Cuando era un cruel infante cometía la barbaridad de quitar las alitas a las moscas para comprobar su reacción (aunque era obvio que no podrían volar y que ninguna gracia les hacía).
Me ha venido a la mente esta atrocidad infantil al contemplar ayer sábado, a tantísimas personas en las terrazas con las mascarillas o paseando confinados en la ciudad, como si fuésemos parte de algún experimento de un ser superior que nos hubiese quitado las alas de la vida social y nos hubiese obligado a llevar el bozal de la mascarilla.
Así que ya que la semana santa se ha librado de su ropaje de procesiones, solemnidades, jolgorio y viajes, bien está sustituirlo por alguna reflexión existencial.
Era inevitable preguntarse si existe razón para esta pandemia, con sus muertes y secuelas, freno social y daños psicológicos, cuestionamiento de la ciencia y de gobiernos, todo procedente de un minúsculo virus que nos tiene en jaque a todos. Y que según los científicos… ¡ni siquiera es un ser vivo!
La pandemia ha sorprendido a católicos, protestantes, judíos, musulmanes, budistas y cualquier militante de otras religiones, sin olvidar a los mismos ateos que, por muy racionalistas que sean, tampoco encuentran explicación sobre «la razón de la sinrazón».
Quizá preguntas similares en búsqueda ansiosa de respuesta, han brotado al tiempo de las guerras mundiales o a nivel local cuando se sufre un terremoto o inundación con grandes estragos, o incluso a nivel personal cuando se pierde alguien querido de forma temprana o absurda, se sufre un atroz infortunio, o cuando alguien espera ser atendido en oncología, por ejemplo.
La mayoría de las religiones despachan la cuestión con aquello de “los designios del Señor son inescrutables”, o sea, que no podemos comprender el plan de Dios pero Él lo tiene. Algo así como la dificultad de un caracol para comprender el plan del agricultor del huerto.
Además brota la vieja duda. Si Dios existe y el es omnisciente, y sabía que esto se llevaría por delante infinidad de inocentes, ¿por qué tolera esta crisis sanitaria masiva?, ¿por qué no le pone fin? , ¿no es hora ya de que nos diga la moraleja de este despropósito? Quizá debamos pensar que Dios ha dejado libertad al ser humano para marcar su rumbo, y que pueda salir más robustecido ingeniándoselas para descubrir una vacuna, o superar el desastre, pero en tal caso, ¿a qué viene esta incertidumbre sobre la eficacia de las vacunas y el mercadeo por obtenerla?, ¿hace falta el goteo de muertes y las informaciones preocupantes?, ¿y qué papel juegan los negacionistas?, ¿por qué Europa sigue el “sálvese quien pueda” mientras Sudamérica se ve impotente y nadie mira hacia la África siempre hostigada por virus naturales y guerras?, ¿hay algún mensaje oculto en que exista un fragmento de juventud irresponsable que solo vive para el aquelarre y no para cuidar a la comunidad?
También cuesta aceptar que sea un castigo, al estilo del diluvio universal, no sólo porque dejaría en mal lugar a un Dios monstruoso por “inhumano”, sino porque para castigar tendría que haber culpables de algo, y la pandemia parece ofrecerse indiscriminada en sus víctimas, al margen de éticas y religiones, de edades y lugares.
Más aún, tanto si Dios no sabe de esta crisis como si lo sabe, pero no puede o no quiere evitarla, ¿merecería seguir ostentando ese rango de Dios y adorarle?
Más bien creo que Dios lo sabe y está dándonos una lección a toda la humanidad, de una tacada… a ver si entendemos de una vez el mensaje de lo que somos y lo que importa en la vida.
Me parece interesante percatarnos de que precisamente llega la pandemia cuando la humanidad estaba en el clímax de un delirio colectivo de ego insaciable: tecnología que hace todo, jugueteo con la genética, información de todo y para todo, Marte al alcance de algunos bolsillos, gobiernos poderosos, comodidades para necesidades que no lo eran, nuevas generaciones que lo tienen todo menos tiempo para agradecer lo que tienen, vanitas vanitatis en grandes dosis, etcétera. Teníamos el universo a nuestros pies y ahora se desvanece el espejismo.
Permítanme que les confiese que personalmente estoy próximo al deísmo, pues me parece evidente (y respeto a quien tenga una evidencia distinta) que hay un Dios que existe fuera de tiempo y lugar, aunque me temo que no como lo ven las religiones actuales –ni sus representantes– y desde luego, algo me dice que no le preocupan mucho las procesiones, el oropel ni las jerarquías terrenales.
