Ante el terrible mazazo de la pérdida de mi entrañable amigo José Antonio Conde, con quien tanto disfruté en la preadolescencia y que tantísimo me enseñó, quiero abrir mi corazón en la Carta que le envío allí donde siempre estará acompañado de mi agradecimiento.
Aquí está…
Querido José Antonio:
Ayer te fuiste sin despedirte. La última vez que nos vimos compartiendo mantel y sidra, nos diste una lección de entereza. Nos confesaste que eras fuerte y optimista, que el cáncer que había regresado se iría derrotado, que decían que el nuevo fármaco italiano daba resultados, que lo de la visión doble, el pelo ralo y el agotamiento eran efectos secundarios, pero lo que realmente importaba era que te sentías invencible por el apoyo de tu esposa e hija y que pronto despegarías.
Tus amigos de la infancia, Carlos Juan y yo, tampoco queríamos confirmar lo que tu decadente apariencia anunciaba pero creíamos lo único que podíamos admitir.
Ahora, como tantas personas que sienten la tragedia de asistir al viaje sin retorno de sus seres queridos, nos tenemos que creer que no te veremos más. Y eso es muy duro cuando alguien deja la huella que tú dejaste.
Compartimos intensamente cuatro años de preadolescencia en un período vital en que nada es impune y todo deja huella. Tengo que mirar por el retrovisor aquellos años decisivos ( 13 a 18) donde ocupaste un papel protagonista en la película de mi vida. El papel de hermano mayor (¡364 días de ventaja!), el papel de colega y cómplice, y cómo no, el papel de guía iniciático hacia mundos y enseñanzas que me han forjado como soy.
Déjame mirar hacia atrás con nostalgia. Te debo, querido Pepe, que me acogiste como amigo íntimo, y a tu familia que me trató como mi familia; tu madre Aurelia que nos consideraba como Zipi y Zape, tu padre Pichi con su viejo 850 blanco y sus eternos cigarrillos Goya que finalmente se lo llevaron por delante, y que nos colaba en el cine en que trabajaba como acomodador; y como no, tu hermana Mari Carmen, siempre adorable, que tantísimas veces cuidó de integrarme en los grupos.
Te debo, querido Pepe, que a mis 13 años fuiste quien me sugirió e introdujo ante Don Ramón, el veterano párroco de la Iglesia prerrománica de San Julián de los Prados, para ser monaguillo, labor que cumplimos con dedicación durante tres años. Compartir tales labores nos proporcionaron infinidad de experiencias, algunas con picardía inolvidable: degustar en la sacristía el vino del cura mientras uno vigilaba y el otro trasegaba; negociar el estipendio con el cura por ayudar en la iglesia, donde tú insistías con buena lógica en que debían pagarnos más por los funerales que por las bodas; cuchichear agazapados tras el altar mientras el sacerdote oficiaba.
Además en la penúltima ocasión en que nos vimos recordamos nuestro privilegio de haber conocido tiempos religiosos de cambio, pues nos admitían a unos ejercicios espirituales donde éramos los benjamines y donde asistíamos a consagraciones de vino peleón y mejillones seguidos de bailes, y teatro, prácticas que desembocaron en el oculto mérito de San Julián de los Prados, no solo de ser la primera iglesia del prerrománico del mundo, sino el honor de haber contado con tres párrocos sucesivos, que colgaron los hábitos por haberlos levantado cuando no debían y ser hoy estupendos padres de familia. Seguro que estés donde estés, quizá te sirva de carta de recomendación tus buenos servicios a la comunidad religiosa, aunque te quejabas de que Don Ramón el párroco tenía la manía de hacer bromas pesadas como cuando nos quemó la punta de la nariz con un puro para dejarnos una “graciosa” marca, lo que no nos hizo puñetera gracia.
Pero querido Pepe, tampoco olvido que mi formación deportiva como gimnasta te la debo porque tú me sugeriste y convenciste para iniciarme en la gimnasia acrobática, lo que me llevó a ser en el año 1977 el penúltimo del Campeonato nacional en Vitoria de gimnasia deportiva y el primero con gafas de pasta ( sujetas con una cuerda para combatir la ley de la gravedad). Te lo debo.
