El gobierno ha calificado la crisis sanitaria de fuerza mayor, algo que para los juristas significa imprevisible e inevitable.
Sin embargo, algo me dice que era imprevisible saber las circunstancias de la epidemia, en este momento y con ese impacto, pero lo que sí podía preverse era que algún día existiría una emergencia sanitaria derivada de una epidemia (¿o creíamos que solo le toca el ébola a Africa y las gripes benignas a Europa?). Muchas voces alertaban del riesgo de epidemias, asociadas a su rápida propagación por el mundo global, pero al igual que cuando nos alertan del calentamiento global o de la quiebra del sistema de pensiones, nos parecía algo lejano y seguíamos bailando felices como los cerditos del cuento.
También parecían inevitables los perjuicios, pero lo que sí parece evitable era la entidad, extensión y persistencia con que se está produciendo.
O sea, una fuerza mayor que no era tan imprevisible ni tan inevitable.
Por si fuera poco, confieso que me quedo anonadado ante la información sobre el invasor. Las informaciones oficiales son volátiles y parecen oficiosas. Las informaciones de las redes sociales nos producen indigestión de información. Tan pronto se dice una cosa como la contraria. Tan pronto llegan los medios sanitarios como están en camino. Nos dicen que nos acercamos al pico de la epidemia, pero como el Everest parece inalcanzable.
El único dato realista que nos sacude y nos debe preocupar son los 10000 muertos cosechados en España. Los cincuenta mil muertos en el mundo, y subiendo. No debe distraernos si hay más o menos contagiados ni si hay más o menos curados, pues son cifras fáciles de manipular según se contabilicen y según se practiquen o no las pruebas idóneas. En cambio, la cifra de muertos no se manipula, y si está manipulada a la baja, resulta todavía escandalosamente alta.
Resulta escalofriante acostumbrarse a 900 muertos diarios más en España. 900 personas que se acuestan hoy y mañana no se levantarán. 900 personas que desaparecen sin abrazos ni funerales, en la distancia de seguridad. 900 personas que hace quince días hacían su vida, sus planes, reían y creían que la vida seguiría igual. 900 personas con sus familias, sus sueños y recuerdos. Y lo peor, esas 900 personas de ayer serán seguidas de otras 900 mañana, y otras pasado mañana, si nadie para este tren sin frenos.
Pero los vivos, los que quedamos, tenemos nuestros daños interiores. Ha llegado la incertidumbre a nuestra conciencia. La incertidumbre de lo que está pasando y cómo se pasará la epidemia, y cuándo, y a qué peaje, y si volverá a la cita en el otoño.
Y ha llegado la aleatoriedad, porque el virus juega a la ruleta con todos, aunque parece que la bola cae mas frecuentemente en la casilla de los mayores y los débiles. Pero nada impide que en otra epidemia otro virus opte por los menores, ni que mute el viejo virus por otro resabiado.
Y la globalidad, porque también se juega al billar: los errores o avances en otros países producen carambolas en los demás; gobernantes que improvisan criterios y cambian de opinión, asesores que asesoran sin soluciones, galimatías de información… países que teníamos por poderosos, como Estados Unidos, sufren calamidades igual que su vecino México, pues el virus no distingue ricos ni pobres ni entienden de muros de separación.
Ha llegado la incertidumbre. Ni influencia de las estrellas, ni fases de la Luna, ni horóscopos, ni Universidades ni observatorios. Ni siquiera ser poderoso o adinerado conjura la incertidumbre de un contagio, o una calamidad, cuando viene de frente sin avisar. Nadie tiene la bola de cristal. La única manera de saber qué va pasar en los próximos quince días consiste en esperar a que pasen y comprobar lo que ha ocurrido.
Es hora de percatarnos de que no podemos seguir siendo tan ingenuos de calcular el futuro como si fuésemos sus dueños. Perderemos el tiempo. Debemos vivir el presente y el corto plazo, con serenidad y claridad, aprovechando a valorar lo que merece la pena valorarse porque no sabemos quienes serán o seremos los próximos de una lista fatal, y entonces será tarde para decir esas cosas sencillas que siempre quisimos decir a nuestros seres queridos o para disfrutar de algo tan simple y barato como un paseo, la visión de un bosque, la tertulia, un juego de mesa o la compañía de esos que nunca fallan; esas pequeñas cosas que solo se valoran cuando no se tiene.
Pero no podemos caer en el pesimismo. Por un momento podremos comprender la afirmación de Macbeth: » La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido”. Pero rápidamente debemos sacudirnos esas nieblas y coger el toro por los cuernos.
Si aceptamos esa incertidumbre, esa aleatoriedad y esa globalidad que nos gobiernan más que todos los gobiernos y donde somos el último mono, nos percataremos de que es hora de bajarse de la rápida noria de consumismo, frenesí y ambición, para disfrutar del paisaje a pie. Entonces habremos encontrado la clave para alcanzar serenidad y paz interior y ser felices. Lo pequeño nos tiene que importar.
Bien está que no vuelva a suceder la epidemia, pero mejor será aprender de los errores y estar preparados para vivir y para lo que depare la vida.
Que pedazo de reflexión José Ramón, magistral. Felicidades y un abrazo.
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Todo va a salir bien. Espero y deseo que pronto te vas curado. Un saludo.
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