Claves para ser feliz

Cultivo de campos y cultivo de personas

Un paseo en la mañana del mediodía por el campo de las afueras de Cartagena el día de nochebuena, me mostró un grupo de braceros, de aspecto inequívocamente africano, como cortaban apio bajo un sol implacable (pese a estar en diciembre y antes del cambio de clima que vendría al día siguiente).

El campo estaba cuajado de plantas e iban avanzando como un destacamento militar armados con sus manos y arrancando el apio tras agacharse, para levantarse de inmediato y depositarlo en una máquina a sus espaldas. Me quedé observándoles un buen rato y curiosamente me cansé de examinarlos sin que ellos parecieran cansarse de su duro trabajo. Doblarse, arrancar, girar y voltearse para empezar. Además con mascarilla que parecía ir pegada con sudor y sangre. Los seis braceros a la vez. El apio iba directamente a la máquina que tras una pasarela lo envolvía y sellaba. De ahí hacia un camión aparcado fuera de la finca que saldría directo a los supermercados listo para el etiquetado y consumo.

Recordé la afirmación de Dwight D. Eisenhower: “La agricultura parece muy fácil cuando tu arado es un lápiz y estás a mil millas del campo de maíz.” Aunque en mi caso lo más apropiado sería: ¡Qué fácil parece la agricultura cuando la hoz es un ordenador y el sol entra por la ventana de un buen despacho!

Me recordó el conocido cuadro de Sorolla, «Aún dicen que el pescado es caro»… en que figura un joven pescador herido, en la bodega del barco y que es atendido por dos compañeros de faena, con la naturalidad de quienes conviven con los riesgos.

Seguimos paseando, y al regreso de nuestra proeza matinal (paseito de señoritos de una hora antes del almuerzo), al volver sobre nuestros pasos, nuevamente contemplamos a los mismos trabajadores incansables, mientras a su lado aguardaba un simple tendejón con mesas de madera para que luego almorzasen para retornar a su trabajo. No había un vigilante, ni látigo, ni malvado capataz. Hacían su trabajo con empeño y voluntad.

Me maravilló la capacidad de sacrificio de estos peones del campo (ocupados en el apio en Cartagena pero idénticos a sus homólogos dedicados en otras partes de España a la fresa, a la aceituna o la pera, por ejemplo). Pero simultáneamente me avergonzó la capacidad del común de los ciudadanos que tenemos para ignorar esta realidad, pues deberíamos sentirnos felices con nuestra suerte y nuestro país, con nuestro trabajo y nuestros flamantes derechos laborales.

El contraste me lo ofreció una estampa de la tarde, ya en la ciudad y cerca del puerto, donde grupos de jóvenes no solo desafiaban las reglas de llevar mascarilla sino que haraganeaban ostensiblemente, exhibiendo sus móviles de última generación, e incluso dos parecían jugar a dar patadas a una papelera que algo les habría hecho; quizá alguno incluso alardea de ser vegano pero no acierta a valorar el sacrificio de los agricultores.

El contraste de ambos mundos es patente. Los que luchan por sobrevivir con su esfuerzo en un mundo que agradecen, y los que no están dispuestos a esforzarse para vivir en un mundo que no cuidan. Sé que entre ambos extremos hay una legión de personas que mantienen alta la dignidad, ya sean trabajadores artesanos, de fábrica u oficina que cumplen con dedicación, como también son legión los jóvenes que se dejan la piel por ayudar, por formarse y facilitar la vida a los demás.

Pero me quedo con la moraleja ácida de los jornaleros. Haciendo su trabajo con silencio y voluntad, exprimiendo la luz del día, y a buen seguro que alimentando sus sueños, mucho más modestos que los del resto de los mortales. Es verdad que hay profesiones duras e ingratas (mineros, transportistas, albañiles, enfermeros, etcétera) pero hoy me detengo en el ejemplo vivo de los braceros en el día de nochebuena. O sea su día-malo antes de la noche-buena.

Debemos dar gracias por lo que tenemos, aunque peligre o nos de disgustos. Solo valoramos lo que tenemos si lo ponemos en perspectiva de lo poco que tienen lo demás, o en la perspectiva de que podamos perderlo. Mientras tanto algunos nos comportamos como vacas sagradas.

