Hace unos días tuve ocasión de impartir una breve charla al hilo de la presentación de mi último libro.
A juzgar por las buenas palabras recibidas y por el eco de las redes sociales, gustó a la mayor parte de la audiencia, pero mucho más disfruté como conferenciante al percibir la grata acogida y la belleza del momento, lo que me lleva a reflexionar y atreverme a indicar los factores que contribuyen al éxito de una charla pública.
1. La persona o personaje. El perfil del interviniente suele ser la brújula que guía al asistente. No se trata de ser mejor ni peor sino del atractivo que nos produce conocer alguien en vivo y en directo. Alguien a quien leemos, vemos o del que nos han hablado, aunque la finalidad íntima es tan personal como variada variada: ¿Curiosidad, complicidad, afán crítico, deseo de aprender, comprobar…?.
Lo cierto es que puede acudirse para ver una película mediocre si el actor es bueno, pero si el actor es malo ni siquiera nos atraerá una película buena.
Personalmente confieso que cuando asisto a alguna charla, el mejor reclamo para mí es que el ponente destile humanidad. Ya puede saber mucho, estar laureado o vitoreado por los medios de comunicación, que si es alguien con soberbia insultante, negativo en su crítica o con aspecto de perro mal almorzado, que conmigo no cuente.
2. El tema. Hay temas interesantes para un sector específico de la población y hay temas genéricos. Hay temas útiles o inútiles. Hay temas sobre lo que todo se ha escrito y otros desconocidos. Hoy día, cualquier conferenciante rivaliza con la gran biblioteca de videos y documentos que nos facilita Google, con inmediatez y comodidad.
Además hoy día hay infinidad de conferenciantes dispuestos a hablar frente a finitos asistentes sin el don de la ubicuidad. Como suele decir un amigo mío, es tal el trasiego de eventos que por la tarde «o voy a dar una conferencia o a que me la den».
Por eso, la clave de un tema atractivo es la novedad o la originalidad del enfoque.
3. Los presentadores o contertulios. Hay casos, como el experimentado personalmente en mi última charla, en que la espléndida intervención previa de los compañeros de mesa o tarima, convierten al ponente en “telonero”. Ese anuncio de la intervención con gracejo, luces y sencillez, se gana buena parte del público, con efecto similar a la estimulante lectura de una primorosa carta gastronómica en que la bella descripción de platos y calidades anunciados ya hace salivar a los comensales.
4. El contexto de lugar y tiempo. Para disfrutar de una charla, como de un café, no ayudan las urgencias ni se disfruta aplastado, ni hacinado ni con desorden. Espacio y tiempo, sin agobios, crean una atmósfera propicia a la atención relajada. Una buena sala, con sillas cómodas y buena temperatura, sin ruidos, ni trasiego de personas durante la charla, ayuda y mucho.
5. La cercanía del ponente. Suma lógicamente, la capacidad de hablar y expresarse en público del conferenciante. El esfuerzo por la sencillez, la claridad y transmitir. Ahí entran en juego las llamadas “tablas” o experiencia. Todos estábamos aterrorizados en las primeras charlas en público de nuestra vida… y seguimos estándolos aunque no lo reconozcamos (y el miedo escénico, se supera).
6. El lenguaje. Es importante que conferenciante y público hablen el mismo lenguaje, conozcan mínimamente el tema desde su particular perspectiva, pues de lo contrario el diálogo de sordos estará servido, y el aburrimiento empujará al auditorio a ejercer el “derecho de desconexión”.
7. La preparación. Cómo no. Tal y como decía Churchill, hay que preparar hasta las improvisaciones. El respeto al público impone que el tema se conozca y se ofrezca con el toque de personalización. Los platos precocinados y estilo McDonalds nos sacan de los apuros pero disfrutamos con lo artesanal, casero y sobre todo si sabemos que el cocinero pone su toque personal para nuestro disfrute.
8. El humor. Ayudan las gotas de humor, pues hay platos sabrosos pero llegan a atragantar al comensal si no hace una pausa, si no se alterna con un sorbito breve, vivo y refrescante de la bebida natural o espirituosa, que ayude a seguir almorzando. Ese papel de pausa oxigenante en el curso de charlas de temas áridos lo cumple la anécdota, el chiste o el guiño al público.
9. Los tiempos. El conferenciante ha de administrar la velocidad expositiva y los tiempos. En muchas ocasiones me ha sucedido que, apremiado por el tiempo disponible, para no dejar nada en el tintero, he tenido que verter la exposición de forma apresurada con el consiguiente desastre. En esos casos, el conferenciante olvida que cada asistente tiene su ritmo de audiencia, encaje y reflexión. No puede fijarse como meta de tono y velocidad expositiva un nivel de máximos, ni puede un conferenciante de lengua rápida o mente atropellada creer que todos los asistentes pueden seguirle en sus divagaciones, olvidando que como ponente la materia está pensada y madurada, pero el asistente lo recibe como nuevo y tiene derecho a reflexionar y aquilatar lo dicho.
