Pocos cuadros impresionan tanto como El grito, del pintor noruego Eduard Munch. Se ha comparado a la Mona Lisa de Leonardo da Vinci. Una obra así necesita que la valoremos y conozcamos. Lo comento porque la pandemia ha hecho aflorar los sentimientos y emociones de la ciudadanía ante una situación descontrolada, y que ha erosionado seguridad y sueños, y truncado vidas o salud, o sembrando dolor y angustia.
Poco se podía hacer más por la ciudadanía que seguir instrucciones poco convincentes, desesperarse ante noticieros alarmantes, sacrificar la vida social y sufrir la pérdida de calidad de vida: el escenario justifica el desahogo de un grito, interior o exterior, pero grito que calme la desazón.
Me venía frecuentemente la imagen de El Grito de Munch, así que encargué a un estudio artístico una copia del cuadro con la misma técnica y realizado manualmente por un artista (óleo y pastel sobre cartón), ajustado al tamaño original, que me fue remitida a mi domicilio, donde me acompaña cuando trabajo en el hogar. La copia ha sido un trabajo espléndido, económico y cuidadoso, que me permite disfrutar de su contemplación con mayor inmediatez y exclusividad, que si estuviese en la Galería Nacional de Noruega, donde se alberga el original.
Pero más allá de este pequeño capricho personal que me he dado, me gustaría mostrar la riqueza de matices, visiones y reflexiones que ofrece esta obra, muy adecuada puesto que refleja el grito ante la pandemia, el desgobierno, la atrocidad, la torpeza, la injusticia…
1. Miremos el cuadro como observador: primero el impacto del conjunto y luego el detalle.
Lo mas llamativo es el color y como envuelve la figura para realzarla.
El observador, como en la vida diaria, tiende a fijarse en el rostro de la figura central y al estar difuminada se realza el grito: unos puntitos reflejan ojos y fosas nasales, ensartados en un rostro de contorno cadavérico, calvo y boca abierta en rictus de dolor.
El color llameante del cielo y el azulado río que fluye contribuyen a dramatizar la escena. Las personas en la distancia y los barcos en la lejanía refuerzan la sensación de aislamiento del protagonista, a lo que se suma la barandilla que da la sensación y perspectiva de huida hacia ninguna parte.
Las sensaciones se agolpan: espanto, soledad, queja, histeria, huida…
Es inevitable para el observador no sentir un duro mensaje a quemarropa. Una obra que llega, que impacta y que no es indiferente. Es difícil sustraerse al conjunto y a los detalles, pues se nos ofrece como una ventana a algo espantoso pero que remueve nuestro interior:¿quién no comprende ese grito ante la fugacidad del tiempo, ante la pérdida de salud, la muerte sin sentido, la injusticia o las atrocidades del ser humano contra otros seres humanos o contra el planeta?
Intentaré desvelar las razones del misterioso placer que proporciona observar ese cuadro.
Por un lado, ofrece una combinación en apariencia desordenada y el cerebro encuentra la combinación y reconstruye la imagen. El cerebro recibe su recompensa al completar el puzzle. Cada uno encuentra su personal explicación y ubica sus miedos y experiencias, ante ese espejo pintado.
Por otro lado, ofrece una situación de angustia y peligro que no nos afecta y ello provoca cierto alivio gratificante, “de no ser nuestro caso”.
Finalmente, queda el mensaje de que el ser humano no es un robot y todos podemos vernos en situaciones que lleven a dar rienda suelta al instinto, al aullido o a la llamada sin respuesta.
Los gritos forman parte de la vida del ser humano y son una descarga de adrenalina en decibelios: al sentir daño, al sentir riesgo en una atracción trepidante, al conseguir la victoria deportiva, al experimentar placer sexual, ante la pérdida de seres queridos, al notar riesgo inminente para lo que amamos…
2. Pero veamos ahora el cuadro con los ojos de su autor, El grito formaba parte de una serie o trilogía que abordaría el Amor, la Ansiedad y la Muerte. El Grito corresponde al tema del amor y es un lugar común afirmar que representa la desesperación ante la ruptura amorosa.
Sin embargo, tiene mucho de su autor, pues Munch tuvo una historia familiar de problemas de salud física y mental. Su madre murió de tuberculosis dejando al autor con cinco años de edad, enfermedad de la que moriría poco después también su hermana mayor, y llegándole el turno a su único hermano por neumonía cuando contaba tan solo treinta años de edad. Por si fuera poco, su padre era un médico con gran fanatismo religioso que dejó a Munch preso en su juventud de un sentimiento de culpa como afirmó en su Diario: «todo el mundo se presta a la danza desquiciada de la vida.. pero yo no podía liberarme de mi miedo a la vida y de los pensamientos de la vida eterna».
