Me despierto y me han robado una hora de vida. La primavera cobra peaje con el cambio de horario y me maravilla que aceptemos sin rechistar el cambio de nuestros hábitos, de horario de sueño y de disfrute de la luz del día o de las sombras de la noche.
Esto del tiempo es cosa de locos. Ayer mismo explicaba a mi hijo de once años la relatividad del tiempo esperando un semáforo. A él se le hacía insoportable porque íbamos a un cumpleaños y le indiqué que si fuésemos en coche le parecería insoportable esperar a que pasasen los peatones. Para rematarlo le pregunté si el tiempo en el recreo pasaba mas rápido que en clase. Lo entendió perfectamente, pese a que yo mismo sigo irritándome cuando espero, aunque sea justificadamente. Eso sí, volví a darle la cantinela de que hay que ser positivo y optimista en la vida.
De hecho el otro día fui al centro de salud para un control rutinario. Ya habían pasado veinte minutos de la hora que tenía asignada, mientras esperaba con otros pacientes que miraban con tensión sus relojes. Mi enojo crecía. Intenté calmarme reflexionando que cada cosa necesita su tiempo, y que también me gustaría que me atendiesen con lentitud y dedicación y no como en el MacDonald. Nada.
Lo que me puso los pies en la tierra fue que me percaté que el rótulo de la puerta del médico de cabecera, que todos mirábamos esperando se abriese, tenía otro nombre distinto del habitual, así que le pregunté a otro paciente que si «el nuestro estaba de vacaciones”; me contestó que había fallecido la semana anterior de un infarto y que la médico era nueva. En ese momento desapareció la ira. Me quedé sobrecogido. Mi médico. La persona afable, de mi generación, que me atendía con cariño, atención y aspecto saludable, y que me regañaba por no mantener a raya el colesterol se había ido sin despedirse. Se había ido dejando un elevadísimo número de pacientes agradecidos. Y me había dejado plantado en mi cita previa porque él había tenido que acudir a la suya. Donde no hay lista de espera pues nadie quiere ir.
Escribo esto porque mi relación con este facultativo era discontinua pero creo justo aprovechar para agradecer la amabilidad, saber hacer y dedicación a tantísimo profesional anónimo con los que cotidianamente nos relacionamos, con los que no hay amistad pero sí cordialidad, y que un buen día desaparecen de nuestras vidas. Personas generosas que conciben su trabajo como servicio a los demás. Que atienden igual al primero que al último. Al rico que la pobre. Al elegante que al desastrado. Al educado que al grosero. Al pedante que al modesto. Al anciano que al adolescente. Y sobre todo, el don que tenía mi facultativo, sonriente y cálido, porque no basta con diagnosticar enfermedades, hay que saber informar al paciente.
Buenos profesionales los hay, muchos, ya lo creo. También malencarados y pésimos, pero esos ya llevan la penitencia con lo que pensamos de ellos. Es curioso que muchos albergamos la idea de que cuando alguien es buen profesional y buena persona debería tener un plus de longevidad, y que no es justo que se vaya antes que los malvados. Pero la guadaña no distingue hierba buena y mala, y la rueda de la vida sigue. Su vacante de médico se cubre por otro. La vacante de los pacientes va rotando mas rápido. Y quizá un buen día se asome el nuevo médico, diga mi nombre y no esté por haberme ido donde no se necesitan medicinas. Hasta el centro de salud algún día será demolido y otro mas moderno le sucederá.
Vidas y lugares cambiando. Cambia la estación y cambia la hora. Ahora lo veo mas claro. Bien está cambiar de rutina, de horario, y darnos cuenta que si la media de vida es de ochenta años, sufriremos un total de dos cambios de hora al año (marzo y octubre), o sea, 160 veces pondremos nuestros relojes en hora... Quizá a estas alturas solo me quede un tercio de cambios horarios ¿Solooooo?….¿Ehhhh?. Tengamos presente el título de la biografía de Shirley Mclaine: Baila mientras puedas… No hay mejor consejo. Eso sí, bailando procurando no tropezar ni pisar a nadie…
Y para darnos cuenta de la deseable actitud ante la vida, comparemos estas dos fotos.
Los ojos y la sonrisa son el reflejo del alma que permanece…
Lo que envejece mejora: la madera vieja quema mejor; el vino viejo sabe mejor; se confía en los viejos amigos y se aprende de los viejos autores (Francis Bacon,1561-1626)
Cuando eres joven y tienes muchos estímulos y experiencias, el tiempo parece pasar mas lento. Cuando eres mayor y adquieres rutinas, no cuestionas tus ideas y tienes menos experiencias nuevas, el tiempo pasa mas rápido.
También pasa mas lento cuando te sientes en armonía con tu pareja y cuentas con vida social.La moraleja está clara, amigos. Quedarse quietos, vivir cabreados y con actitud huraña no nos prolonga la vida y la que vivamos será mas infeliz. Si tan obvio resulta…¿por qué no cambiamos de actitud?
Quizás el secreto de una buena actitud ante la vida, y, por ello, ante el tiempo por el que ésta inexorablemente discurre (a ritmo distinto según cuál sea nuestra edad), esté en saber apreciar el valor de las cosas «simples». Y es que siendo la vida un puro vaivén (vital, profesional y afectivo) nos dan estabilidad, protección y anclaje frente a sus acelerones, frenazos y cambios de dirección.
Estar con quién quieres. Disfrutar de lo cotidiano. Querer de verdad. Ser agradecido. Cultivar la amistad. Extender tu mano. Apreciar lo que se tiene Regalar una sonrisa. Compartir un momento. Luchar por un sueño. Saber perdonar. Dormir como un niño. Reírse de uno mismo. … Y muchas, muchas otras, son cosas básicas que nos hacen ser naturales, terrenales y humanos y nos ayudan a no adulterarnos, perder el norte, descarrilar y quedarnos en tierra de nadie.
Por eso, la pregunta retórica que, a título de conclusión, pone fin a sus reflexiones, no puede ser más oportuna ¿por qué, entonces, no cambiamos de actitud ante la vida? Y ¿por qué no hacemos que nuestra sociedad también lo haga?
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Muy bonita reflexión
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