Leo asombrado la noticia de que dos montañeros suizos utilizaron una avioneta para que discretamente los depositase a 350 metros de la cima del Mont Blanc, equipados, para simular que coronaban el pico mas alto de Europa y testimoniar su fraudulenta conquista con fotografías.
La semana pasada me entero por la prensa que el director del astillero de Cartagena de la empresa naval Navantia falseó su curriculum durante treinta años haciendo creer que era ingeniero naval.
No hace mucho nos encontramos con políticos bajo sospecha por tesis doctorales fruto de la estratagema parasitaria mas que del esfuerzo personal. No faltaron escándalos sonados de científicos que ofrecían a bombo y platillo resultados que finalmente serían desvelados como fraude (como el del científico coreano que aseguraba haber alcanzado la clonación humana), o los escándalos de doping en alta competición.
Creo que vivimos en un contexto donde los espejismos y los engaños nos inundan mas de lo que creemos y es un síntoma serio de decadencia ética.
En el mundo de los negocios aceptamos con naturalidad las condiciones sin leer la letra pequeña, como tampoco examinamos la retahíla de cláusulas que confirmamos en internet por nuestra urgencia para leer o acceder al contenido; también firmamos sonrientes los folios de letra diminuta al comprar coches, electrodomésticos, artilugios o equipos costosos; ni por supuesto hay cabeza humana que se adentre a leer o reflexionar sobre las estipulaciones de los contratos de seguros o bancarios, ni tampoco de los contratos de suministros básicos de luz o telefonía en que el engaño acecha por todos los ángulos.
Y no digamos en las ofertas de productos de viajes, hoteles o almuerzos, donde gracias a comentarios de Booking, Trip Advisor o similares, merced a la opinión de anónimos clientes, conseguimos a duras penas descubrir lo que nadie nos dice sobre la calidad o condiciones (aunque también estos comentarios están bajo libertad vigilada).
O las cadenas de venta piramidal, donde cada vendedor coloca el producto a sus familiares y amigos, para que estos a su vez lo endosen a otros.
O las relaciones con abogados, médicos o arquitectos que siempre arrojan chispas con los clientes en momentos críticos sobre lo que realmente se dijo y se advirtió, sea sobre lo pactado, lo hecho o los honorarios.
Algo parecido sucede con la cultura de los productos ecológicos y naturales donde la inundación de etiquetas y efectos mágicos nos hace dudar de que ya contemos con tales pasaportes hacia la inmortalidad.
Incluso hoy día hay quienes se consideran amigos y acuden presurosos en tiempos de bonanza y éxito pero en crisis, tiempos difíciles y declives huyen y demuestran su falsa amistad (el párrafo de la canción de La Unión: «Dónde estábais en los malos tiempos, cuando ni gritando conseguí hacerme oír la voz»).
Poca confianza en los titulares periodísticos. Mas escasa en las redes sociales. De los políticos que cambian de opinión según el viento, todos sabemos lo que puede esperarse. Cuando era niño asistía a acuerdos que se cerraban estrechando la mano, y los vecinos solían dejar abierta la puerta de sus casas, u ofrecían su casa a los familiares sin recelo. La palabra dada y la confianza tenían gran valor y ahora parece devaluados.
¿Qué está sucediendo? ¿ A donde vamos a parar?, ¿Vale todo?, ¿vivimos un mundo de tramposos?; ¿tiene la culpa la educación o formación ética de tales personajes o empresarios, que ampara la picaresca y la impunidad del engaño?, ¿o tenemos la culpa el común de los ciudadanos que nos creemos todo lo que nos dicen sin someterlo al test de racionalidad o lógica?, ¿será culpable nuestra propia avidez por tener el producto o disfrutar del servicio, o creernos la noticia, lo que nos lleva a la ciega confianza y tragarla como un avestruz?; ¿acaso el problema brota porque estamos programados para valorar a las personas por sus adornos, supuestos logros o referencias y no por la valía realmente demostrada?, ¿somos frívolos al calificar las personas como serias, amigas o de confianza?
Lo que me preocupa es que se implante la coartada de que “como todo del mundo engaña, pues es legítimo intentarlo”.
No sé como se puede volver a la senda de los valores, del esfuerzo, del respeto a los demás. No tengo la receta mágica (solo intentar dar ejemplo, abrir debate y ser crítico con los engaños que se desvelan). No sé como combatir este inquietante panorama, pero de seguir así me temo que llegará un momento en que todo tendrá poca credibilidad. Ni los demás ni nosotros. Y eso es triste. No saber que pensar ni a quien creer.
Echo de menos aquello del valor de la palabra dada. El honor. La reputación. Algo en lo que mi padre me insistió mucho y creo que con mayor fortuna que yo sobre mis hijos pues por entonces él era mi referencia y hoy día los padres tenemos que compartir la educación con internet, gurús de medio pelo, influencers y otros especímenes.
Claro que hay personas de palabra, honor y reputación. Muchas, pero paradójicamente cada vez son menos y más difíciles de identificar.
Personalmente me encanta cuando puedo decir de alguien lo de “pongo la mano en el fuego por él». Pero mucho más me encanta cuando algún amigo lo dice de mí.
Confiemos que este panorama de fraude global sea algo pasajero, y la regeneración ética nos vacune, y se acabe desterrando el individualismo y la avaricia o vanidad que subyace en esas conductas fraudulentas. No nos queda otra que confiar en ello.
El primer acto de comunicación de toda vida humana es el llanto. Expresa hambre, sueño, dolor, abandono,… Pero, aunque es ruidoso y a veces desesperado, sólo las madres saben interpretarlo.
A partir ahí todo es transito hacia el nacimiento de la conciencia (honradez, integridad, decencia, moral, en una palabra rectitud de comportamiento ante la vida). Por el camino -en algún momento- surge la palabra, que sustituye al llanto, para poder expresar nuestros deseos, pensamientos, sensaciones…y ¡compromisos!.
Y es aquí donde pudiera estar la clave. En que nuestra conciencia exista ¡de verdad!. En que sea fuerte, resistente y de primera calidad y mande sobre nosotros y nuestro actos. En que se eleve sobre el materialismo y el consumismo -vacuo, demagógico, egoísta y ausente de valores- que gobierna nuestra sociedad. Y en que, en definitiva, vaya siempre unida a la palabra dada como un cuerpo a su sombra.
Porque, frente a lo que decían Marx y Engels (en un pasaje de la «La ideología alemana», 1845), no debe ser la vida la que determine nuestra conciencia sino nuestra conciencia la que determine la vida. De esta forma podrá garantizarse el valor de la palabra dada.
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Que bueno eso de que nuestra conciencia determine la vida y no a la inversa👍👍
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Totalmente.de acuerdo
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El momento en que todo tiene poca credibilidad ya ha llegado
Cada uno juega al juego que cree estar jugando.
Si todos creemos estar jugando al mismo, cada uno lo juega según su interpretación de las reglas.
La regla, la palabra dada importa, sí, pero sólo entre quienes comparten su significación.
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