Hay gente que visita monumentos. Otros disfrutan con paisajes naturales. O repasan la colección de sellos o ven partidos de fútbol. Aunque yo también disfruto con casi todo lo que veo y me hace pensar, ayer sábado por la tarde, dado el cierre de lugares de esparcimiento, acudí a una librería de segunda mano perteneciente a la cadena Re-read.
Para el que no las conozca son el MacDonald´s de los libros de viejo. Los libros están ordenados por temática y reina la limpieza, iluminación, silencio y buen servicio. Los libros no tienen competencia en precios de venta: 1 libro 3€, 2 libros 5€ y 5 libros… ¡10€!. Da igual el estado, el número de páginas, la temática o la calidad de encuadernación. Precio único.
Actualmente mi biblioteca personal tiene tres afluentes principales. Las cuidadosas adquisiciones de libros nuevos en papel, en librerías, que focalizo en aquellos que me cautivan, que deseo leer, subrayar y atesorar. Las adquisiciones de libros electrónicos, que centro en libros de consulta y vida efímera. Y las adquisiciones de libros de ocasión, en que persigo ese libro desconocido del pasado que parece llamarme desde su sarcófago.
En este caso, me limitaré a indicar que en esta tienda ovetense, de modesto tamaño, suelo pasear por las estanterías con mi extraño don de visión periférica cuando se trata de libros. Ya saben, la visión periférica era la que poseía Bruce Lee cuando iba a luchar contra un grupo y parecía que no miraba a nadie pero nadie le sorprendía.
Por eso, juego con pasar la mirada como un escáner de forma horizontal por la estantería y luego vertical; además simultáneo la visión cenital para examinar el canto del libro, pues de un vistazo permite resaltar los que se ofrecen seminuevos respecto de los viejos plagados de hongos. A veces, de forma súbita, se activa mi visión central y como un escualo, disparo mi mano hacia el lomo del libro que capta mi atención, y con las pupilas dilatadas, lo abro al azar y en pocos segundos, vuelve a su redil o me lo llevo.
Cuento esta visita para compartir un hecho sucedido durante la misma. Mientras me entregaba a mi secreto placer de acoso y captura de libros interesantes, huérfanos de lectores, escuché a una señora con aspecto de venerable jubilada que educadamente le preguntó a la encargada si podía traerle libros. Aquí está, casi literalmente, la conversación que escuché sin remordimientos de invadir la intimidad pues era un espacio público y lo difícil era no escucharlo:
Es como acudir a una biblioteca en la que se paga testimonialmente por tomar el libro, no prestado sino en propiedad. De hecho existen este tipo de librerías, que además se adjudican en régimen de franquicia, por toda España, y me temo que ante la renovación de la generación que leíamos en formato papel por la generación que lee poco y en pantalla, estos cementerios de cultura crecerán. Admitámoslo, queridos compañeros de generación, somos lectores a extinguir.
Así que, mientras otros jóvenes van a discotecas para otear parejas, yo seguiré mirando bibliotecas para captar cultura. Cuando visito una ciudad nueva, suelo escaparme a alguna de sus librerías de lance clásicas, y en Madrid, resulta obligado visitar la Librería Gaztambide. Y eso, bajo un doble riesgo. El riesgo menor, que algún día llegará, de que encuentre alguno de los libros de mi autoría arrinconado en sus estanterías, lo que es ley de vida pero seguro que me producirá zozobra y me llevará a adquirirlo presurosamente, como padre que acoge al hijo pródigo. Y el riesgo mayor, que también llegará algún día, en que mis miles de volúmenes personales (no leídos todos, advierto) sean volcados en masa en estas librerías de ocasión, donde muchos irán subrayados por una mano anónima y ya muerta. Y quizá alguien como yo resucite algún ejemplar, pues el ciclo continuará.
En fin… creo que antes de que eso llegue, propondré crear librerías de ocasión, no como las librerías “re-reader” (al número) sino “al peso” (dos euros el kilogramo de libros, o así), al igual que cuando a fines del siglo pasado (¡cómo suena!, 1997) acudí a un restaurante brasileño en la ciudad de Puerto Alegre, en cuyo interior esperaban inmensas perolas y fuentes de platos con los que el comensal podía elegir libremente cantidad de lo que quisiera, fuesen garbanzos, frijoles, ternera, pollo o pizza… y cómo no, verduras o fruta, o postre, sin otro límite que lo que pueda soportar el único plato. Cada vez que se rellenaba el plato había que pasar por caja, donde aguardaba una única balanza que sumaba el peso total y se pagaba.
No sabemos que destino ni vida tendrá cada libro, y además como comenté en su día, solo los muertos saben realmente la vida que han vivido y lo que realmente han leído.
Un saludo nostálgico.
No hace mucho leí en alguna noticia sobre esas librerías que sus mejores clientes estaban en los atrezzos para cine o teatro. Algo muy significativo
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Que evocador comentario. Yo soy una vocacional del libro viejo, ya no antiguo sino directamente viejo y he encontrado verdaderos tesoros espirituales, novelas y ensayos de autores completamente olvidados, algunos de los cuales son joyas y otros, cuando menos, te presentan un panorama interesante de su época. Actualmente hay tal avalancha de edición nueva, de mediáticos, que nadie para atención en obres pasadas. Incluso veinte años me parece nuevísimo.
Aquí, antes del coronavirus, los centros cívicos y los puntos de reutilización tenian un espacio para llevar y coger de manera libre los libros que se quisiera, y al llevarme alguno de ellos pienso con una sonrisa en la persona que los adquirió, los leyó y los conservo en un tiempo en que los libros eran escasos y eran incluso venerados en la casa familiar.
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