El otro día entré a una librería a comprar un cartucho de impresora. Estaba esperando a que el librero atendiera a un cliente y pude escuchar como éste se despachaba a gusto frente a los políticos, soltando palabrotas a diestra y siniestra, demostrando una pésima educación porque me temo que una librería no está para explayarse tras comprar como si fuese un diván de psiquiatra, pero sobre todo porque a los demás clientes no nos interesaban sus delirios a grito pelado. Si sonase un pitido a cada palabrota, aquello sería un chirrido sostenido.
Me pregunté por qué yo mismo no hablaba a voces para que me oyese lo que opinaba sobre personas como él, que llevaba tatuajes de pistolas y serpientes en el cuello y brazos, y un pelo sucio y greñoso con riesgo de sembrar piojos a los inocentes. También me dí la respuesta: porque me educaron para no ponerme a la altura de los maleducados y porque no me interesan las personas que pierden la razón por vomitar palabrotas. Y es que uno de mis propósitos confesos es que no consigan los maleducados convertirme en uno de ellos.
Lo cierto es que el librero no le paró los pies con suavidad, pese a que hubiera bastado un sencillo: “disculpe” voy a atender a este otro señor”, en vez de tenerme a mi esperando a que su interesante debate arreglando el mundo terminase.
Y como este sujeto se volteó hacia mí espetándome su opinión de los políticos por si no me había enterado, buscando mi sonrisa o aplauso, pues aproveché para no alterar el semblante y salirme del local sin explicaciones, al mejor estilo de pistolero del oeste que no quiere gresca pero tampoco se siente obligado a hablar con quien utiliza un lenguaje soez.
Posiblemente al salir, sin comprar ni hablar, alguna delicadeza me dedicó aquél energúmeno, y entonces sí que le dediqué una palabrota para mis adentros. Pero me dio pena pensar la riqueza de una sociedad donde se puede transitar en paz y dialogar, y organizar el ocio, y que algunos imbéciles prefieren desperdiciar molestando con gritos e improperios a quien no quiere escucharles. O cuando se turba la paz de una degustación en una cafetería y un tercero desconocido y no invitado pretende involucrarnos groseramente en sus quejas contra el mundo.
En ocasiones mi admiración por una persona, bien de quienes en la juventud codiciabas como pareja o de un profesor del que has leído maravillas, o de un experto del que querías aprender, se había evaporado tan pronto abría la boca y soltaba exabruptos o palabrotas como ruda melodía a sus razones.
Muchas personas no son conscientes de que las palabras son una carta de presentación o de recomendación y utilizan palabras groseras o altisonantes en la creencia de que eso da frescor o personalidad a su mensaje. Craso error. Los resoplidos y las coces no enriquecen al jaco. Y a la inversa, personas con apariencia tosca o extravagante, si se expresan con corrección y respeto, se adornan de un atractivo especial.
En fin, que me parece oportuno compartir las bellísimas palabras del escrito venezolano Arturo Uslar Pietri:
La palabrota que ensucia la lengua termina por ensuciar el espíritu. Quien habla como un patán, terminará por pensar como un patán y por obrar como un patán. Hay una estrecha e indisoluble relación entre la palabra, el pensamiento y la acción. No se puede pensar limpiamente, ni ejecutar con honradez, lo que se expresa en los peores términos soeces. Es la palabra lo que crea el clima del pensamiento y las condiciones de la acción».
Y aunque reconozco que hay veces en que proferir una palabrota sirve de desahogo, o viene impuesta por “exigencias del guión” de una situación insufrible, conviene tener presente el consejo del escritor.
Eso sin olvidar que la credibilidad de un personaje literario o cinematográfico puede aconsejar tales palabras fuertes, como no me dejan de admirar la precisión de algunos insultos que dedica nada menos que Don Quijote a Sancho, a lo largo de la obra: bellaco, deslenguado, maldito de Dios y de todos los santos, mentecato, alma de cántaro, enemigo del decoro, harto de ajos… Pero el insulto que mas viene al caso y que maravilla es este que le dedica a Sancho cuando le llama «friscal» en vez de «fiscal»:¡ Prevaricador del buen lenguaje!
Pero como la mayoría no estamos dentro de las páginas de un libro ni de una película ni ni un escenario, bien estaría cuidar nuestra lengua y mantenerla limpia en la vida cotidiana.
Quizá me preocupa mucho la educación, como reflejé en incidente similar titulado Extraños maleducados en el tren
La descortesía y el uso recurrente del insulto desacreditan y empequeñecen a las personas y debilitan o desautorizan sus argumentos. ¿Cómo evitar tan nefastos hábitos y nocivos efectos? Existen algunas posibilidades que, aun no siendo infalibles, pueden funcionar. Veamos.
Una, consiste en tener a nuestro lado a personas que, queriéndonos bien, sean capaces de reconvenirnos y ponernos en nuestro sitio. En este sentido, la mujer de Churchill, siendo éste Primer Ministro, no dudó en enviarle una nota de reproche por tratar con altivez y menosprecio a su colaboradores. Éste pidió perdón a su esposa y prometió enmendarse.
Otra, aplicable a quienes no tienen la dicha de contar con ese tipo de terapeutas cercanos (que frenan nuestras malas tendencias y las redirigen hacia una cierta normalidad) pero son conscientes de su problema y quieren solventarlo, se basa en la autocontención (en el uso habitual de insultos) y la reeducación (en el uso de rutinas y formulas de cortesía de la vida diaria como: por favor, gracias, disculpe, perdón, buenos días…. Recuerden el ¿qué se dice? que nos repetían nuestros padres cuando alguien nos regalaba algo, o entrábamos en casa ajena, o venía un invitado). Pautas, ambas, que deben entrenarse, requieren de repetición y constancia y acaban transformando la hiel en miel.
Y otra, mas compleja y sofisticada pero muy reconfortante, consiste en sustituir la desconsideración y el insulto por el uso -elegante y fundamentado- del ingenio y la inteligencia en la réplica. De acuerdo con esto, una diputada de la oposición, durante uno de los discursos de Churchill en el Parlamento inglés, le interrumpió y le dijo: si usted fuese mi marido yo pondría veneno en su taza de té. Churchill, se quitó los lentes y, en medio de un gran silencio, contestó: señora, si yo fuese su marido, me lo bebería.
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