Maduramos cuando aceptamos las limitaciones a nuestras ilusiones. Pronto aceptamos que no podemos volar, que el dinero es limitado y que la chica de nuestros sueños en realidad será de otros. Un trance especialmente duro es el que sufrimos al aceptar que no podemos hacer lo que los demás hacen con soltura: montar objetos embalados en piezas. Veamos mi experiencia de una mesita y de una piscina: lo que no dicen las instrucciones y lo que se aprende.
Todavía recuerdo con unos veinte años ( mucha inocencia y poco dinero) el día que compré en Ikea una sencilla mesa de televisor y tras tres horas barajando piezas llegué a la conclusión de que estaba incompleta o mal diseñada, rechazando la idea de que yo era el equivocado. La regalé a un amigo quien consiguió la proeza de construir tal rompecabezas y comprendí que el día que Dios repartía habilidades manuales yo debía estar entre los últimos de la fila.
Desde entonces aprendí la lección, la cura de humildad y el sentido del refrán «zapatero a tus zapatos».
Sin embargo, veinte años después mi autoestima recibía mi segundo revolcón sobre mi habilidad manual. En este caso se trataba de una piscina para armar.
Ya madurito, con parsimonia y kilos de más, solía disfrutar de mis vacaciones veraniegas en un pueblecito de La Bañeza, en casa solariega con enorme huerta. Por entonces, y ahora consideraba que las vacaciones son para el ocio pasivo, al estilo tibetano, con dosis del llamado «yoga ibérico» (la siesta), mucho propósito no apremiante (deporte y alimentación sana), buena compañía (lejos de gorrones, pelmazos y alimañas similares) y liberado de «entretenimientos» que pudiesen consumir las energías que están llamadas a reponerse en ese plácido ambiente.
Por entonces, cierto hipermercado anunciaba a bombo y platillo piscinas de superficie, montables y desmontables, a módico precio. Tal y como reflejaban los folletos de publicidad, con bellas fotografías, el resultado del montaje de la piscina es un recinto circular de blanco angelical, de cinco metros de diámetro, sobre un verde jardín, mientras una familia feliz y sonriente juguetea dentro de la misma.
Mi calvario se inició después de pagar, cuando recibí en la casa del pueblo tres enormes cajas de cartón rectangulares con el producto y la sonrisa del porteador al recibir el albarán de entrega, con cierto alivio que debìa haberme hecho sospechar.
Aunque yo sabía que las Grandes Superficies Comerciales, a diferencia de los Reyes Magos, dejan tales presentes para que el destinatario se las apañe por sí solo, mis problemas brotaron a ráfagas.
Primero. Una cosa es la fotografía publicitaria y otra muy distinta el resultado. Al igual que las fotografías de los platos combinados de los restaurantes, o las imágenes de las chicas que ofrecen su amistad por Internet, los folletos de las piscinas portátiles de las Grandes Superficies demuestran la distancia entre «lo vivo y lo pintado».
Segundo. Los folletos de instrucciones desorientan. Para montar la piscina en cuestión el folleto venía en siete idiomas, repitiendo machaconamente los pasos a seguir, lo que las convierte en un cruce entre la piedra rosetta y el juego de la oca para el fatigado cliente.
Tercero. Los folletos mienten sin piedad. Las instrucciones advierten que el montaje de la piscina puede llevar unas dos horas, lo que puede ser cierto si se emplea un ejército o una familia numerosa con premio de natalidad y todos los vástagos en edad de votar. Sin embargo, la mayoría de los montajes queda en manos de aquello que en tiempos pretéritos se conocía como «cabeza de familia».
Cuarto. Las instrucciones advierten que el montaje de la piscina debe ser sobre suelo estrictamente nivelado (bajo amenaza de derrumbe o excomunión), incluyendo recomendaciones sobre una labor de zapa, cavado y nivel propias de los arquitectos de las pirámides de Gizeh.
