Un día soleado en la montaña leonesa (Aralla). Una mesa servida de delicias saludables (cordero y pollo de corral) y otras no tan saludables (morcilla y callos). Sidra y vino. Y un puñado de amigos sentados con camaradería.
En el momento en que me reía con ganas de alguna chanza, al igual que en la película Tiburón («Ella fue la primera…») una avispa se lanzó en picado sobre mi mejilla izquierda. El dolor fue intenso, como una aguja afilada. Proferí un exabrupto irrepetible, mis ojos se desorbitaron, y mi mano fue a la improvisada diana colorada.
Rápidamente, uno de mis amigos, pastor jubilado, saltó de la mesa hacia el campo, y con presteza y mano experta, seleccionó tres tipos de hierbas que me trajo en puñado y me recomendó usarlo rápidamente como emplasto. Otro amigo trajo cubitos de hielo envueltos en servilleta. Dolorido, seguí las instrucciones mientras notaba que sensiblemente se agudizaba el dolor y que se hinchaba. Los frotes con las hierbas medicinales y la posterior aplicación del cubito de hielo obraron un efecto mágico. En quince minutos se restableció el orden y todo quedó en anécdota, aunque lo que se sale de lo normal debería hacernos reflexionar.
Aquí está lo que he aprendido de mi pequeña agresora uniformada de amarillo y negro. No sé si sus compañeras le concederán una medalla o si será una héroe de guerra contra los gigantes zampones. Pero me ha enseñado muchas cosas, que me gustaría compartir. Veamos.
Primero, la fortuna de contar con amigos cerca, en toda ocasión. No estar solo, con o sin dolores, es una gran fortuna. Y no me refiero a estar acompañado presencialmente, sino a estar acompañado de quienes lo están de obra y de corazón.
Segundo, la confianza en los remedios de urgencia de la sabiduría tradicional o popular. En aquél páramo no había farmacias cercanas, pero el remedio casero al alcance de la mano fue muy efectivo. Parece mentira constatar que, de nada sirve frente a una diminuta avispa, nuestro adorado móvil, computadora, smartwatch o artilugios urbanos.
Tercero. Afortunadamente, resultó negativo este test espontáneo de ser alérgico a las picaduras de avispa que, por desgracia a algunos se los ha llevado por sorpresa. También fue una suerte que no fuese la avispa asiática.
Cuarto. Valorar lo que somos y tenemos. El viejo dicho de que “solo se valora lo que se tiene, cuando no se tiene” es real, porque en el momento del pinchazo y minutos ulteriores, solo me importaba apagar ese lacerante dolor. Lo demás pasa a segundo plano.
Quinto. Todo podría ser peor. Menos mal que la avispa tenía mala puntería, porque muy cerquita estaba el ojo y más abajo los labios. Además, es de agradecer que el ataque fue de una avispa kamikaze pues si fuese en cuadrilla, quizá no estaría escribiendo esto.
Sexto. ¿Qué le hice yo a la avispa? Quizá había invadido su territorio y me atacó como un dron por estar en la campiña. Quizá se asustó ante una cosa metálica y con cristales redondos, que se aproximaba, sobre una nariz. O acaso acudió a la dulzura del vaso de sidra y vio que una manaza se lo arrebataba. En todo caso, como Francisco de Asís, creo que no debo condenar a la Hermana avispa porque actuó con su instinto, comportamiento mucho más noble que el del ser humano que pone razón a su instinto bélico. Además, pensándolo bien, mi avispa y todos sus colegas morirán a fines del otoño y con seguridad en invierno, o sea, que bastante desgracia tiene con una vida tan corta.
Séptimo. La picadura en su momento me pareció interminable e insoportable y quince minutos después se había ido. Bien está tener presente que en la vida, todo dolor, físico o emocional, acaba pasando, aunque lo que no pasa es su recuerdo y la experiencia.
Octavo. Como muchos incidentes en la vida, no debemos responder a la provocación de insolentes insignificantes (como si intentas repeler o defenderte de la avispa) pues posiblemente acabaremos todos enzarzados y mal parados, con la diferencia de que el ofensor o avispa tendrá su momento de gloria y en cambio el ofendido se habrá puesto a su altura.
Noveno. Nada hay tan bueno que no tenga algo malo, ni malo que no tenga algo bueno. Es curioso que la avispa, como la abeja, se nutre de algo tan dulce e inofensivo como el néctar de las flores, pero le arma de un venenoso puñal.
Décimo. Quienes sufren una mala experiencia, como quienes hemos sido picados por una avispa, estaremos más alerta en el futuro que quienes nunca lo han sufrido.
En suma, que no le dimos mayor importancia al incidente, y tampoco reaccionamos con venganza expulsando o aplastando a sus compañeras, porque coincidíamos ingenuamente en que “si no las molestas, no atacan”. El problema es cómo saber exactamente qué es lo que las molesta.
Superado el problema, ahora toca lidiar con las picaduras que nos depara la vida cotidiana. Es el caso del bello día en que deseamos una jornada en paz y alguien nos lo estropea, con mala baba o malicia. Ya me gustaría encontrar un buen repelente de personas tóxicas, que cubra majaderos, malvados y tóxicos. O unas buenas hierbas… contra esas malas hierbas.
Por lo demás, les deseo un gran día, pero cuídense de mirar de reojo por si cerca andan las avispas, pero sin aspavientos. Tanto de las avispas voladoras, como de las avispas con dos piernas pero sin corazón. Y no olviden que son muy listas; por algo el diccionario dice que “avispado” es alguien “listo y sagaz”.
¡Qué artículo más inspirado, José Ramón!
Un breve, doloroso y aparentemente anecdótico suceso hace brotar algo tan serio identificativo e inimitable como el buen humor. Y, a través de su hilo narrativo conductor, el blindaje de la risa y la sonrisa, el fruto analítico recolector de la más rica, imaginativa y variada enseñanza y el corolario de un aviso universal de seguridad para enmarcar (hay que estar siempre atentos y guardarse de las avispas de dos piernas pero sin corazón porque son arteras, ladinas y muy nocivas).
PD Rodéese de abejas humanas, aunque a veces piquen, extraerá la dulzura de la vida sin dañarla como hacen con una flor.
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