Cuando veo a mis hijos de trece y catorce años pegados al teléfono celular, les recuerdo que yo de pequeño también tuve “un móvil”.
Tuve muchos “móviles”. En la infancia mi “móvil” o “motivación” era salir a la calle, estar con mis amigos, correr, tomar un pastel (“de pascuas a Ramos”), jugar a los naipes, etcétera. Mis motivos o móviles eran sencillos: pasar el tiempo fuera de casa con los ojos bien abiertos porque el mundo exterior era la disneylandia del españolito humilde.
Pero tuve un móvil material, entendido como artefacto de diversión especialmente entrañable.
Tendría 10 años y en el deambular callejero con mi amigo Toñín, cómplice de correrías en mi barrio de las afueras de Oviedo, descubrimos …¡ dos cubiertas de ruedas! Dos carcasas de neumático sin dueño, abandonadas tras una vida de servicio (como hoy día en ocasiones se abandonan ingratamente animalitos domésticos cuando no divierten, o incluso con perfidia algunos miserables a los abuelos cuando ya no sirven). Eran tiempos en que no había centro de recogida o tratamiento de residuos, la limpieza viaria no era valor en alza y el modo más cómodo de librarse de los objetos era dejarlo tirado y otro lo recogería. Las adoptamos sin dudarlo.
Con mi cubierta de rueda, redonda y con el dibujo borrado, apliqué el ingenio para divertirme. Le daba con la mano y yo caminaba a su lado, Luego le daba más rápido y corría a su lado. Después, como simio que experimenta, apliqué un palito para empujarla más vigorosamente. Luego hicimos una carrera de ruedas, cada uno con la suya, primero por la acera y luego por el campo.
Después las sometimos a prueba de resistencia y las arrojamos por una ladera sin freno. Comprobamos que el caucho rebota contra los coches y de paso, la práctica de las leyes de newton sin saberlas (como el burgués gentilhombre): la primera ley, de la inercia pues si la rueda estaba parada, no se movía, y si la empujábamos con fuerza solo se detenía con la fricción o con otra fuerza contraria; la segunda, que la fuerza sobre un cuerpo es proporcional a la aceleración en su trayectoria; y la tercera, que la fuerza de empuje o acción era correlativa a la resistencia o fuerza de reacción en dirección opuesta).
También aprendimos la ley de la termodinámica pues el acaloramiento de un peatón era proporcional al impacto recibido de la rueda.
Y como no, el movimiento continuo, pues teníamos que cambiar de lugar de juego por las quejas ciudadanas.
Más tarde las utilizamos tumbándolas en el suelo e intentando acertar a distancia con piedras para encestar. Probamos infructuosamente a hacerlas de hula hoop. E incluso a meter nuestro cuerpecito encogido dentro del círculo para que el otro intentase moverla. También las colgamos de la sólida rama de un árbol para columpiarnos pero eramos de tierra y los nudos marineros no era lo nuestro, como comprobó mi amigo al romperse la cuerda y darse una trompada.
Se nos ocurrió bautizarlas con nombres (la mía se llamaba Perla, sería por el valor pues era evidente que no se lo puse por el color), así que pedimos en un garaje un pincel y pintura para marcárselo como si fuera un barco, pero por la respuesta y modos del mecánico nuestras ruedas quedaron en el anonimato. Eso sí, las marcamos con una tiza, que era más barato y sencillo.
Incluso una pandilla del barrio nos propuso un trueque, que intentamos negociar al estilo Tom Sawyer y cambiarle nuestras dos ruedas por un perro callejero que tenían atado con una cuerda, pero nos hicieron la contrapropuesta – que tuvimos que rechazar- de darnos con un palo para quitárnosla ( lo que me preocupaba porque en esa fecha ya contaba con mis dos roturas de gafas mensuales), momento en que pusimos pies en polvorosa, cosa nada fácil mientras se empuja un neumático.
Como niño me asombraba que a la inversa de los negros (que veíamos en las películas “en blanco y negro” del único televisor familiar, y que entonces nadie llamaba “afroamericanos”) que tenían la piel del cuerpo negra y la palma de la mano blanca, yo tenía la piel blanca y la palma de la mano negra, negra de empujar la rueda o coger el palo, lo que no impedía que sujetase el bocadillo de la merienda de la época, o sea, pan y onza de chocolate, pues eso de las hamburguesas y MacDonald pertenecía a otro planeta; así que, empujando la rueda, fomentábamos la inmunización frente a las bacterias y la psicomotricidad, o sea, grandes beneficios.
Así fue transcurriendo el día, disfrutando mientras empujaba mi rueda con el frenesí de un hámster dando vueltas a la ruedita de la jaula.
Todo un día feliz y al terminar, la auténtica prueba de fuego de todo objeto valioso: le prendimos fuego en el campo. Ya saben que los niños somos la piel del diablo. Para ello compramos gasolina juntando unas pesetas y aprendimos que el caucho prende y lanza un denso humo negro hacia el cielo que nos hacía soñar con señales de humo de los indios. También comprobamos la solidaridad de la gente pues muchos acudieron para ver que sucedía, aunque en vez de felicitarnos nos regañaban y creo que pretendían hacerlo no solo con palabras, así que tuvimos que salir por pies.
Cuando llegué a mi casa, mi madre me recibió con la calidez propia de la época. Me agarró por la oreja, retorciéndola como quien sintoniza una radio antigua, y me ordenó que me zambullese en la bañera y no saliese hasta que pudiera comprobar que bajo ese rostro tiznado estaba realmente su hijo.
Sentado en la bañera, hice balance del día, emulando a Arquímedes, y aprendí lo que era un mar interior o más bien un doméstico Mar Negro y sonreí complacido. Había sido un día fructífero.
Me temo que nada de eso podrán decir mis hijos con sus móviles por mucho rato que pasen con él. Y les aseguro que de lo que he contado, cualquier parecido con la realidad… es pura realidad (como real fue mi experiencia escolapia que tuve la ocurrencia de relatarla para cuando me falle la memoria).
Cuando éramos niños mirábamos la vida con ojos de barro. Con nuestra enorme imaginación y arcilla visual moldeábamos la realidad (con experimentos infinitos y sueños imposibles) y la transformábamos en juego y aventura.
Cuando éramos niños si un amigo te disparaba no sangrabas pero te morías y, al poco, renacías.
Cuando éramos niños nuestro yo más cabrón (ese que es como nosotros pero más malo) hablaba y mordía a la vez pero, en el fondo, era inofensivo e inocuo.
Cuando éramos niños conquistábamos la calle sin prisas y con suelas de zapato, no ceñidos a horarios, apretujados en rebaño y dentro de esas sillas de ruedas llamadas coches -autobuses-.
Cuando éramos niños éramos nosotros quienes tirábamos los dados al empezar a girar la rueda (de la fortuna) del divertimento y el juego.
Cuando éramos niños no necesitábamos móviles porque el móvil era ser niños.
P.D. Hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a veces: la ternura humana. – Albert Camus-. Hoy nos vuelve visitar la suya en forma de escritura (sincera, sentida y nostálgica). Como grata lluvia de verano nos refresca. Como viaje placentero a un dulce pasado nos reconforta. Como vívido recuerdo que escapa de la memoria nos abraza.
Si me dieran a elegir algún deseo yo escogería esta salud de ternura de la que estamos tan faltos, enfermos y ausentes de hábito.
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