Quinto. Las instrucciones aluden al fácil montaje o manejo de la estructura por dos personas, cuando considerando que la pieza chapada circular de los muros de la piscina es una sola pieza enrollada de unos 20 metros de longitud por 1,40 de altura, que pesa endiabladamente y que además debe encajarse por una fina canaladura de igual longitud, con decenas de tornillos de diferente tamaño, se crea una situación propia del concurso televisivo del conocido » humor amarillo».
Sexto. La colocación de la depuradora que se adjunta a la piscina, requiere la previa instalación de tuberías y cables; y tal previa instalación a su vez la previa identificación de las piezas y su correcto ensamblaje, todo ello fácil para un ingeniero industrial con experiencia en robótica o similar, pero un rompecabezas para el común de los mortales. Además, tal depuradora es de precio modesto y funciones modestas, por lo que si se consigue que funcione un vesno, posiblemente habrá supersfo su vida útil.
Séptimo. Las instrucciones aluden a la colocación de la escalera de acceso, que carece de anclaje alguno, lo que requiere grandes dosis de equilibrismo, máxime cuando falta un escalón de la misma, pérdido en algún sordido almacén, y sin posibilidad de probar por Sevach ni bajo juramento que no venía en las cajas.
Octavo. Enlazando con lo dicho anteriormente, buena parte de las vacaciones se emplean en reclamar infructuosamente ante la Gran Superficie, en buscar amigos bienintencionados y avezados en bricolage o al menos que presten oído a las lamentaciones de rigor.
Lo mejor de todo es que después de decenas de horas intentando para armar la piscina, la respuesta de la Gran Superficie (tras atravesar dependiente base, Jefe de tienda, Encargado de Zona, Atención al Cliente, Reclamaciones, etc) es que ha de devolverse completa, exacta e íntegramente embalada (¡casi nada!¡ Como devolver íntegra una botella de vidrio en pedazos!) y además justificar la deficiencia, y todo ello, para esperar pacientemente a que conteste el fabricante japonés.
Noveno. Finalmente, tras pedir ayuda a dos buenos amigos, con paciencia y talento, y recompensados con mi eterna gratitud ( y un terrenal arroz con bogavante), la piscina quedó instalada en medio del jardín, sobre una plancha de cemento ( que tuve que encargar y pagar).
¿ Y qué sucedió?. Pues por un lado, las restricciones de agua de la zona impiden el llenado de piscina con el agua municipal; por otro lado, las labores de cloración son dignas de un alquimista titulado; y finalmente, cuando se trata de cubrir la piscina para protegerla de parásitos, mosquitos y demás volátiles, pues la Gran Superficie informa que no cuenta con cobertores de esas medidas, o sea, que la Gran Superficie no vende cosas a la medida sino por retales.
Por si fuera poco, al terminar la temporada ( o iniciarla) había que vaciar totalmente la piscina y como no tiene sumidero pues ni el motorcitonde la depuradora ni una bomba de achique consiguieron apurar los últimos cinco dedos de agua. El detalle de la falta de sumidero se lo callan las instrucciones y la solución, tras aspirar por el clásico tubito de goma, pasa por utilizar cubo y fregona durante horas interminables ( no se imaginan el volumen que supone cinco centímetros de profundidad por una superficie de diámetro de seis metros).
Sin embargo, hay que felicitarse de las enseñanzas de la experiencia:
– Hay que leer la letra pequeña.
– Nadie vende euros por céntimos; variante de » lo barato sale caro» y quien paga barato lleva barato.
– No hay que sobrevalorarse.
– La versión de quien tiene un interés distinto al nuestro hay que ponerla en cuarentena: el interés del vendedor es vender y el del comprador que lo comprado sea útil y eficaz. No es el mismo interés pues el del vendedor se consigue nada más cobrar y cuando el cliente sale…¡ a buscarse la vida¡
Por eso, como aprendemos de las experiencias ( y más de las derrotas que de las victorias) aprendí la lección, no he vuelto a bajar la guardia, y estoy inmunizado frente a los cantos de sirenas de folletos, publicidad o dependientes zalameros.