Leo el espléndido artículo del escritor Juan José Millás en El País titulado significativamente “A mí, de adolescente me prohibieron las novelas”. Su arranque ha removido las huellas de mi adolescencia:
“A mí, de adolescente, me prohibieron las novelas. Las leía debajo de las sábanas, sujetando con los dientes la linterna con la que mi padre nos miraba la garganta cuando teníamos anginas. Mi padre no era médico: nos veía la garganta por vicio. Tampoco yo era un lector profesional. Me asomaba a la boca de los libros por una inclinación morbosa. Jamás pensé que esa actividad formara parte de mi educación, aunque más tarde comprendería que se empieza a leer por las mismas razones por las que se empieza a escribir: para comprender el mundo”.
Y me agita la mente especialmente hoy, un domingo de agosto bajo el sol de la Bañeza, a las 10 de la mañana, en ese clima en que todo parece moverse lentamente y unos pocos “zombies de día” nos abalanzamos a tomarnos un desayuno sano. Y digo “zombies de día” porque hace cuatro horas, me tuve que levantar en mitad de la noche a buscar a mi hijo adolescente y sus amigos de la fiesta nocturna para traerles de regreso al pueblo, alborotados y con decidido propósito de no levantarse antes de mediodía. Y por supuesto cuando se levanten no será para ayudar, pues no tienen tiempo (¿tengo que hacerlo ahoraaaa?) sino para reclamar (comida, dinero o ambos).
Pero lo más llamativo a mis ojos de explorador en territorio caníbal, a las 6 de la mañana, en las inmediaciones de la plaza cortada al tráfico, y donde la música atronaba, era la cantidad de adolescentes que seguían sus libaciones de botellón, con algunos tirados en bancos o portales (como heridos de guerra), otros revolcándose con parejas que intercambiaban en jardines y la inmensa mayoría agitándose (no sé si para entrar en calor, para seguir la música o para agitar las pocas neuronas supervivientes del frenesí).
Pero vayamos más allá…
Cuento esto porque yo también fui adolescente atolondrado, y creo que eso me formó y enseñó a comprender lo que era “vivir la noche”: el deambuleo en pandilla de bar en bar, el sondeo de parejas en bares o fiestas que no parecían mostrar simétrico interés, el despilfarro de la paga semanal, el mágico fenómeno de “divertirse aburriéndose” (solíamos salir de locales atiborrados afirmando paradójicamente “no hay ambiente”), la inmersión en la atmósfera de decibelios y alcohol junto a otros jóvenes que parecían saber que el apocalipsis se cumpliría al día siguiente, la experiencia de la fiera que sale de la jaula familiar y disfruta de un zoo nocturno con mayor libertad… Y todo forma, sin duda (como reflejé en mis Memorias de escolar sin cachivaches tecnológicos). No renuncio a ello porque, como nos enseñó el filósofo, lo que no te mata te hace más fuerte y, añadiría, que las experiencias más vacías son las que te enseñan a valorar las que no lo son.
Sin embargo, como contrapeso de aquellos turbulentos años adolescentes, yo leía. Mucho pese a que no podía comprar todos los libros que deseaba. Me apasionaban los tebeos y luego las novelas y era asiduo de la biblioteca municipal y de las librerías de viejo.
Asomarme a las novelas era mi manera de viajar, de vivir experiencias ajenas, de la mano o pluma de alguien que se esforzaba en ofrecerme el fruto de su largo viaje, de su sueño, quitándole la hojarasca, y además me brindaba la oportunidad de leer esa novela de noche, acurrucado en las sábanas, de concentrarme en esa historia, de sufrir o reírme como los protagonistas, de aprender a dialogar, de conocer las emociones de hombres y mujeres en situaciones complejas o íntimas…
Sin embargo, la inmensa mayoría de los jóvenes que se desparramaban con el botellón no parecían ser de la cofradía de la lectura. Son hijos de su tiempo: su padre el botellón y su madre es WhatsApp. Son buenos chicos, y además sacan buenas notas o al menos su rendimiento académico les permite “progresar adecuadamente” (no se sabe hacia dónde). Pero me temo que la renuncia a alimentar sus mentes con experiencias y aventuras ofrecidas por novelistas, me temo que cerrar las puertas de la percepción a otros mundos y lugares, les pasará peaje el día de mañana. Y eso, pese a la paradoja de que es posible la lectura en formato digital, esto es, con algo que les debería resultar seductor. Ni por esas.
No se trata de ahondar en estudios académicos que demuestran que los jóvenes de hoy son más listos o más tontos que los anteriores, pues es fácil manipular encuestas, estadísticas y estudios cuando se trata de determinar algo tan volátil como es el nivel intelectual de un colectivo.
Tampoco hay que buscar culpables: los jóvenes tienen la coartada de que las copas son caras en los bares y los móviles e internet son baratos, con lo que el botellón y la tecnología son sus compañeros poco exigentes. Tampoco somos culpables los padres pues nuestra autoridad está debilitada por «lo políticamente correcto» y es difícil domar tigres jóvenes con palabras suaves y plumas como látigo, eso sin olvidar que tampoco es bueno expulsar a nuestros hijos del sistema y mundo que les ha tocado vivir pues serían desarraigados y criticados por los suyos.