Bien estaría tenerlo presente para afrontar el duro año que nos viene, pues debería inspirarnos el viejo refrán, a mal tiempo, buena cara.

Al menos se trata de una lección viva de humildad y tolerancia, en línea con el ejemplo que me dio mi padre y mi tío, ambos dejándose la piel con trabajos humildes con horarios desorbitados, pero ambos con altísimo sentido del deber y conciencia social. Algo que me temo que no abunda hoy día y no sé si seré capaz de inculcárselo a mis hijos.

Por lo pronto, la anécdota me sirve para poder insistirle a mis hijos sobre algunas enseñanzas del campo que deberíamos tener en cuenta “los de ciudad”:

  • Que el campo impone tener en cuenta las estaciones, y en la vida hay que saber en qué estación se está para saber lo que se espera de nosotros y lo que podemos esperar nosotros de los demás.
  • Que para cosechar hay que sembrar. No hay atajos para obtener buenos frutos.
  • Que hay un momento para cada cosa. Hay que regar cuando se pone el sol, y formarse cuando se está a tiempo.
  • Que hay que ser paciente y doblar el lomo. Con esfuerzo se obtienen los sueños.
  • Que hay que trabajar con otros para aprender de su trabajo y para trabajar en equipo.
  • Que hay que adaptarse a los cambios de clima. No solo cambia el clima en el campo sino en la ciudad e incluso cambia el clima del trabajo, de la empresa, de la relación de pareja, de nuestras fuerzas…
  • Que nada garantiza que la cosecha sea buena pero si no nos esforzamos, tenemos garantizada la falta de cosecha.

Se ve que hemos avanzado mucho en el cultivo de los campos pero no en el cultivo de las personas en buenas convicciones morales y en el difícil camino de la felicidad. Por eso, lo que realmente me gustaría es mirar hacia atrás dentro de quince años y ver cómo han crecido mis tres hijos, si han crecido torcidos o derechos, si no dejan crecer plantas a su alrededor o si dan sombra, si se han rodeado de maleza o de flora sana.

Para entonces yo debería conformarme con ser lo que nos evoca el conocido poema de Antonio Machado, que aprendí en la infancia sin saber lo útil que me sería comprenderlo de mayor:

Al olmo viejo, hendido por el rayo

y en su mitad podrido,

con las lluvias de abril y el sol de mayo

algunas hojas verdes le han salido.

 

 

7 comentarios

  1. Conmovedor, estimado Chaves. Y para mas inri (yo nunca diré ni escribiré esa expresión tan horrible en nuestra espantosa jerga del «a mayor abundamiento», terminas con Campos de Castilla. De los mejores que he tenido el gusto de leer.

    At last, but not least. Me atrevo a pensar y expresar que no deberías cabrearte tanto por cosas nimias -en comparación a las que relatas- aunque tan flagrantemente injustas. Piensa que ese nombramiento de tu ilustre y sabio compañero -una eminencia en Derecho Comunitario, aunque no se si tanto en Contencioso- es ilegal pues proviene de un órgano ilegítimo por extemporáneo. Y, por cierto, no es el único nombramiento para mí ilegal en Asturias del nefando organismo. Ahí lo dejo. A buen entendedor…
    Un saludo.

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  2. Gracias J.R. por hacer «TAN BIEN» el simil en todas esas labores y dificultades que se generan para poder tener una buena cosecha. El campesino tomo todas las medidas para ello, pero hay factores externos (como el pedrisco, plagas viejas y modernas, etc) que lo han impedido.
    Eso ocurre con los hijos, sabes que tengo tres como tu, y cada uno necesita un trato diferente; con la dificultad que ello tiene al aplicar la norma por la apreciación del resto. Esa apreciación de las distintas normas en cada uno de ellos/as puede generar otras dificultades. Muy difícil. No te preocupes por ello, pues ellos crecen y las cosas empiezan a cambiar y a veces se dan cuenta de lo difícil que es formar una familia llegando a comprendernos. Esto finaliza cuando ellos empiezan a tener sus propios hijos, aquí el cambio es total.
    Un fuerte abrazo para todos.

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