También compartimos un curioso podio de honor que nos enseñó a madurar. Teníamos 16 años y un concurso de la cadena Ser anunció que los niños que se presentaran en la sede ovetense de la cadena con mas billetes usados de la compañía de transportes Alsa podrían obtener un obsequio. Allí estuvimos, Pepe y el menda, rebuscando en el suelo y papeleras de la estación. Tanto trabajamos que llegamos al anochecer a casa y nos llevamos sendas broncas y castigos de los de antes (¡imaginaos!). El sábado llegamos a los estudios de la cadena ser cargados de billetes. Solamente tres finalistas. Pepe con 210, yo con 235 y una niña con 2.300. Nos regalaron un juguete pero nos regalaron también el dato para la vida que ofreció la radio por antena en directo cuando le preguntan a la niña ganadora si fue muy difícil obtener tanto billete usado, y con todo candor respondió: “Fue muy fácil, porque mi mamá trabaja como limpiadora de la estación de Alsa”. Ahí aprendimos las reglas del juego para la vida.
Y déjame ahora, amigo, ahora que tienes tiempo, seguir recordando los miles de horas que pasamos juntos subiendo caminando hacia el Colegio Loyola atravesando prados y hablando de todo. Carlos, Pepe y yo, tres truhanes. Lo recordábamos hace poco contigo para arrancarte la sonrisa tres experiencias o incidentes comunes a los tres mosqueteros ovetenses.
El primero era tu habilidad para convencer a un niño rico que optaba por bajar caminando del Colegio en vez de usar el cómodo transporte en autobús para regresar a casa. A medio camino, decías con afectación: “¡Caramba, que hambre tenemos!”, y añadías, “pero no tenemos dinero”, mirando de reojo al niño rico. En ese momento nosotros como actores griegos coreábamos (“¡No, no tenemos dinero!”), y el bueno de Miguel nos invitaba en unos ultramarinos a unos enormes bocadillos de chorizo Revilla que nos sabían a gloria. Ahí ya rizabas el rizo cuando le decías a Miguel: “Nos vendría bien para acompañar un poco de chocolate, que tanto te gusta, Miguel”. Y venga la cuchipanda a costa del infortunado, aunque el se sentía feliz de integrarle en nuestra travesía gamberra de retorno a casa.
La segunda anécdota tuvo lugar en una confitería que nos aguardaba ya cerca de casa. Éramos compradores habituales de golosinas y algún pastel. La regente era una tal María Luisa, señora al pie de la jubilación que con la mejor de sus sonrisas y conociéndonos por nuestro nombre, nos invitaba a comprar papeletas para el sorteo de una caja de juguetes (daba mas papeletas cuanto mas comprábamos); lo mas curioso, y ahí aprendimos el valor de la honradez, era que el sorteo de la codiciada caja tenía lugar los lunes y como pasábamos por la confitería al subir o al bajar al colegio, la casualidad era que siempre, siempre, o se había sorteado y llegábamos pronto, o se había sorteado y llegábamos tarde. Nunca conseguíamos asistir al sorteo. Siempre nos enterábamos después de que no nos había tocado y lo peor era el choteo que ocultaba la tal María Luisa cuando nos decía: “¡Qué alegría llevaba el niño con la caja!”, y la coz: “¡Tenéis que comprar más para tener más probabilidades!”.
La tercera experiencia fue la que emprendimos para vender nuestros juguetes, libros y trastos inútiles en el rastro de la ciudad de Oviedo, donde con habilidad nos convertimos en tratantes y negociantes capaces de vender en tres domingos sucesivos cromos rotos, discos, bujías, guitarras y revistas a todo el que quisiera pagar lo que le viniese en gana. ¡Qué divertido!
Y qué decir de las ocasiones en que compartimos la festividad de Oviedo del vino y el “bollu preñau” en el campo de San Francisco, lugar donde por cierto te seleccionaron para figurar en una película rodada en el parque. Tu papel era tumbarte en el suelo con una manta durante treinta segundos y en algún almacén figura la prueba de tus dotes de actor. Porque en este punto, tengo que hacer constar que también me enseñaste, el arte de vivir las cosas con humor y regalar chanzas a los demás.
