél muchacho moreno de anchas espaldas y musculoso que intentaba domar el potro, pero que mas bien parecía un burro terco que le coceaba.
Pasados seis meses, conseguí el primer molino completo. La luz se hizo. Mas caídas. Luego vinieron dos seguidos. Seguí cayendo pero me levantaba contento. Al final de esta etapa conseguí garantizar unos dignos cinco molinos seguidos con naturalidad, e incluso en una memorable ocasión alcancé sin bajarme del potro los…¡ 32 molinos!. Cuando alcanzaba este modesto gran record, mientras sumaban las vueltas controlando respiración y peso, me sentí el rey de la creación, me consoló de todo mi esfuerzo y aprendí la lección de que hay que esforzarse.
Y lo que vale para conseguir estas pequeñas proezas gimnásticas, pues vale para la vida. Ya se trate de estudio, deporte, habilidades, seguir una dieta o el juego, siempre hay que intentar apurar el esfuerzo al máximo, un poco más. La cosecha siempre viene. Si se consigue, perfecto. Si no se consigue, al menos sabremos que estamos hechos de pasta de luchadores, que saben exprimir el mejor zumo de la vida.
Retirarse tras un esfuerzo serio no es un fracaso. Supone la luz de un comienzo, porque nos permite reinventar nuestra vida. Reorientarla a otras metas.
Podemos decir que no hay ningún objetivo inalcanzable en nuestra vida, porque nosotros somos los que fijamos el objetivo o las dianas de nuestros sueños, y debemos exigirnos esfuerzo para acertar con flechas, pero si finalmente no acertamos, el problema es de la diana. Cambiémosla.
Hay miles de planes, de experiencias y mundos ahí fuera. Y siempre hay chispa para afrontar la vida. Lo que no podemos es conformarnos con repetirnos que sabemos lo que nos conviene, lo que debemos hacer, y sorprendentemente, no lo hacemos. No lo intentamos o lo hacemos sin esforzarnos. Pero sobre todo no nos olvidemos de que «seguir cuando no puedes más, nos hace diferentes a los demás». Mejores y mas felices.
Nunca olvidemos el placer de conquistar lo que parecía imposible.
Qué inspirador es lo que compartes hoy. A mí me deja pensativa. Pensativa entre momentos vividos y el aprendizaje. Ése que no hay que olvidar para afrontar esos momentos futuros que tarde o temprano acaban llegando. ¡Sigamos intentándolo! 🙂
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El caballo con arcos es el ejercicio más complicado, enmarañado y traicionero de la gimnasia deportiva. Requiere de fuerza, flexibilidad, coordinación y movilidad. De una cierta genética favorable. Y de comenzarlo a practicar a una edad temprana. Por eso, lo llamativo de su caso, no es ya el no haberse dejado vencer por la caídas, el dolor y la tardanza en ver llegar los resultados, sino el mero hecho de decidir comenzar a practicarlo tan a contracorriente. Eso nos dice mucho de su carácter y manera de ser. Nunca rehuir de lo difícil, por el hecho de serlo (o de resultar, en apariencia, imposible). Siempre cabe superarlo (y, de no ser así, mientras se actúe de verdad y sin reservas, siempre vale la pena el haberlo intentado ). Nos hace más fuertes y mejores y nos da mayores satisfacciones.
Quizás la vida sea una suerte de caballo de arcos que hay que aprender a domar en el día a día. Cuando relincha, te tira o te caes (una y otra y otra vez) y crees que no puedes más, hay que volver a intentarlo.
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Muchas gracias por su artículo. Siempre he admirado a las personas así, que no se rinden, que no tienen miedo, valientes en una palabra. Pero creo que esa valentía es un rasgo de la personalidad, se tiene o no se tiene, y si no se tiene es muy difícil ser así, por más que una quisiera.
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