También creo que debemos estar agradecidos por estar en la vida y en este mundo, y poder decidir nuestro destino en este océano: un inmenso regalo de alguien que no conocemos –cuya presencia algunos intuimos- y que nos permite ser un humilde eslabón de una evolución del mundo y las especies, en un planeta que gira sin pausa, en un viaje del que poco sabemos de dónde venimos y nada sabremos hacia dónde vamos.
Solo el hecho de poder escribir esto, que alguien pueda leerlo, que podamos decidir qué hacer con el tiempo, que sintamos ternura o la despertemos, que juguemos con la imaginación, que soñemos y seamos soñados , que importemos a otros y ellos nos importen, que sintamos alegrías y penas, son fenómenos mágicos, maravillosos y realmente dignos de hacernos felices.
En fin, he sido temerario en plantearme preguntas para las que no tengo respuesta, bajo la coartada de estar en semana de mirada interior, así que como nota de humor –que no es incompatible con la sana reflexión– me viene a la mente un fragmento de un cuento de Woody Allen:
Más que en ninguna otra época de la historia, la humanidad se halla ante una encrucijada. De los dos caminos a tomar, uno conduce al desaliento y a la desesperanza más absoluta. Y el otro a la total extinción. Roguemos al cielo sabiduría para elegir lo que más nos conviene.
Disculpen el soliloquio compartido. No volverá a suceder.
Espero que si vuelva a a suceder. A diferencia del final del escrito.
El derecho a la felicidad o a buscarla es un derecho más que fundamental.
Y anexo a él esta el derecho a preguntarnos por lo que sucede, aunque no existan respuestas.
Me gusta la gente que es capaz de preguntarse interiormente sobre cuestiones que ayudan a entender la vida pese a que muchas respuestas estén en el viento.
Me agrada mucho la palabra Whisper para lo que estamos hablando.
Me gustaMe gusta
Sus reflexiones, preguntas y dudas me han llevado directamente a la figura de Eduardo Arroyo. Este polifacético artista (pintor, escritor, cartelista, escultor, lector eterno e buscador inconformista de la utopía) tenía como referencia vital permanente la historia de Robinson Crusoe, al punto que su antiguo ejemplar de la obra (el primero que leyó) acompaña a sus restos, y decía: “Robinson Crusoe marcó mi vida de forma definitiva y me indicó tanto el buen como el mal camino. El bueno: la delicia de estar solo. El malo: el no estar acompañado”.
El mundo intemporal e inespacial de la isla salvaje donde naufraga y vive confinado Robinson Crusoe es lo que le permite sobrevivir. El castigo de su forzoso confinamiento se transforma en elemento liberador. Una especie de oasis que mantiene la floración de los valores vivificados por la sensibilidad de unos pocos y dispersos grupos humanos, para los cuales el resto del mundo no ofrece más realidad que una existencia vegetativa, vacía y sin soporte ético. La pandemia es un mero reflejo de lo qué es y adónde nos lleva ese resto del mundo -sin sentido- actual. Sólo desde la isla se puede realizar la necesaria tarea de regeneración (de valores) y reconstrucción (de principios) para la recuperación y la preservación de su verdadera identidad y supervivencia.
En Un mar de fueguitos (pequeño relato contenido en El libro de los Abrazos del gran Eduardo Galeano), un hombre, que había tenido el privilegio de subir al cielo, cuenta a su vuelta como se veía desde arriba la vida humana:
«…somos un mar de fueguitos. El mundo es eso –reveló–. Un montón de gente. Un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fueguitos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende».
Pues bien, se trata de conseguir que en nuestro mar de fueguitos exista una gran mayoría de (buena) gente de fuego tranquilo -amable, eficaz y sosegado- y diligente -activo, impetuoso y vivaracho- y deje de haber tanta (mala) gente de fuego demente -lunático, inútil y desequilibrado- (que escupe chispas creando peligro, incendios, destrucción y daños a su paso) y necio -inútil, chapucero y desmañado- (que no da luz, ni calor, nada aporta y solo gasta). Se trata de hacerlo solos y sin dejar de estar acompañados. Se trata de no demorar la toma de medidas, ni de buscar excusas para no hacerlo, ni de eludir responsabilidades, porque solo de nosotros depende.
Me gustaLe gusta a 1 persona