Tus imitaciones del entonces televisivo Bigote Arrocet eran legendarias. Tu repertorio de chistes infinito. Tus pinitos teatrales fueron seguidos por mí. Tu gracejo y saber estar, ejemplares. Tu habilidad en los trabajos manuales eran maravillosa; fuiste pionero en realizar pulseras de cuero trenzado; de hecho recuerdo que un vendedor ambulante de la calle Uría mostraba un pequeño muñeco llamado Carlitos que cobraba vida hábilmente manipulado por hilos de nylon; te fijaste, y ni corto ni perezoso, hiciste un muñeco igual…y que, perdóneseme la irreverencia, estrenaste tras el altar mientras el párroco bautizaba.
No recuerdo una sola vez que hallamos discutido. No recuerdo que me hayas defraudado. No recuerdo traición ni egoísmo en ti. Siempre fuiste generoso, cordial y vivaz.
Es verdad que con 18 años y mi incorporación a la Facultad y tu cambio de domicilio hacia el otro extremo de la ciudad nos distanciamos geográfica y vivencialmente, pero no de sentimiento. De hecho, recuperamos el contacto hace unos años para vernos ocasionalmente en cenas y ágapes de amigotes.
Me compraste mi vieja motocicleta Yamaha 250, pues te gustaban como a mí estos caballos de motor. Me contaste que te habías convertido en un coleccionista de canciones y que atesorabas miles. Me contaste que las malditas úlceras de la adolescencia que te hacían vomitar y sufrir como un perro, realmente se debían a una bacteria y que habías quedado como nuevo. Y me dijiste que ansiabas jubilarte para dedicarte a la artesanía y trabajos con cuero como afición artística no lucrativa.
Y hace poco me brindaste el honor de hacer el pregón de boda de tu sobrina, y te vi orgulloso mirarme mientras hablaba y yo me sentí muy orgulloso de tenerte por amigo.
Y aquí estamos, o aquí estoy yo, pensando en mi amigo que se ha ido. Me viene a la mente ese párrafo de la canción de Joaquín Sabina (tú te declarabas “sabinista”) que decía “Destino cruel y canalla, te da champán y después cazalla”. Y ello porque te ha dado la cazalla, mi amigo.
Pero me consta que también champán porque cada vez que nos veíamos en tus últimos coletazos, con la primera puñalada de la innombrable, te brillaban los ojos y una clarividencia al confesarnos: “No sabéis lo que me apoya Margarita. Maravillosa y única. Hemos pasado cosas terribles juntos y saldremos adelante”, y añadías que tu hija Sara “Es una buena hija. Nos ha dado los problemas de todo joven, pero es un regalo de la vida”.
A ellas dos va mi abrazo, mi comprensión y que tengan la seguridad de que el bueno de Pepe, el hombre tranquilo con la sonrisa rápida, esté donde esté, las protegerá.
Y nosotros, tus colegas, los que no hace mucho nos aferrábamos a las confidencias de los cincuenta, te echaremos de menos. Carlos Juan y yo, te lloraremos con amargura.
Suelo decir que a esta edad, la vida es como un campo de minas y en que el enemigo afina la puntería y cada vez están mas cerca. Ahora te han llevado de nuestro lado. Lo que no pueden llevarse son nuestros recuerdos y agradecimiento.
Gracias, mi amigo, por todo lo que me diste, a mi y a los tuyos.
Hoy su escritura se rebela, como nunca, sobre la página en blanco. Las evocaciones y reflexiones se amontonan y aparecen reflejadas en forma de lluvia caladera cargada de nostalgias, risas, remembranzas y agradecimientos. Y es que no se trata de hablar de cualquiera. Se trata de hablar de uno de sus imprescindibles. De uno de los que, con todo merecimiento, forma parte del cuadro de honor de su vida. Uno de los que, a veces como coprotagonista, otras como secundario de lujo y otras como ausente fugaz -pero siempre presente- forma parte esencial de su biografía como persona. Cuesta y duele. Porque las raíces de ambos se confunden y entrelazan. Y, de esta forma, un poco de su vida ha empezado a morir. Pero también a pervivir la de su amigo a través de la suya.
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Preciosa carta, Chaves. Se me ponen los pelos de punta. Que triste es perder un amigo y que bien lo expresas.
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Que esos maravillosos recuerdos te acompañen muchos, muchos años. Gracias por tu confidencia, maestro.
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