Quizá los culpables somos todos, directamente o a través de nuestras opciones políticas, pues no hemos sabido implantar modelos de educación adecuados a los nuevos tiempos.
Creo sinceramente que no hay una brecha digital entre nosotros y los jóvenes: hay un socavón intelectual. La cultura audiovisual enriquece y abre horizontes que jamás soñamos pero no al precio de sacrificar la lectura. Son plenamente compatibles lo audiovisual y la lectura. Bebido y leído, hasta riman. Como también riman cateto y analfabeto, cuando se agitan ruido y alcohol en cráneos juveniles vacíos.
Siempre escuché aquello de que el video mató a la estrella de la radio, pero me temo que el smartphone ha matado la curiosidad intelectual. Todo está en internet, toda la información y todos los mundos, y el joven lo sabe pero solo le interesa lo que suena mediáticamente, lo que es viral, lo que no requiere esfuerzo de abstracción, y sobre todo, solo le interesa lo que se ve o escucha “a lingotazos”, esto es, de golpe y con rapidez. Parece que aquello que tiene muchas letras, aquello que no genera la risa o extravagancia en el cerebro en los primeros minutos, pasa a ser basura no reutilizable.
Y ya sé la cantinela de que también nosotros fuimos rebeldes e incomprendidos por nuestros padres y que cada generación mejora la siguiente… pero algo me dice que esta generación de jóvenes no está aprovechando el inmenso potencial de información y libertad a su disposición, sino equivocando la ruta y no tomando precisamente un atajo…
Para mí, y siento parecer fatalista, los jóvenes que ayer vi en su frenesí de aturdimiento (ruido, alcohol y móviles) son pececillos que han optado por vivir en la pecera de su pequeño mundo, pero en una pecera opaca, tapizada, ignorantes de que en el exterior hay un océano por descubrir. Otras especies, recursos, sensaciones y aguas. Y han tapiado la ventana de la pecera que se les ofrece con esa vieja reliquia que son las novelas. Y de la cultura del esfuerzo, ya ni hablamos, pues ni está ni se la espera.
Eso es lo que habeis generado. No sé de qué te sorprende. Tu lo permites con tu hijo. Mañana cuando juzgues recuérdalo antes de condenarle.
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Lo que le permito o no a mi hijo eso tú no lo sabes y yo ni condeno ni absuelvo: expongo mi opinión personal. A ver si leemos los post con menos prejuicios
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Es realmente injusto acusar de generar la juventud del botellón, a un padre que se molesta en levantarse a las cinco de la mañana para ir al pueblo a recoger a su hijo y algunos de sus amigos (supongo), que a esas horas terminan su jornada fiestera muy posiblemente agotados de tanto ejercicio y perjudicados de tanto aliviar su sed.
Los hijos son hoy en día para los padres ya no solo una importante responsabilidad, sino una fuente continua de quebraderos de cabeza. Hace un par de semanas presencie un domingo a las nueve de la mañana, como una madre angustiada acompañada de la que parecía ser su hija de mas o menos 14 años, rogaba y suplicaba al farmacéutico que le dispensase la píldora del día despues, mientras el farmacéutico le informaba que se le habían agotado. Dado el grado de excitación de la pobre señora, supongo que no la precisaba para si misma.
Y entonces recordé un viejo dicho de un amigo referido a los hijos: de niños, te los comerías a besos, y de jóvenes, te pesa no habértelos comido.
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Porque, además, como muy bien dice, no se les puede aislar de su sociedad y hay que encontrar un equilibrio entre lo que les permitimos y lo que a ellos les gustaría (porque a fulano sus padres le dejan….). O sea que a lo que podemos aspirar es a haberles dado los suficientes fundamentos, antes, para que la adolescencia, ahora, pase rápido y con pocos contratiempos.
Y, además, yo no sé porqué, creo que ahora «crecen» intelectualmente más tarde: son menos hábiles para la vida. Por concretar, a nadie que yo conozca de mi generación le acompañaron sus padres a la matrícula de la universidad. Ahora….. lo hemos hecho todos, por diferentes motivos, porque, en el fondo, ellos sólos no querían/sabían/podían ir.
La falta de lectura es una de las causas que propician esta falta de crecimiento intelectual, a mi parecer. Vivimos en un mundo superficial, de apariencias, de imágenes, donde la lectura podría ayudar a profundizar en muchas cosas, pero donde el wassap y el facebook, y otros, «eliminan» los temas quizá más serios, o los abordan desde fuera y sin entrar.
Dicho esto, tengo que decir que yo no puedo quejarme porque «el príncipe» lee hasta los anuncios de los periódicos y, además, no suele gustar del e-book, con lo que ya hemos decidido que, a este paso de compra de libros, pediremos una subvención municipal, en forma de local, para abrir una biblioteca privada (y así, de paso, que trabaje algunas horas y adquiera experiencia.
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Una generación de VAGOS. Simple.
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