Por eso el conferenciante respetuoso tiene que amputar el contenido previsto de su propia charla en vez de dejar que se extienda la gangrena de la confusión en el auditorio. Menos es más.
10. Se habla para los demás, no para oírse a sí mismo. Es importante no perder de vista que las charlas tienen un componente de tributo al propio ego, de autobombo, de sentirse cómodo, pero jamás debe olvidar el malabarista, domador o payaso, que su actuación solo cobra sentido por el público.
Por eso, confieso que ante el calor recibido en mi última charla madrileña, mi autoestima creció pero eso no puede ocultar que tuve la sensación de que la mayor parte de los asistentes sabía más que yo de las cuestiones que hablé, pero su cortesía y delicadeza les llevaba a asentir (como espectadores que asisten al espectáculo del mago disfrutando aunque ya conocen el truco). Y de igual modo, supongo que la cordialidad que se respiraba ayudaba a ser generoso con el juicio sobre la charla.
Así que el factor determinante más importante son los asistentes. Son juez y parte. Elevan o hunden. Por eso es importante que ponente y asistentes tengan una conexión emocional o inquietud compartida.
Es cierto que cuando alguien asiste a un acto voluntariamente, como cuando alguien compra un objeto, quiere y desea que funcione y la tendencia psicológica es la de confirmar el criterio inicial. Nadie desea reconocer que sacrifica su tiempo y que se equivocó al juzgar.
Pero es más, para el conferenciante es decisivo el tipo de público. Cuando doy una charla suelo preguntar o tener en cuenta el perfil del público (formación, segmento de edad, profesión, gustos, etcétera) para conocer su interés real en la charla. No es lo mismo un concierto para niños que para jubilados ni un discurso para personas serenas, abiertas y empáticas, que para personas beligerantes y radicales. Tampoco es lo mismo un discurso para personas que buscan respuesta a sus problemas que para personas que desean pasar un rato de ocio.
Siempre recordaré, como relaté en mis simples memorias escolares, que fui invitado hace una decena de años a dar una charla en el Colegio Loyola de los escolapios donde estudié de los 4 a los 16 años, con ocasión de la fiesta patronal; cuando fui recibido, me sorprendieron varios detalles. El primero, que la charla la daría desde el templo puesto que era el único lugar capaz de alojar a los 700 niños que habían congregado; el segundo, que esos 700 niños iban desde los 8 a los 16 años, lo que suponía un auditorio sin unidad de fin; lo tercero que fui presentado por el Rector con tan sana espontaneidad que tras decirles quien era yo y que había sido colegial, avisó en todo el templo que “después de hablar este señor tan importante… ¡aplaudid!”; por último, lo peor de todo que me hizo afrontar uno de los peores retos de mi vida era que todos los niños estaban sentados en sus bancos, flanqueados por profesores y sacerdotes vigilantes, y lo que nadie me había dicho: ¡Les habían quitado el recreo para asistir a mi charla!. Aunque, todas las condiciones eran hostiles para el éxito, salí del lance como pude.
En fin, queden todas estas reflexiones como precipitado testimonio de mi percepción de lo que suponen las charlas. Y cómo no, en relación a la presentación de mi último libro, mi sentido agradecimiento al regalo del tiempo y atención de ese centenar de personas en una ciudad como Madrid, donde idas y venidas son enojosas, y donde siempre hay alternativas más edificantes.
En esas condiciones, tras haber disfrutado del inmenso placer de ser escuchado por personas amables (buena parte de los cuales con mayores méritos que yo para hablar en público), y tras apreciar la presencia de amigos y seguidores dispuestos a aplaudir con cariño, y tras haber firmado ejemplares a personas que destilaban sentido afecto (con mi natural sonrojo y acelerar de palpitaciones), me parece justo que desde aquí ofrezca mi agradecimiento sincero a todos y cada uno de los que fueron, así como mi saludo reconfortante a muchos otros que no fueron pero me comunicaron su dificultad para haber asistido. Siempre habrá ocasión o lugar para tender ese lazo.
Lo que tengo claro es que no hay tecnología que supla el cara a carga y conexión entre ponente y asistentes.
Gracias sinceras.
P.D. Desde la perspectiva de los asistentes, ya me ocupé de los doce momentos incómodos o divertidos por los que se pasa en una charla.
Enhorabuena por tu éxito. Solo una cosita,. Ese comentario de tu amigo que dice » a partir de las 7, das una conferencia o te la dan» no es suya. Es del malicioso Eugenio Dors y que textualmente decía: «en Madrid, a partir de las ocho de la tarde o das una conferencia o te la dan». No vale apropiarse de citas ajenas. Hay que citar al autor.
En fin, un comentario sin importancia y un pelín rompehuevos.
Un cordial saludo.
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Pues fenómeno saber el origen.! Gracias!😊
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