En los comienzos de La Codorniz un chiste de Tono mostraba la siguiente escena:
– ¡Caramba, don Jerónimo! Está usted muy cambiado
– Es que yo no soy don Jerónimo.
– ¡Pues más a mi favor!
Lo comento porque cada vez me resulta mas frecuente tropezarme con alguien del pasado y, en vez de intercambiar tarjetas como antes, nos evaluamos en los cambios sufridos en la ausencia y nos diagnosticamos sobre el impacto: ¡Sigues igual!, ¡Ya no somos como éramos!, etcétera.
El problema radica cuando una parte no se contiene, y a quemarropa espeta: ¡Has engordado!, ¡Cuántas canas!, ¿Dónde está tu melena?, etcétera.
No sé si se debe a los tiempos de redes sociales donde la tecla soporta toda impertinencia, o en que los medios de comunicación son patios de vecinas, pero lo cierto es que hoy día aumenta la grosería cara a cara.
Son momentos donde se pone a prueba la cortesía o la crueldad de cada cual. Es importante tener presente que la familiaridad o amistad no soporta todo, porque tendemos a ser indulgentes con nuestro aspecto y no nos gustan las críticas.
Por eso, no es hipocresía sino sano respeto, en caso de constatar un saludable envejecimiento, decírselo abiertamente (a nadie le amarga un dulce ni que se reconozcan sus desvelos de salud o cuidado). Y en caso de apreciar que por nuestro amigo o conocido el tiempo no haya pasado, sino que lo ha sobrepasado o atropellado, lo mejor será disimular la impresión, guardarnos la opinión y hablar del tiempo o la política que siempre unen.
Si sufrimos esos comentarios insensibles o hirientes relativos a nuestra apariencia, basta con percatarnos que esa persona tiene el problema y no quien le escuchamos, porque nadie les da derecho a convertirse en inspectores, médicos o críticos y está claro que confunden cordialidad con grosería.
El problema es que cuando alguien se comporta así de grosero nos está invitando a comportarnos groseros en legítima defensa. Pero no hace falta ponerse a la altura de su grosería replicando (¡Me lo dicen todos los cretinos!.. o, ¿te has mirado al espejo?); tampoco hay que enfadarse (su conducta revela un problema de empatía y educación más grave).
Me gustaba especialmente la simple pero clara réplica de un buen amigo, al que algunos le decían algo tan evidente que no debía insistirse:
– ¡Qué gordo estás!
Y mi amigo replicaba sonriente:
– Lo sé, pero soy feliz.
En fin, como comenté en su día, hablar sin groserías cuesta poco y da mucho.
Recordaba usted en su otro hemisferio bloguero, homenajeando a Umberto Eco, que las redes sociales dan el derecho de hablar a legiones de idiotas. Teniendo en cuenta que la capacidad de éstos para ofender e irritar al prójimo y/o disparatar (con solo abrir la boca o pulsar un teclado) es infinita, y que su incapacidad para el recato, el pudor y la discreción (con solo mantener la lengua y el dedo a buen recaudo) es manifiesta, tenemos un serio problema. Haber banalizado, normalizado y hasta socializado la estupidez.
Siendo cierto lo anterior, nunca hay que caer en el error de discutir con ellos (tal y como nos enseñaba José Luis Coll) porque tienes que ponerte a su altura para que te entiendan, y allí es donde estás perdido porque ellos saben hacer el imbécil mejor que tú. Y es que no hay olvidar que aunque -el- gilipollas no lleva tilde, lejos de curarse se acentúa con el tiempo.
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La sinceridad es la puerta de la mala educación, en ocasiones. Es necesaria la «mentira piadosa» muchas veces. Nadie más tonto que el que dice: «yo voy de cara» o «siempre digo la verdad». Idiota, a veces hay que callar.
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