El pasado jueves comprobé que existen escenarios de paraíso que no cuentan con palmeras ni luces psicodélicas ni esnobismo vacío. Escenarios que dan la felicidad sin grandes costes, sin reservas previas, sin viajar a lejanos confines y sin tener que dejar de ser uno mismo.
Me refiero a la ocasión que tuve la semana pasada de regresar al local de Las Caballerizas del Palacio Anaya, en Salamanca, un espacio mezcla de mesón y taberna, donde reinan la camaradería, el jolgorio y buena pitanza, con fuerte ambiente al estilo de la cervecería bostoniana de Cheers, “where everybody knows your name”, mezclado con gotas del Pub La Lola de León (la taberna del Buda).
Las Caballerizas, como su nombre indica, son un local situado en los bajos del Palacio de Anaya, donde se ubica la Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca, que se destinaba a las cuadras y caballerizas donde los clérigos, los nobles y los académicos dejaban sus jamelgos para recibir alfalfa, calor y descanso. Y por supuesto, los estudiantes tenían sus habitaciones encima de las caballerizas para beneficiarse del calor de los jamelgos, consuelo no desdeñable en la fría ciudad.
Hoy día, y desde hace más de tres décadas, los estudiantes se benefician del calor del bar, siguiendo la letra de la canción de Gabinete Caligari:
Bares, qué lugares
Tan gratos para conversar
No hay como el calor del amor en un bar.
Las Caballerizas son un espacio que conserva la arquitectura original de ladrillo estilo bóveda de cañón, bien acondicionado, limpio y adaptado para como mesón para servicio de estudiantes, profesores o cualquier ciudadano que logre encontrarlo, pues como las criptas y lugares de embrujo, aunque está cercano a la Catedral, frente al Teatro Juan de la Encina, hay que preguntar para llegar. Al igual que el estudiante salmantino tiene que encontrar la rana en la fachada de la Universidad para el éxito, el vecino y el turista tienen que encontrar las Caballerizas para alcanzar la sana holganza.
Destaca la luz mortecina que proporciona intimidad. Sillas y mesas de madera o mármol, con muescas, cuero e historia. También resulta inspirador el ambiente fresco y juvenil de ver juventud y profesores, en el bullicio que es propio. Y sobre todo un equipo de camareros amable y cordial, comandado por Antonio, o mas bien Maese Antonio, quien es un cruce de relaciones públicas, hostelero, juglar y anfitrión. El hombre de la sonrisa más rápida de ese lado del Tormes.
Y cómo no, los pinchos en tal variedad y calidad son enemigos de cualquier dieta y propósito navideño. Pero no solo hay pinchos, también raciones y platos, todo casero y abundante.
Así que atravesar las puertas del local me vino a la mente un pasado no lejano de dejarme llevar hace dos décadas por la charla, el café, vino o zumo de rigor, de forma relajada, en las mañanas de invierno o verano, pues la temperatura siempre se mantiene allí. Hay cosas y lugares que no cambian ni deben cambiar, y son como Las Caballerizas, han cambiado a mejor.
La temperatura de la amistad, de la campechanía, del buen yantar y de los abrazos.
Saludé a unos y otros, abracé y fui abrazado, y despaché buena pitanza en la mejor de las compañías. ¿Qué más se puede pedir?.
Esos momentos son los que proporcionan un baño de optimismo y disipan el malestar de la política, de las preocupaciones de salud o económicas, pues entre buena conversación y risas, sin revólveres ni mala leche, un puñado de amigos disfrutamos de un trozo de paraíso.
Por algo Las Caballerizas están en la Facultad de Filología, porque es un lugar amigo de todas las lenguas, aunque el idioma más hablado es el de la cordialidad. No hay espacio en el local para malas caras, alboroto ni pedantería. Confieso que he estado en sitios de pompa y mantel noble con engolados camareros, de acceso selecto, donde me invadía el desasosiego y de donde salí con vacío (vacío en el estómago, vacío en la cartera y vacío en el corazón), mientras que Las Caballerizas no defrauda, pues se llena el estómago, el corazón se inflama y la cartera se mantiene. Sitio para vivir, sitio para volver.
¡¡ Si esas paredes hablasen !!… sería un torre de Babel de conspiraciones académicas, jueguitos amorosos, canciones de voces tintas, negocios y pasatiempos… Lugar donde resucitar los tiempos muertos y donde contraen matrimonio estupendo un buen ribera con la tortilla y de padrino el jamón de Guijuelo…
Si se me diese bien la música compondría una canción para dedicársela, pero como decía Woody Allen, tengo el oído de Van Gogh para la música, así que opto por escribir un canto de admiración hacia este santo lugar, por la apacibilidad que deja respirar, y que tiene ecos de The Cavern club, el local de Liverpool donde los Beatles comenzaron sus éxitos, aunque esperemos que Las Caballerizas tengan más larga vida y así será mientras maese Antonio tenga cuerda, que la tiene, ya lo creo.