Saber hablar como saber callarse son dos caras de una misma virtud.
Conversar es un acto social maravilloso donde trabamos relación con otra u otras personas para enriquecernos, cambiar impresiones y sentirnos integrados en el grupo social.
Pero advertía Ernest Hemignway que «se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar». Y es que a veces para evitar un doloroso efecto boomerang de lo que decimos, hay que evitar que los excesos verbales nos conviertan en un ser dicharachero, chismoso, testarudo, pelmazo o sencillamente, tontaina.
Cinco modalidades de una misma torpeza: verborrea descontrolada; en términos humorísticos, algo así como una enfermedad sexual de las cuerdas vocales en que un momento de placer fuera de lugar trae malas consecuencias; y en términos correctos, tales excesos verbales son propios de «atolondrados» , quienes para la Real Academia de la Lengua, «actúan sin reflexión».
Y si no nos controlamos al hablar, nos exponemos a recordar dolorosamente aquello de » Callado estás mas guapo». El silencio es mejor que las palabras equivocadas o excesivas. Veamos.
1. «Dicharachero» es uno de los curiosos vocablos que tiene significado positivo y negativo, según el contexto. Así en la primera acepción significa: «Que prodiga dichos agudos y oportunos.»
En la segunda «Propenso a prodigar dicharachos», que son según el propio Diccionario «Dicho bajo, demasiado vulgar o poco decente.
Así, un primer freno cuando hablamos es el referido a no proferir dicharachos, pues nada ganamos si nos mostramos vulgares o poco decentes. Un minuto de gloria por una ocurrencia de baja estofa a cambio de una impresión para el futuro. Especialmente críticos son los momentos en que bajo unas copas de más o con ocasión de ágapas de grupo festivo, la lengua se suelta hacia lo que no debe.
De ahí, que es conveniente evitar las vulgaridades, y con ello, los momentos en que se suelen decir. Nuestra reputación nos lo agradecerá.
2. «Chismoso», según la Real Academia es aquél que trae y lleva chismes, o sea, noticias que pretenden molestar. De ahí que conviene difundir las noticias buenas y no alimentar la comidilla o maledicencia, ni el rumor que puede perjudicar a otros. Aquí vale el sabio dicho bíblico de «no hagas a loa demás lo que no te gustaría a ti».
De hecho, el chismoso que delata su condición es identificado en el futuro como un molesto espía, en cuya presencia poco puede decirse al no confiar en su discreción.
3. «Testarudo». Terco es el que habla una y otra vez, sin añadir nada a su discurso y lo que es peor, que no le importan las razones del otro.
A nadie le gusta tratar con una mula ni una pared, y por eso hay que saber callarse cuando captamos que nuestro mensaje no convence. Al fin y al cabo, somos dueños de nuestra verdad.
4. «Pelmazo». Si hablamos y hablamos y no nos damos cuenta que aburrimos, acabarán huyendo de nosotros. Primero con la mente de quienes nos escuchan pues mientras nos dirigen la mirada vacìa, pensarán en otras cosas; y luego con el cuerpo porque eludirán nuestra compañía poniendo pies en polvorosa.
Por eso hay que aprender a leer los mensajes corporales del otro: si nos mira, si asiente, si sonríe, si comenta… (entonces todo va bien), o en cambio, si mira el reloj, si baila con los pies, si se calla, si enarca las cejas… Siempre hay pistas para poder saber si les entretenemos o les cargamos.
5. «Tontaina». Aquí no hace falta el Diccionario y se refiere a cuando alguien desvela algo valioso que sabe, perdiendo la primicia o utilidad, o sea, como si se desvelasen las cartas propias en una partida de póker. Hay que ser un poco reservado con algunas cosas que se saben. A un buscador de oro podrá quitársele la pala o la mula, pero los mapas los tendrá bien guardados.
Corren tiempos en que toda la información está en Google y webs afines que permiten saberlo casi todo de todo el mundo. Las redes sociales se han vuelto una trampa que acaba enredando a quien dijo lo que no debía.
Por eso, bien está dedicar algunos momentos de serenidad a reflexionar sobre lo que no debe decirse en determinadas circunstancias o a determinadas personas, y repetírselo para sus adentros, de manera que resulte natural el silencio si la cuestión aflora en una conversación.
No en vano se decía aquello de que «el que habla es dueño de sus silencios y prisionero de sus palabras».
Tengamos claro el consejo de Antonio Machado: pensar lo que se dice antes de decir lo que se piensa.