Además, las relaciones sentimentales de su vida fueron tortuosas y tensas. Durante una discusión con Tulla Larsen se pegó un tiro con un revólver y perdió parte de un dedo de su mano izquierda además de sufrir manías y depresión, que le empujaron hacia el abuso de la bebida; posteriormente se desquició mentalmente, sufría alucinaciones y se paralizó su lado izquierdo, ingresando en un sanatorio (1908) del que pronto saldría con ganas de pintar.
Llegó a confesar que «Sin la ansiedad y la enfermedad, soy un barco sin timón.. Mis sufrimientos son parte de mi ser y mi arte. Ellos son indistinguibles de mí, y su eliminación destruiría mi arte».
3. Si acudimos ahora a la fuente de inspiración inmediata, hay que reparar en que la escena tiene lugar en un mirador situado en un camino que atraviesa la colina Ekeberg, al sudeste de Oslo, barrio frecuentado por Munch ya que visitaba a su hermana menor, Laura, ingresada en un manicomio en 1892. Además era un lugar donde habían tenido lugar varios suicidios.
4. Finalmente, señalaremos que Munch realizó cuatro versiones en color y una en blanco y negro (dos óleos, dos pasteles y un grabado). Muy interesante es la versión de 1895 colocada en un marco cuyo reverso recoge algo interesantísimo escrito por el propio Munch:
Solo un loco pudo haberlo pintado. (…) Estaba caminando por la carretera con dos amigos. El sol se ponía. De repente, el cielo se volvió de un rojo sangriento. Y me sobrevino un sentimiento de melancolía. Me quedé así, mortalmente cansado, sobre el azul oscuro del fiordo y la ciudad colgaban sangre y lenguas de fuego. Mis amigos se quedaron atrás caminando. Yo me quedé quieto junto a una valla, cansado. Temblando de ansiedad, sentí el gran grito de la naturaleza”.
Para la crítica, el pintor pertenece al simbolismo pero sin duda el cuadro es expresionista pues muestra lo que Munch sintió cuando lo creó. Como se ha dicho en un brillante análisis del autor y su obra, “¿cómo se pinta un grito?”. Una obra singular, que con color y trazos consigue impactar en el observador, recordando aquéllo de que «cuando los ojos ven lo que nunca vieron, el corazón siente lo que nunca sintió».
En suma, un cuadro brillante. No está nada mal para quien se quedó fuera de “la danza desquiciada de la vida». Pero no debemos quedarnos atascados mirando el cuadro con mirada lánguida y tristeza, pues no debemos olvidar la dura advertencia de Friedrich Nietzche: «Si miras al abismo, el abismo te mirará a tí». Debemos mirarlo con ojos valientes, para comprender dónde no hay que estar y sabiendo que fuera del cuadro está la vida real, que nos espera reaccionar con gritos… de alegría, que también los hay.
Podría sorprender, a priori, que alguien tan optimista y positivo, tan racional y ordenado y tan comprometido y caracterizado por buscar salidas y encontrar soluciones como el autor de este blog, acuda al «Grito» desesperado, aterrador y desencajado -del cuadro de Munch- como forma de expresión y hasta acabe empadronándolo.
Sin embargo, si lo pensamos bien no resulta extraño. El elemento que aglutina y unifica todas las características anteriores y les confiere sentido humanista es…la contemplación. O, para ser más exactos, la necesidad contemplativa de nuestro autor. Hablamos de su capacidad de observación y percepción, esa que da la medida real de cada uno y le permite llegar a convicciones.
Se trata, siguiendo enseñanzas del propio Munch, de trabajar con los rayos de la luz -porque la muerte es oscuridad- para encontrar los colores -la vida-. Se trata de sentir y de acudir para ello al interior, al corazón más íntimo, al verdadero. Se trata de tener el coraje de contar esas cosas que se han sentido aunque sean terribles -tristeza, desesperanza, miedo o locura-. Se trata de tomar conciencia de que esa es la forma -sagrada- de alcanzar la auténtica -e insobornable- verdad. Se trata de descubrirse ante ella -con reconocimiento y respeto- como cuando entramos en una Iglesia. Se trata, llegamos al final, siempre se trata, de compartirla y de hacerla llegar a los demás.
Ven como todo era natural y nada raro.
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