Parece que cuando leíamos de la peste de Muerte Negra del siglo XIX y la pandemia de gripe de 1918, cerrábamos el libro, pues eran cuentos de vieja.
Parece que cuando leíamos libros o veíamos documentales sobre las guerras mundiales o el Holocausto judío, nos estremecíamos pero enseguida, volvíamos a nuestro mundo feliz, donde confiamos en unos Estados providenciales y unas organizaciones internacionales eficaces.
Parece que cuando veíamos las imágenes de inmigrantes africanos intentando saltar las vallas para un mundo mejor, o arriesgando su vida en pateras, nos bastaba cambiar de canal porque algo en nuestro interior nos permitía verlo como un fenómeno distante y que ya solucionarían los políticos. Lo mismo sucedía ante la avalancha de sirios abandonando sus hogares y llamando a la puerta de Europa.
Parece que cuando nos hablaban del calentamiento global y asistíamos a los cambios climáticos reales, perjuicios a la naturaleza o incremento de tumores, también un cambio de canal televisivo o una genérica voluntad de combatirlo, nos dejaba inmersos en el día a día, pues al fin y al cabo, que la generación siguiente peche con ello.
Parece que cuando nos hablaban del virus ébola y nos asomábamos a la precariedad de miedos e impotencia de la sanidad africana, otro cambio de canal nos sacaba de nuestro particular National Geographic.
Pero algunas percepciones nos han sacado de nuestra zona de confort y de nuestra coartada de bienestar.
Cuando vemos que uno de los países mas avanzados del mundo, famoso por su Muralla China, no fue capaz de alzar un muro para evitar la fuga del virus.
Cuando vemos las imágenes de féretros de víctimas del coronavirus de la ciudad de Bergamo, que se llevan por el ejército por falta de capacidad para enterrarlos allí.
Cuando vemos que la ciudad de Madrid (nuestro “New York new york”, a la española) se convierte en una olla a presión donde reina un estado de excepción sanitario, con personal médico y enfermeros, y policías que confiesan de forma estremecedora su incapacidad para contener la epidemia.
Cuando vemos que tres gobernantes de las máximas potencias del mundo, Boris Johnson (Reino Unido), Donald Trump (EE.UU), Brasil, Jair Bolsonaro (Brasil) se aíslan de los criterios de funcionarios independientes, de los juicios de técnicos sanitarios, y optan por decisiones claramente populistas a corto plazo, mientras la población se convierte en ratones de laboratorio de su experimento electoralista.
Cuando vemos que la Angela Merkel, la canciller general de Alemania, califica la situación como «el mayor desafío desde la II Guerra Mundial».
Cuando vemos que en Estados Unidos el aumento de la epidemia va seguido de un incremento exponencial de la compra de armas, revelando que cuando la necesidad acecha, la bondad salta por la ventana.
Cuando vemos imágenes de estúpidos que juegan a burlar las prohibiciones paseando en grupo, celebrando fiestas privadas, usando animales de peluche como pasaporte para pasear, o viajando para propagar frívolamente la epidemia.
Cuando vemos que lujosos cruceros se ven aislados y sus pasajeros tratados como apestados, o que viajeros en lugares de placer se angustian por regresar, revelando que esta maldita epidemia no distingue entre pobres ni ricos, entre países avanzados ni subdesarrollados.
Cuando vemos que creíamos que la ciencia y la tecnología era la respuesta y se ha convertido en un becerro de oro con pies de barro ante unos diminutos microorganismos.
Cuando vemos que temporalmente se han esfumado las pequeñas alegrías de la vida, como son visitar a la familia y festejar encuentros con ella, elegir con quien se toma el café cada día, tomarse un pequeño viaje, o sencillamente, pasar por la calle, como y por donde nos da la gana.
Cuando vemos que nuestro escenario de unos servicios públicos razonables y un estado del bienestar se resquebraja, porque la crisis se superará pero la reconstrucción exigirá “sangre, sudor y lágrimas”, que como siempre se cebarán en el segmento más débil de población.
Será entonces, tras percibir la seriedad de la situación
Será entonces cuando nos percatemos que el virus ha declarado la guerra a la humanidad. No es cuestión de religión ni de subjetivo pesimismo, porque creo que el virus será derrotado, con bajas propias, pero derrotado.
Será entonces cuando seamos conscientes de que la crisis sanitaria dejará enormes secuelas psicológicas en forma de incertidumbre, ansiedad o temor hacia el futuro, así como cambios en los hábitos de consumo y vida (más presente y menos a largo plazo).
Será entonces, cuando valoremos la experiencia impagable y única de vivir un mes en la burbuja del hogar, coexistiendo a tiempo completo con los familiares, lo que presenta ventajas e inconvenientes, pues los biólogos y sociólogos nos enseñan que la vida en cautividad de cualquier animal hace aflorar seguridades pero también patologías, lo mejor y peor de cada uno.
Será hora de replantearse cambios, tras cerrarse la crisis, y agitarse la conciencia, porque solo los tontos o frívolos pueden ignorar la advertencia de Oscar Wilde de que «La experiencia es el nombre que damos a nuestros errores».
Será hora de valorar más lo que tenemos, como el refrán que nos enseña «Solo se valora lo que se tiene cuando se pierde».
Será hora de valorar los puntos débiles que nos llevaron a esta situación, y en su caso, buscar responsables. Y de identificar los puntos fuertes que nos han sacado de ella, y en su caso, premiar a los responsables.
Será hora de ser congruentes y si aplaudimos a los médicos, exigir que se les compense con la estabilidad en su trabajo o con retribuciones extraordinarias, con sacrificio de toda la ciudadanía, pues es gratis aplaudir pero mas efectivo premiar.
Pues me temo es que no habrá segunda oportunidad cuando el enemigo, otro año, en otra época, vuelva mutado o bajo otra forma, y entonces no podemos permitirnos el lujo de cambiar de canal. Habrá que estar preparados seriamente, a nivel internacional y estatal. Cobra vigencia cierto dicho oriental de que “ La tierra no es más que un país y la humanidad sus ciudadanos”.
Y me temo que hay que empezar por cambiar de mentalidad. Por una idea distinta de la empatía, la justicia y la solidaridad. Hay que pasar del desinfectante de manos al desinfectante de mentes.
Parafraseando al cuento mas corto del mundo de Augusto Monterroso: «Cuando despertó, el coronavirus todavía seguía ahí».